Entonces, recordó que al regresar a casa había visto el coche familiar del matrimonio estacionado en la puerta.
El sol no quería despertarse todavía ese día. Eran las siete de la mañana y el despertador de Cintia comenzó a musitar su alegre melodía; lo agarró con fuerza y apretó el botón para que así dejara de atormentarla. Se levantó de la cama refunfuñando y se dirigió al cuarto de baño con los ojos todavía pegados. Una vez que se había aseado, pudo contemplar, viéndose reflejada en el espejo, que ya necesitaba un tinte de pelo, pues las canas estaban haciendo acto de presencia en su larga y oscura melena. Se colocó unos vaqueros, una camiseta rosa de tirantes y volvió a calzarse sus zapatillas deportivas de siempre. Era una chica bastante sencilla: le gustaba caminar firme pero cómoda; los tacones era algo que no se habían fabricado para ella, y las faldas y vestidos los solía dejar para alguna escapada nocturna. Ya en la cocina, se preparó su supercafé mañanero, que consistía en mucho café y en solo unas gotas de leche, naturalmente desnatada; sentía la necesidad de seguir manteniendo su esbelta figura.
El coche, esa mañana, tenía pensado darle a Cintia un poco de dolor de cabeza, pues había decidido no arrancar, como era costumbre. Este tenía ya bastantes años y fue entonces consciente de que tenía que cambiarlo apresuradamente: la redacción se encontraba en pleno centro de Campero, donde todas las avenidas y calles se encontraban, y más aún a esas horas, repletas de coches y todo tipo de vehículos. Después de intentar que arrancara tres o cuatro veces, decidió bajarse de él. El día parecía haber comenzado con mal pie. Ojeó su reloj de muñeca y se percató de que la mejor opción sería ir caminando hacia el trabajo.
Al pasar por la puerta de la casa de sus vecinos, vio que el coche familiar de la pareja continuaba estacionado exactamente en el mismo lugar en el que ella lo había visto el día anterior y le pareció extraño que a esas horas no se hubieran marchado hacia el hospital donde pasaban consulta. Miró desconfiada la valla del jardín: se encontraba abierta. Dejó de caminar y un mal presagio se apoderó de ella; de este modo, sin saber muy bien por qué, se abrió paso a través del jardín mirando continuamente hacia un lado y hacia el otro para cerciorarse de no ser vista. El agua casi cristalina de la piscina reflejaba los rayos de sol de aquel bonito día que hacía poco que había salido. Mientras se adentraba con pasos suaves y temerosos, no le pudo ser indiferente el bonito jardín en el que se encontraba, lleno de flores de todo tipo y colores, aunque se notaba la falta de agua, seguramente a causa de la falta de tiempo de sus dueños y el calor de ese verano que tampoco les sería de gran ayuda. Subió los tres escalones que había justo antes de llegar a la puerta principal de la casa mientras pensaba: «¿Qué demonios estoy haciendo aquí?»; en aquel momento se encontraba dispuesta a darse la vuelta y continuar su camino, pues llegaría otra vez tarde, pero entonces vio que la puerta se encontraba también abierta. Dejó a un lado la idea y en lugar de eso, llamó al timbre sin saber exactamente qué decir cuando los viese. Esperó unos segundos, pero nadie apareció. En su imaginación veía cómo Mónica, la vecina, salía por la puerta y, mostrándole una delicada sonrisa, le preguntaba qué quería después, eso sí, de darle los buenos días; mas allí continuaba Cintia, de pie ante la puerta, sin que nadie la invitara a pasar. La empujó hacia dentro y al mismo tiempo que esta se abría, ella entraba en la casa: la decoración de la casa era preciosa, de un gusto muy parecido al suyo; de estilo moderno con un hermoso sofá chaise longue de un blanco impoluto que reinaba en medio del salón.
—¡Hola! ¡Mónica! ¡Juan! ¿Hay alguien en casa?
No hubo respuesta alguna, pero dentro de la cabeza de Cintia parecía como si un maratón de hormigas corriera. Comenzó a ponerse bastante nerviosa: una pequeña voz en su interior le susurraba que algo iba mal, muy mal. Atravesó el salón con pasos lentos y observando todo a su alrededor; a mano izquierda se encontraba la cocina de estilo americana. La ventana daba al jardín y tenía una insignificante abertura por donde se adentraba un golpe de aire caliente que movía las cortinas. Sintió un escalofrío: algo de aquella silenciosa casa la aterraba; no sabía qué hacer, si continuar gulusmeando o irse hacia su trabajo de una vez por todas.
Entonces fue cuando miró hacia el suelo y pudo ver una hilera de gotas de color rojo intenso que salían casi desde donde ella se encontraba continuando hacia otra puerta que se abría a continuación de la cocina. La abrió: se encontró en un despacho, seguramente de Juan porque tenía un aire masculino. Continuó el rastro de las gotas hasta que estas se convirtieron en un inmenso charco rojo y, justo ahí, lo vio: estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en la mesa de su escritorio, cabizbajo, con la mirada perdida; muerto. Ella se quedó sin respiración por un momento con la boca abierta y sin poder pronunciar palabra. Sus manos comenzaron a sudar y otra vez las hormigas volvían a correr un maratón dentro de su cabeza. Volvió a mirar a Juan: de su pecho trajeado con una apagada corbata color gris nacía un orificio donde la sangre había estado corriendo como si de un río se tratase. La piel pálida del hombre le hizo recordar a Cintia por un momento las figuras del museo de cera que tanto le gustaba visitar de pequeña; pero esa imagen desapareció de inmediato: no era una figura de cera, era su vecino muerto. Con los ojos desencajados a causa del terror, Cintia dio media vuelta y volvió al salón; allí se quedó inmóvil pensando en lo que estaba pasando, intentando asimilar que aquella imagen horrible era de verdad. De pronto, giró la cabeza como si de un sueño despertase y exclamó en voz alta:
—¡Tengo que llamar a la policía! —De un tirón, pudo desprenderse del bolso que colgaba de su hombro derecho y buscó en él su teléfono móvil—. ¿Dónde estás? ¡Maldito móvil! —Cuando lo encontró y se disponía a usarlo para llamar a la policía, se dio cuenta de que se encontraba apagado: se había quedado sin batería—. ¡Mierda! ¡Piensa Cintia, piensa! —Se mojó los labios con la lengua como consecuencia del nerviosismo—. ¡Ya está! ¡Deben de tener un teléfono fijo!
Comenzó a buscarlo por toda la planta baja: salón, cocina, recibidor, aseo… y entonces recordó que en los despachos suele haber teléfono, pero no quiso volver a tener que encontrarse con su vecino, así que subió las escaleras con la esperanza de encontrar alguno en el piso de arriba. La primera puerta que vio se trataba del dormitorio de los niños. Ellos no tenían hijos, aunque esa habitación se encontraba decorada como para tal fin, con papel de ositos y mariposas de colores y una cama bajita de madera color castaño claro repleta de muñecos de peluche. Buscó, pero en ese dormitorio no había teléfono.
Continuó por el largo pasillo hasta llegar a otra puerta, pero nada más abrir pudo comprobar que se trataba del cuarto de baño e imaginó que allí no lo encontraría. Cerró la puerta y entonces entró en el que parecía que era el dormitorio de matrimonio. Se asombró nada más entrar y contemplar una gran cama con dosel a juego y las cortinas que escondían un delicado balcón de flores. Miró en la mesita de noche y allí por fin lo encontró. Sus manos sudorosas hacían que sus dedos resbalaran ligeramente al marcar el número de la policía.
—Hola, sí… —No podía disimular su nerviosismo—, llamaba para informarles de que… bueno, me encuentro en el domicilio de unos vecinos y verá…, creo que he encontrado al dueño de la casa muerto…
Cuando acabó la llamada, Cintia se quedó allí parada sin saber qué hacer a la espera de la policía. No quería moverse ni bajar al piso inferior, pues tan solo con pensar que su vecino se encontraba allí abajo muerto se le erizaba la piel. Se sentó en la cama y se frotó los ojos para limpiarse las pequeñas gotas que manaban de ellos. Estando allí, mirando hacia el suelo, vio algo brillar que salía de debajo de la cama, algo dorado. Se trataba de una alianza donde se podía leer: «Enlace Juan y Mónica, 25/01/2003». La volvió a dejar donde la había encontrado y pensó que no la tenía que haber cogido, pues ahora estarían sus huellas en ella y dificultaría el trabajo de la policía, pero ya era tarde y, mientras la dejaba en el suelo, pudo ver cómo unos cabellos castaños descansaban en la moqueta. Se agachó para mirar y entonces la vio; en ese momento sí que pudo