El arte del manejo de las impresiones
El término juego de roles tiene connotaciones negativas. Lo contrastamos con la autenticidad. Una persona auténtica no necesita desempeñar un rol en la vida, pensamos, sino que puede ser ella misma. Este concepto posee valor en la amistad y en las relaciones íntimas, donde es de suponer que podemos quitarnos la máscara y mostrar sin peligro nuestras singulares cualidades. Pero la vida profesional es más complicada. Cuando se trata de un puesto o rol específico que ocupar en la sociedad, tenemos expectativas acerca de la conducta profesional. Nos disgustaría que el piloto del avión en el que viajamos actuara como un vendedor de automóviles, un mecánico como un terapeuta o un profesor como un músico de rock. Si esas personas fueran por completo ellas mismas, se quitaran la máscara y se rehusaran a cumplir su papel, cuestionaríamos sus capacidades.
Un político o personaje público que nos parece más auténtico que otros en realidad suele ser mejor para proyectar esa cualidad. Sabe que ofrecer una apariencia de humildad, hablar de su vida privada o relatar una anécdota que revele alguna vulnerabilidad tendrá un efecto “auténtico”. Sin embargo, no lo vemos tal como es en la privacidad de su hogar. La vida en la esfera pública implica ponerse una máscara, y algunas personas usan la de la “autenticidad”. Aun el hippie o rebelde cumple un rol, con poses y tatuajes prescritos. No está en libertad de vestir un traje formal, porque los demás miembros de su círculo cuestionarían su sinceridad, la cual depende de que exhiba el aspecto correcto. Un individuo tiene más libertad de traer sus cualidades personales en el rol que desempeña una vez que se ha establecido en él y su aptitud ya no está en duda. Pero incluso en este caso, siempre hay ciertos límites.
Consciente o inconscientemente, la mayoría de nosotros nos adherimos a lo que se espera de nuestro papel, porque sabemos que nuestro éxito social depende de eso. Aunque algunos podrían negarse a participar en este juego, al final serían marginados y forzados a desempeñar su papel, con opciones limitadas y libertad decreciente a medida que envejecen. Es mejor aceptar esta dinámica y obtener de ella cierto placer. Tienes que estar consciente no sólo de la apariencia que debes asumir, sino también de cómo determinarla para ejercer el máximo efecto. Te transformarás entonces en un actor superior en el escenario de la vida y disfrutarás de tu momento bajo los reflectores.
Los siguientes son algunos de los elementos básicos del arte de manejar las impresiones.
Domina las señales no verbales. En ciertas circunstancias, cuando la gente quiere saber cómo somos, presta más atención a las claves no verbales que emitimos. Esto podría ocurrir en una entrevista de trabajo, una reunión grupal o una aparición en público. Al tanto de esto, los intérpretes sociales inteligentes saben controlar esas señales para emitir, en cierto grado y de manera consciente, los adecuados signos positivos. Saben cómo presentar una apariencia agradable, dirigir sonrisas genuinas, usar un aceptable lenguaje corporal y servir de reflejo a la gente que tratan. Conocen las señales de dominación y cómo irradiar confianza. Saben que ciertas miradas son más expresivas que las palabras para transmitir desdén o atracción. En general, debes conocer tu estilo no verbal para que puedas cambiar deliberadamente algunos de sus aspectos y conseguir un efecto mejor.
Sé un actor de método. En la actuación de método, aprendes a exhibir las emociones apropiadas a la orden. Te sientes triste cuando tu personaje lo requiere recordando experiencias propias que te produjeron esa emoción, o simplemente imaginándolas. El asunto es que tú tienes el control. En la vida real no es posible aprender eso a tal grado, pero si no tienes el control, si sólo reaccionas emocionalmente a lo que te sucede a cada momento, darás muestras sutiles de debilidad y falta de autodominio. Aprende a adoptar conscientemente el ánimo indicado mediante el hecho de imaginar cómo y por qué debes sentir la emoción ajustada a la ocasión o a la actuación que estás a punto de ejecutar. Abandónate a la sensación del momento para que tu rostro y tu cuerpo cobren vida de forma espontánea. A veces, con sólo sonreír o fruncir el ceño experimentarás algunas emociones que acompañan a esas expresiones. De igual manera, enséñate a recuperar una expresión neutral en un momento natural, para que no lleves demasiado lejos tu emotividad.
Adáptate a tu público. Aunque te ajustes a ciertos parámetros impuestos por el rol que ejerces, debes ser flexible. Un gran ejecutante como Bill Clinton nunca perdía de vista que como presidente tenía que proyectar seguridad y poder; sin embargo, si hablaba con un grupo de obreros automotores, adecuaba sus palabras y acento a esta audiencia, y lo mismo hacía con un grupo de ejecutivos. Conoce a tu público y ajusta tus señales no verbales a su gusto y estilo.
Crea una primera impresión apropiada. Está demostrado que los juicios de las personas se basan en gran medida en su primera impresión y que les cuesta mucho trabajo reevaluar esos juicios. A sabiendas de esto, debes poner atención extra en tu primera aparición ante un individuo o grupo. En general, es mejor que en este caso restes importancia a tus señales no verbales y presentes una fachada más neutral. Demasiada emoción indicará inseguridad y hará desconfiar a la gente. Una sonrisa relajada, en cambio, así como ver a la gente a los ojos en esos primeros encuentros harán maravillas en reducir su resistencia natural.
Emplea efectos dramáticos. Esto implica sobre todo dominar el arte de la presencia/ausencia. Si estás demasiado presente, si los demás te ven con frecuencia o pueden predecir exactamente qué harás después, se aburrirán de ti. Debes saber cómo ausentarte de forma selectiva, regular la frecuencia o momento en que apareces ante los demás, para que deseen verte más, no menos. Envuélvete en un aura de misterio, muestra cualidades sutilmente contradictorias. La gente no necesita saber todo de ti, aprende a retener información. Vuelve menos predecibles tus apariciones y tu comportamiento.
Proyecta cualidades angelicales. Sea cual fuere el periodo histórico en que vivamos, ciertos rasgos serán vistos siempre como positivos y debes saber cómo exhibirlos. Por ejemplo, la apariencia de santidad nunca pasa de moda. Hoy parecer santo es distinto en contenido al siglo XVI, pero la esencia es la misma: encarnas lo que se considera bueno y por encima de todo reproche. En el mundo moderno esto significa que te muestres como una persona progresista, muy tolerante y de amplio criterio. Querrás que se te vea haciendo generosos donativos a ciertas causas y apoyándolas en las redes sociales. Proyectar sinceridad y honestidad siempre da excelentes resultados. Bastará para ello con que hagas algunas confesiones públicas de tus debilidades y vulnerabilidades. Por alguna razón, la gente juzga auténtico cualquier signo de humildad, pese a que sea una mera simulación. Aprende a bajar de vez en cuando la cabeza y parecer humilde. Si ha de hacerse trabajo sucio, consigue que lo hagan otros: tus manos están limpias. Jamás actúes abiertamente como un líder maquiavélico; esto sólo funciona en la televisión. Usa las señales de dominación apropiadas para que la gente crea que eres poderoso aun antes de que llegues a las alturas. Da la impresión de que estás destinado al éxito, un efecto místico que siempre produce dividendos.
El maestro de este juego fue el emperador Augusto (63 a. C. -14 d. C.) de la antigua Roma. Entendía el valor de tener un buen enemigo, un villano contrastante. Con este fin usó a Marco Antonio, su temprano rival por el poder, como el contrapunto perfecto. Se alió personalmente con todo lo tradicional en la sociedad romana, al grado de que ubicó su casa cerca del sitio donde había sido fundada la ciudad. Mientras Antonio estaba en Egipto, donde flirteaba con la reina Cleopatra y se entregaba a una vida de lujos, Augusto pudo señalar una y otra vez sus diferencias y ostentarse como la encarnación de los valores romanos, que Antonio había traicionado. Una vez convertido en el líder supremo de Roma, hizo alarde de humildad públicamente y devolvió el poder al senado y el pueblo. Hablaba el latín de la