Maureen. Angy Skay. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Angy Skay
Издательство: Bookwire
Серия: Saga Anam Celtic
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416609475
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la N-27, luego la N-40 y, para finalizar, la N-28 —contesté con sorna—. Espero tener coche cuando comience las clases. Ya estoy, puedes darte la vuelta. —Cogí el cepillo de la cómoda y comencé a pasármelo por la cabeza.

      Me miró y no dijo nada. Increíble, pero no tenía palabras. Había algo que me comía por dentro y necesitaba preguntarle:

      —¿Desde cuándo me espías?

      —¿Que te espío? —dijo sorprendido.

      —Me dijiste que me veías pasar por delante de tu casa para ir al instituto y que me has visto con Dylan. ¿Desde cuándo?

      —Hará unos meses —contestó sin expresión en la cara y mirándome mientras me cepillaba el pelo.

      —¿Por qué?

      —¿Por qué, que?

      —¿Por qué me espías?

      —Yo no te espío. Sin embargo, cuando miro por la ventana, coincide con la hora a la que tú pasas.

      —¿Y cada día miras por la ventana a la misma hora? —Paré de cepillarme y lo miré.

      Me miró con fijeza a los ojos.

      —Llegarás tarde —fue lo único que me dijo.

      —Tengo tiempo —lo calmé—. Tengo el vicio de levantarme temprano. No sería la primera vez que Alison se duerme y tengo que llevar a mis hermanos al colegio.

      —Pero ella ya se ha levantado.

      —Hoy sí, pero la semana pasada no, y hace dos semanas, tampoco.

      Los dos nos quedamos de pie mirándonos y aquel silencio se hizo algo incómodo.

      —¿Tienes hambre? Puedo subirte algo de la cocina.

      —Sí, claro, súbeme un café y unos muffins, y le dices a tu madrastra que son para un amigo de tu hermano que está en tu habitación esperando —guaseó.

      —No seas tonto. ¿Tienes hambre, sí o no?

      —Sí, tengo hambre —me miró a los ojos.

      —Pues ahora subo.

      Al pasar a su lado, se levantó de la silla y me acorraló contra la pared.

      —Te he dicho que tengo hambre, pero no te he especificado, de qué…

      Se acercó a mí y me susurró en la boca, para acto seguido besarme.

      No, no, ¡no! Aquello otra vez, ¡no! Volví a sentir la sensación tan extraña en mi bajo vientre y las piernas me flojearon. Él acercó su cadera a la mía y se restregó al mismo tiempo que introdujo su lengua en mi boca.

      —Aidan… —susurré gimiendo.

      La confusión se apoderó de mí. No sabía si aquello estaba bien, pero lo que tenía claro era que a mí me gustaba y a él, por lo visto, también.

      Bajó su mano, la metió bajo mi falda y comenzó a restregarla por mi muslo. ¡Ah! Aquello me hizo soltar un gemido ahogado. Mis manos, que hasta el momento habían estado paralizadas, decidieron subir por sus costados con cuidado de no lastimarlo hasta posarse en su espalda. Las piernas me flojeaban, pero no podía parar. Me gustaba lo que estábamos haciendo y me olvidé de todo. Sus manos subieron y se posaron en mis pechos, allí descubrí que estaba del todo excitada; mis pezones estaban duros como piedras y el simple roce de sus dedos por encima de mi jersey hizo que volviera a gemir.

      —¿A qué hora tienes que irte? —preguntó sin dejar de hacer lo que tan bien se le estaba dando.

      —En quince minutos debo salir de casa.

      —Tenemos tiempo —volvió a meter su mano por debajo de mi falda y me rozó las bragas.

      Aquello lo vi venir y no estaba preparada.

      —Espera. —Le puse las dos manos en su pecho—. Espera, no, eso no.

      —¿Por qué? Los dos estamos más que listos.

      —No —dije rotunda y lo separé.

      —Vamos, Maureen… —Volvió a acercarse, remolón.

      —¡Te he dicho que no!

      Me enfadé y volví a empujarlo.

      —¿Qué te pasa? ¿No te gustan los polvos mañaneros?

      —No. —Estaba aturdida. Me coloqué bien la falda y me retoqué el pelo para disimularlo—. Tengo que irme. —Me acerqué a por mis cosas y salí del cuarto a toda prisa.

      Respiré hondo al salir del dormitorio, puesto que aquello no me lo esperaba. No significaba que no me gustara lo que acabábamos de hacer, pero de ahí a tener sexo… No. Lo tenía muy claro.

      En cuanto Dylan vino a buscarme, salí a toda prisa de casa.

      —¿Qué te pasa? —se sorprendió.

      —Eh… No, nada.

      —Vamos, Maureen, llevas dos días rara. Ayer me pones excusas para no estudiar conmigo, cuando desde que nos conocemos siempre hemos hecho los deberes juntos. Además, es como si no estuvieras.

      —¿Como si no estuviera?

      —Sí. Es como si tuvieras la mente en otro sitio.

      —Dylan —me detuve y lo miré—, eres mi mejor amigo desde que llegué a Irlanda y te quiero como a un hermano, pero hay cosas que no se pueden contar. No es nada personal contra ti.

      —¿Te ha pasado algo en casa? —curioseó.

      —Dylan… No, no me ha pasado nada en casa.

      —¿Con John? —insistió.

      —No, con John todo va bien —mentí a medias.

      —¿Con Alison? —volvió a preguntar.

      —¡Dylan! —Volví a parar en seco—. Te he dicho que en casa está todo bien.

      —Entonces, tiene nombre de chico.

      No se daba por vencido.

      —¡Aaarg! —exploté—. Te veo luego. —Me adelanté y lo dejé allí plantado.

      Volvió a pasar lo mismo que el día anterior: tenía mis pensamientos en Aidan. Pero no en la herida, precisamente, sino en lo que había sucedido aquella mañana en mi dormitorio. Volví a sentir ese rubor con solo pensar en él, el escalofrío que me recorría todo el cuerpo… En fin, no pude concentrarme en ninguna de las clases.

      Por la tarde, en cuanto llegué a casa, vi a John en el pub. No me dijo nada. Me hizo un gesto de aprobación y con la cabeza me indicó que subiera. Ascendí por las escaleras con cuidado, aunque aún no entendía por qué no quería hacer ruido al subir. Al llegar al rellano del desván, me quedé mirando la puerta, estaba cerrada. No sabía sí estaría durmiendo o quizá viendo alguna película con los cascos de John.

      Entré a mi dormitorio para dejar mis cosas y lo que hice fue sentarme a los pies de mi cama, y seguidamente tirarme hacia atrás y mirar el techo. Tenía ganas de verlo, pero me avergonzaba mi reacción de por la mañana. Me incorporé y miré la puerta.

      Conté hasta… ya ni me acuerdo. Me puse en pie, respiré hondo y crucé el rellano que separaba su habitación de la mía. Ni me molesté en llamar a la puerta, abrí despacio, sin más, y allí estaba él, viendo una película en la cama. Entré y no pude articular palabra alguna. Lo miré y sus ojos me traspasaron. No entendí lo que significaba, no sabía si era pasotismo, aburrimiento, alegría… No, alegría seguro que no.

      —¿Cómo estás? —pregunté sentándome en la silla que estaba junto a la puerta.

      —Aburrido —respondió con mala cara.

      —¿Y la herida?

      Me daba vergüenza acercarme.