—¿Quién es usted?
—Un bar es un lugar público. Me da sed, igual que a cualquiera. Quizás tienen café. Me sentaré en otra mesa. Puede hacer de cuenta que no me conoce. Va a volver a necesitar ayuda para salir. Esa rodilla se va a endurecer un poco.
—¿Quién es usted? —dijo otra vez el tipo.
—Mi nombre es Jack Reacher. Fui policía militar. Me entrenaron para detectar cosas.
—Era un Chevy Caprice. Antiguo. Todo original. En perfectas condiciones. Muy pocos kilómetros.
—No sé nada de autos.
—A la gente ahora le gustan los Caprice viejos.
—¿Cuánto le pagaron?
—Veintidós quinientos.
Reacher asintió. Más de lo que pensaba. Billetes bien nuevos, todos apretados.
—¿Lo debe todo? —dijo.
—Hasta las doce en punto —dijo el tipo—. Después de eso es más.
—Entonces va a ser mejor que vayamos yendo. Este podría llegar a ser un proceso relativamente lento.
—Gracias —dijo el tipo—. Mi nombre es Aaron Shevick. Estoy para siempre en deuda con usted.
—La amabilidad de los extraños —dijo Reacher—. Hace girar el mundo. Alguien escribió una obra de teatro al respecto.
—Tennessee Williams —dijo Shevick—. Un tranvía llamado deseo.
—Uno de los cuales ahora mismo nos vendría bien. Tres cuadras por cinco centavos sería una ganga.
Empezaron a caminar, Reacher dando pasos lentos y cortos, Shevick saltando y picando y dando tumbos, todo torcido a causa de la física newtoniana.
TRES
El bar estaba en la planta baja de un edificio de ladrillos viejo y simple en el medio de la cuadra. Tenía una puerta marrón maltrecha en el centro, con ventanas mugrientas a ambos lados. Por encima de la puerta había un nombre irlandés parpadeando en neón verde, y harpas y tréboles de neón semimuertos y otras figuras polvorientas en las ventanas, todas promocionando marcas de cerveza, algunas de las cuales Reacher reconoció, y algunas de las cuales no. Ayudó a Shevick en el cordón del otro lado, y cruzando la calle, y arriba en el cordón de enfrente, hasta la puerta. La hora en su cabeza marcaba veinte para las doce.
—Yo entro primero —dijo—. Después entra usted. Funciona mejor de esa manera. Como si nunca nos hubiéramos conocido. ¿OK?
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Shevick.
—Un par de minutos —dijo Reacher—. Recupere el aliento.
—OK.
Reacher tiró de la puerta y entró. La luz era tenue y el aire olía a cerveza derramada y desinfectante. El lugar tenía un tamaño decente. No cavernoso, pero tampoco solo un local al frente. Había largas filas de mesas para cuatro a ambos lados de un paso central desgastado que llevaba a la barra, que estaba dispuesta en forma de cuadrado, en la esquina de atrás a la izquierda del salón. Detrás de la barra había un tipo gordo con una barba de cuatro días y un repasador colgando del hombro, como un identificador de su oficio. Había cuatro clientes, cada uno de ellos solo en una mesa aparte, cada uno de ellos encorvado y extraviado, con el mismo aspecto viejo y cansado y exhausto y desanimado que Shevick. Dos de ellos meciendo botellitas de cerveza, y dos de ellos meciendo vasos medio vacíos, de manera defensiva, como si esperaran que se los arrebataran en cualquier momento.
Ninguno de ellos tenía aspecto de usurero. Quizás el barman era el que hacía el negocio. Un agente, o un mediador, o un intermediario. Reacher se acercó y le pidió café. El tipo dijo que no tenía, lo cual fue una decepción, pero no una sorpresa. El tono del tipo fue amable, pero Reacher tuvo la sensación de que podría no haber sido así si el tipo no hubiera estado hablando con un forastero desconocido de la talla de Reacher y apariencia implacable. Alguien común y corriente podría haber recibido una respuesta sarcástica.
En vez de café Reacher recibió una botella de cerveza nacional, fría y húmeda y rociada, con un volcán de espuma haciendo erupción por arriba. Dejó sobre la barra un dólar de su cambio, y fue hasta la mesa para cuatro vacía más próxima, que resultó estar en el rincón de atrás de mano derecha, lo cual estaba bien, porque significaba que se podía sentar con la espalda hacia el ángulo, y ver todo el salón a la vez.
—Ahí no —dijo el barman en voz alta.
—¿Por qué no? —respondió Reacher.
—Reservado.
Los otros cuatro clientes miraron hacia allí, y después miraron hacia otro lado.
Reacher volvió y sacó su dólar de la barra. Ningún por favor, ningún gracias, ninguna propina. Cruzó en diagonal hasta la mesa de adelante del otro lado, debajo de la ventana mugrienta. Misma geometría, pero al revés. Tenía un rincón detrás de sí, y podía ver todo el salón. Le dio un trago a la cerveza, que fue mayormente espuma, y entonces entró Shevick, rengueando. Miró hacia delante a la mesa vacía en el rincón del otro lado de mano derecha, y se detuvo sorprendido. Miró todo alrededor del salón. Al barman, a los cuatro clientes solitarios, a Reacher, y después otra vez a la mesa del rincón. Seguía vacía.
Shevick empezó a avanzar cojeando hacia allí, pero se detuvo a mitad de camino. Cambió de dirección. Rengueó hacia la barra. Habló con el barman. Reacher estaba demasiado lejos como para oír lo que decía, pero supuso que era una pregunta. Podía haber sido ¿dónde está tal y tal? Definitivamente incluyó una mirada a la mesa para cuatro vacía en el rincón de atrás. Pareció recibir una respuesta sarcástica. Podía haber sido ¿qué soy yo, adivino? Shevick se retiró de allí y dio un paso en tierra de nadie. Donde podría pensar en qué hacer a continuación.
El reloj en la cabeza de Reacher marcaba las doce menos cuarto.
Shevick rengueó hasta la mesa vacía, y se quedó quieto un momento, indeciso. Después se sentó, enfrente del rincón, como en la silla de la visita frente a un escritorio, no en la silla ejecutiva detrás del escritorio. Se posó en el borde del asiento, con la espalda bien recta, a medias dado vuelta, mirando la puerta, como preparado para ponerse de pie de inmediato amablemente no bien entrara el tipo con el que se tenía que encontrar.
No entró nadie. El bar siguió en silencio. Tragos agradecidos, respiraciones húmedas, el chillido del repasador del barman sobre un vidrio. Shevick miraba fijo la puerta. El tiempo pasaba.
Reacher se puso de pie y caminó hasta la barra. Hasta la parte más próxima a la mesa de Shevick. Apoyó los codos y se mostró expectante, como alguien con un nuevo pedido. El barman le dio la espalda y de repente quedó ocupado en una tarea urgente bien lejos en el rincón del otro lado. Como diciendo si no hay propina no te atiendo. Lo que Reacher había predicho. Y querido. Para tener cierto grado de privacidad.
—¿Qué? —susurró.
—No está aquí —susurró Shevick en respuesta.
—¿Generalmente está?
—Siempre —susurró Shevick—. Está todo el día sentado en esta mesa.
—¿Cuántas veces hiciste esto?
—Tres.
El barman seguía ocupado, bien lejos.
—Dentro de cinco minutos les voy a deber veintitrés quinientos, no veintidós quinientos —susurró Shevick.
—¿El cargo por demora son mil dólares?
—Por día.
—No es tu culpa —susurró Reacher—. No si el tipo no aparece.
—Esta no es gente razonable.
Shevick miraba fijo