El movimiento Slow Food, que ahora empieza a aterrizar también en Estados Unidos, es la versión gastronómica de Greenpeace: una voluntad inconformista que se propone salvaguardar aquellos alimentos no industriales cuya preparación requiere una gran inversión de tiempo, evitando que terminen expulsados del mapa culinario. Además, al igual que el activismo anti-OMC (Organización Mundial del Comercio), el movimiento es una protesta en contra de la globalización, si bien el activismo de Slow Food no adquiere la forma de manifestaciones en las plazas. Muy al contrario, los activistas están invitados a degustar coles ecológicas y a disertar acerca de las bondades de la trufa en sus cocinas. Nunca antes protestar había sido tan divertido.
Todavía hoy el texto me hace sonreír. Capta ciertos elementos interesantes propios de Slow Food, pero induce a cometer algunos errores de valoración un poco ingenuos. A estas alturas, ya me he acostumbrado al hecho de que, cuando uno decide considerar la gastronomía como una ciencia igual de compleja que el mundo, lo más probable es que sus acciones y pensamientos acaben siendo malinterpretados o malentendidos. Las posibilidades de que esto ocurra son aún mayores si quien juzga ni siquiera intenta, por su formación y forma mentis, comprender toda la complejidad relacionada con la comida. En las palabras aparecidas en el New York Times se habla al mismo tiempo de rebelión, protesta y entretenimiento. De gusto y de activismo. Y aunque este es ya un elemento interesante, que en parte da en el blanco, el conjunto está impregnado de un tono algo pagado de sí mismo y habla del movimiento casi como si fuese una extravagancia propia de tiempos globales y posmodernos. Una especie de objeto misterioso que se mira con cierta simpatía, como diciendo: «A ver hasta dónde llegan estos locos».
Osborne escribe que Slow Food está en contra de la globalización, confundiendo nuestro interés por los territorios y por la promoción de una escala económica local con algo incompatible con la mundialización. Falso. Habla de disertar acerca de las bondades de la trufa en la cocina, confundiendo el enfoque característico de los Laboratorios del Gusto con un jueguecito alrededor de cuestiones marginales de la existencia. Falso de nuevo. Emplea como ejemplo las coles ecológicas porque en Estados Unidos, justo en aquella época, estaba emergiendo con fuerza una red de productores y consumidores defensores de lo organic, de la producción ecológica (una experiencia que, a pesar de rozar la obsesión en algunos casos extremos, no deja de ser otra forma importante de liberación, que hoy ha alcanzado dimensiones impensables, hasta el punto de cambiar profundamente la dieta de millones de estadounidenses; más adelante volveremos sobre esto). Osborne alude a una preferencia por los alimentos no industriales —non-processed, en inglés—, con lo que parece sugerir una cierta inclinación por lo natural y habla de un sentimiento de animadversión hacia cualquier alimento procesado. Pero esto solo es verdad en parte. La referencia a la «gran inversión de tiempo», además, es consecuencia directa de una forma de pensar mecanicista, esquemática y que considera que un alimento se puede valorar en función del tiempo empleado en prepararlo, transformarlo y consumirlo. No por casualidad, cuando íbamos al extranjero para promover Slow Food en los países no anglófonos, al principio una de las preguntas más recurrentes era: «Pero ¿qué hacéis en Slow Food? ¿Os pasáis horas sentados a la mesa? ¿Usáis solo largas y complicadas recetas?». Es cierto que, si lo traducimos de forma literal —alimentation lente, manger lentement, comida lenta, cibo lento—, el nombre puede desorientar. Por aquel entonces esto era algo que yo consideraba positivo: así no solo no nos encasillaban como una mera contraposición al fast food, sino que además despertábamos la curiosidad y quedaba un margen para trabajar en un concepto diferente de comida y en una nueva ciencia gastronómica.
En todo caso, lo esencial es que en el artículo del New York Times se presentaba a Slow Food como la «versión gastronómica de Greenpeace». Quizá sea un poco exagerado, pero captura la postura y la filosofía que hemos ido desarrollando a lo largo de los años. Nuestra defensa del derecho al placer de la comida en contra de la homogeneización de los sabores, que se había articulado a través de un enfoque diferente de la degustación, nuestro «recorrer los campos» y la sucesión de escándalos alimentarios y desastres medioambientales habían terminado por madurar en nosotros la convicción de que un gastrónomo que consuma los productos de la tierra no puede permanecer insensible ante las cuestiones del medio ambiente. Cuando en 2001, durante el primer Congreso de Slow Food en Estados Unidos, celebrado en Bolinas, California (en el que fuimos hospedados en un maravilloso pajar de madera típico del siglo XIX), empecé mi discurso con la frase «Un gastrónomo que no sea ecologista es, sin duda, un imbécil, pero un ecologista que no sea también un gastrónomo es triste», nuestros socios estadounidenses estallaron en carcajadas cómplices. Para echar más leña al fuego, utilicé la imagen de un tren y de unos gastrónomos en el vagón restaurante que no paran de levantar los vasos y llenarse los estómagos, mientras el tren se dirige hacia un abismo sin que nadie lo detenga. Aquel tren era nuestra tierra, que debía ser cuidada y salvada, empezando por la comida. Había llegado el momento de quitarnos la etiqueta de quienes «disertan sobre de las bondades de la trufa», de salir del vagón restaurante.
El término «ecogastronomía» nos gustó desde el principio, aunque no se puede decir lo mismo de nuestros amigos ecologistas, que probablemente lo entendieron como una invasión de su campo de actuación o, peor aún, como un intento de dar a su misión un aura demasiado chistosa, poco seria, justo lo contrario de lo que cabría esperar de un buen militante. Pero es que ir en serio no significa necesariamente hacerse daño o rechazar el placer… Por primera vez, gracias a este neologismo era posible entrever sin filtros nuestro enfoque gastronómico, sensible a las problemáticas económicas de escala global, a las profundas transformaciones a las que estaba sometido el mundo rural en todas las latitudes y a la necesidad urgente de salvaguardar la biodiversidad. Sin embargo, hizo falta mucho tiempo —y me temo que aún sigue faltando bastante— para hacer entender que el placer también atraviesa estos temas tan íntimamente vinculados entre ellos. Las conexiones se pusieron de manifiesto a mediados de la década de 1980, pero aún hoy siguen siendo invisibles para muchos.
Aquel disgusto experimentado por numerosos ecologistas nos revela que el proceso de liberación de la gastronomía ya había echado a andar. Atrincherada en su posición, a menudo en la mera protesta, la casta ecologista no lograba captar el valor liberatorio del encuentro entre distintas disciplinas y ámbitos del saber. Curioso, en alguien que hace bandera del ecologismo: en el fondo, no hay nada más complejo ni interrelacionado que un ecosistema. Que nadie se ofenda, siento una gran simpatía por los ecologistas, pero cuando la obstinación de un movimiento lo lleva a encerrarse en su propia especialidad está acabado ya antes de empezar, y esto se hizo evidente incluso para los electores italianos: todas las temáticas medioambientales acabaron desapareciendo del debate político y de las mesas de las instituciones. En Italia la ecología se ve a menudo como un recinto aislado.
Hay que decir que también noté cierto disgusto en muchos slow-foodistas de primera generación o en algunos compañeros gastrónomos que consideraban (aunque hay quien cambió de postura años después), o siguen considerando, que la gastronomía no debía abrir tanto su campo de interés, y que la responsabilidad hacia el medioambiente y las temáticas socio-económicas eran la antítesis del placer del buen comer. Según ellos, ante la duda, lo mejor era siempre optar por lo «bueno». Y lo mismo hicieron algunos populares cocineros, convencidos de que su (indiscutible) maestría era capaz de transformar cualquier producto, con independencia de su procedencia y su legado, en un plato perfecto.
Estaban equivocados, en mi opinión, y la historia empieza a darnos la razón. A finales de los 90, ya se encontraba trazado el camino hacia una concepción holística de la comida y, por extensión —por utilizar la célebre definición de Brillat-Savarin—, «de todo aquello que tiene que ver con el ser humano en tanto que animal que se alimenta». El impulso del movimiento de la «gastronomía liberada» nos lanzó hacia ámbitos que habían sido impensables al principio, y, mientras tanto, nuestras ideas se iban refinando aún