Apretujado entre dos colosos territoriales y recostado sobre un río que le inundaba la vida, el Uruguay había sacado pecho ante el mundo envuelto en uno de los colores de su bandera. Las formidables cosechas de granos y los suculentos embarques de carnes no solo habían permitido el surgimiento de una oligarquía afrancesada, gastadora de fortunas en los salones de la alta sociedad parisina y en los prostíbulos de las bajas clases montevideanas. También había engendrado un estado benefactor y generoso, capaz de darse el lujo de meter en un barco a un puñado de botijas habilidosos para que fueran a mostrar la grandeza deportiva de la nación en el corazón mismo de la historia universal.
Cuando la delegación uruguaya llegó a París, en el verano boreal de 1924, el resto de los participantes sabía poco y nada de ese contingente heterogéneo de indios, negros y rubios que, según decían, tenía alguna idea del juego. Pero la primera comprobación fue decepcionante: los yugoslavos, sus rivales del debut, se llegaron hasta el lugar de entrenamiento de los charrúas con la idea de espiarlos. Enterados de esa presencia, los uruguayos montaron inmediatamente una pantomima y empezaron a moverse de una manera grotesca, profiriendo aullidos semejantes a los gritos de guerra indígenas y pegándole a la pelota con una impericia calamitosa. Tranquilizados por la precariedad futbolística de sus rivales, los europeos se fueron a dormir seguros de un fácil triunfo.
El desconcierto de los pobres defensores balcánicos cuando empezó a rodar la pelota fue absoluto. No sólo descubrieron que sus rivales no eran los rudimentarios aborígenes que habían creído, sino que además poseían un virtuosismo jamás visto en una cancha del Viejo Mundo. Eran los tiempos en que el tango reinaba en los salones europeos y esos once uruguayos, vestidos con el celeste de su bandera, le agregaban una pelota a la coreografía de la danza nacida en los arrabales del Plata. Deslumbrando al mundo del balompié, alcanzaron la cúspide olímpica en el estadio de Colombres, donde comenzó a forjarse una leyenda que durante treinta años les permitió a los uruguayos mirar al mundo desde arriba, desde donde aún las propias miserias se veían más pequeñas. En esos treinta años fueron dos veces campeones olímpicos y dos veces campeones mundiales, gloria más que suficiente para repartir entre apenas un millón y pico de habitantes, los pobladores del afortunado país.
El triunfo en los juegos de Amsterdam en el 28 también tiene su historia, como la tiene el primer mundial hecho en el propio Montevideo en el 30 y ni que hablar de la victoria del Maracaná en el 50, pero es demasiada historia para meterla en estas páginas. Corresponde al tiempo en que los uruguayos vivían bien, o al menos así lo creían, hasta aquella lluviosa tarde alpina en que la leyenda alcanzó el punto máximo de su heroísmo para comenzar a declinar, definitiva e irremediablemente.
Como devotos en torno a un sacerdote, esa tarde los uruguayos volvieron a congregarse junto a los aparatos de radio. Cuatro años antes el ritual había sido el mismo y las circunstancias parecidas. La vida cotidiana de un país se detenía para esperar que el éter hiciera de mensajero del dolor o la alegría. También, como cuatro años antes, sólo los uruguayos creían en sus propias fuerzas. En aquella oportunidad once hombres habían enmudecido a doscientas mil personas apiñadas en el estadio “mais grande do mundo” para ver salir campeón a un equipo brasileño que había llegado demoliendo rivales. Ahora el adversario era la maquinaria futbolística más perfecta que se hubiera visto hasta entonces en una cancha. Habían humillado a los ingleses en el mismísimo Wembley y acababan de aniquilar a todos sus rivales en los primeros partidos de ese mundial. Ferenk Puskas era el director de ese quinteto de violines gitanos que adormecía a los defensores con una sinfonía de toques y combinaciones mágicas, como las azules aguas del Danubio. El esplendor del extinto imperio austrohúngaro estaba en los pies de esos magos magiares. Uruguay había tenido que sudar demasiado para avanzar en el campeonato y por eso Hungría era el favorito absoluto. Eso era lo que se pensaba en todo el mundo, menos en el Cerro y en Maroñas, en Canelones y en Durazno, en Minas y en la Ciudad Vieja. Lo que se seguía pensando cuando los húngaros hicieron el primer gol y hasta cuando hicieron el segundo. Y más aún cuando, maltrecho, el gran capitán tuvo que abandonar el campo de juego con una lesión gravísima. Llorando de impotencia el héroe del Maracaná, Obdulio Varela, debía dejar a su equipo con un hombre menos, los cambios todavía no se habían inventado.*
Con un jugador de más y con dos goles de ventaja, los húngaros ya se estaban probando los trajes de gala para la gran final en Berna. Pero Uruguay, todavía, era el campeón. Tenía la calidad de un jugador prodigioso y la garra de la tribu que nunca se había rendido ante el conquistador español. Por eso, el silencio en rededor de las radios estalló primero con un largo grito que estremeció el Plata y después con otro más fuerte y más largo, que atravesó el océano y cruzó los Alpes para decirle al mundo que para la celeste los milagros eran posibles. En ese momento, cuando el marcador estaba empatado dos a dos, allí debe haber quedado esa pelota de Schiaffino, el más brillante jugador uruguayo de la segunda mitad de siglo. Tiene que haber sido ese el principio de la crisis, no pudo haber sido otro. Después, el hombre de menos, la cancha barrosa y la calidad de los húngaros fueron demasiados para tanto heroísmo. Hungría terminó ganando cuatro a dos en el alargue y en el Uruguay todos se dieron cuenta que nada volvería a ser igual.
Para el Mundial de Suecia en el 58 Uruguay ni clasificó, en el de Chile en el 62 tuvo una actuación pobrísima y en Inglaterra en el 66 fue perjudicado alevosamente por los fallos de un árbitro inglés que los dejó con nueve hombres para que los alemanes pudieran seguir en camino. A fines de los sesenta cada vez era más difícil vivir únicamente de la gloria de aquel pasado y más difícil aún vivir de los sueldos que se pagaban. Por eso los Tupamaros tuvieron un crecimiento que no sólo llegó a preocupar seriamente a la oligarquía oriental, sino a los mismísimos yankees, quienes enviaron a sus mejores torturadores a reprimir el movimiento. La represión fue bastante efectiva, pero no pudo evitar dos cosas: que el modelo organizativo de la guerrilla urbana trascendiera a otros países del continente, en especial a la Argentina, e incluso al mundo, y que el resto de la izquierda uruguaya viera como posible conmover al sistema político bipartidista. Aunque en el Frente Amplio la presencia de los Tupamaros era minoritaria, nadie ignoraba que toda esa efervescencia había sido producto de su irrupción en el escenario. Que ganara el Frente Amplio significaba que el socialismo estaba al alcance de la mano, cruzando el río. El socialismo o algo parecido, algo como lo de Chile, donde el gobierno de la Unidad Popular tenía cada vez más oposición por parte de la alta burguesía y de los norteamericanos. Pero si había un gobierno socialista en Uruguay después íbamos a hacer el socialismo acá y entonces sí, la cosa iba a ir en serio porque sería una revolución a fondo y los chilenos y los uruguayos y los paraguayos y hasta los papagayos, todos se iban a poder apoyar en nosotros y el socialismo se iba a desparramar por toda América Latina.
A esa altura la política ya había entrado en el barrio. Las charlas en la esquina ya no eran solamente sobre fútbol o sobre mujeres, lo que pasaba en el país y en el mundo empezaba a ocupar un lugar. Las diferencias de edad se iban achicando, los que tenían dieciocho o veinte cuando nosotros teníamos once o doce ahora andaban por los veintipico y no tenían grandes secretos que develarnos. Las afinidades se iban dando, más que por la edad, por los intereses de cada uno: yo me daba cuenta que los “grandes” de antes hablaban de igual a igual conmigo y prestaban atención a las cosas que decía. Sobre todo los que estaban más politizados. Aunque algunos habían tenido un fugaz paso por la universidad y otros habían estado cerca de entrar, no eran precisamente “universitarios”, eran los muchachos de mi barrio, los mismos con los que jugábamos al fútbol en la canchita y al carnaval con las mujeres. Los que entraban de noche a mi casa para afanarse las ciruelas de mi abuelo, los que se paraban a hablar con él para que les contara chistes verdes. Esos mismos, ahora estaban interesados por las elecciones en el Uruguay.
La noche anterior con cuatro de ellos: el Clavo, el Pelusa, el Vicente y el Yuyo Calcaterra, que vivía un poco más allá, por el lado del Fortín de Zona Sud, nos quedamos charlando hasta la madrugada, sentados en el cordón de la vereda en frente de la Plaza Castelli, haciendo especulaciones sobre las elecciones