Absolutamente coherente en su postura, Ricardo no quiso cortarse el pelo cuando Rosa le consiguió trabajo en DEBA. Cuando se presentó a ocupar el puesto, su jefe le prohibió la entrada por tener el pelo largo. Ricardo, entonces, buscó a un escribano, hippie, como él, y labraron un acta dejando constancia de la situación. No sólo lo tuvieron que dejar entrar, su mismo jefe lo llamó y le dijo “Pibe, te felicito por como defendés tus derechos”,
Esa no era la única virtud de Ricardo, su talento para el arte era descomunal. A los doce años, más o menos, hizo un retrato mío a lápiz más real que el original. Todos sus dibujos y sus pinturas permitían avizorar en él a un futuro Petorutti, pero prefirió dedicarse a la música, y con la guitarra fue un superdotado. Hubiese llegado lejos, tan lejos como llegaron Los Redonditos de Ricota, el grupo musical que integró hasta el día del accidente en Jujuy, cuando la fatalidad se le cruzó en el camino, como a su padre y a su esposa.
Aunque no podíamos, ni queríamos, integrarnos a esa especie de comunidad, el contacto con ellos nos sirvió para conocer una realidad musical distinta. Descubrimos a Joan Baez y a otros autores que no existían para la cultura musical tradicional. El entusiasmo por la música, alimentado por una guitarra semidestruida que apareció en casa, nos llevó intentar un aprendizaje en la academia Santolaya, en calle siete, frente al ministerio de Economía. Recuerdo que fuimos algunas veces con Julio y Carlos, pero el método de enseñanza estaba demasiado acostumbrado al tango y al folklore y nos resultaba muy aburrido.
Pero la música nos entusiasmaba: el Pato me contó un día que se le había ocurrido una canción buenísima, que debía ser cantada deformando, la voz como si usara un vibrato, eso que tenían las guitarras eléctricas. Le parecía que ese efecto iba a revolucionar la música a nivel mundial. “Escuchá, escuchá, me decía: “¡Ohh Dioooooooooooooooos!..:” y yo me empecé a matar de risa, era tan desentonado que parecía estar haciendo gárgaras en vez de cantar. Pero él estaba convencidísimo de que era una genialidad.
Siempre fui nulo para la música, sólo que entonces no lo sabía. Más aún, hasta creí que algún día podía llegar a aprender a tocar la guitarra. Y me pasaba horas intentando sacar algún pedazo de melodía. La pobre guitarra tenía que soportar los experimentos de nosotros tres y también de nuestros amigos, quienes en los momentos de ocio la martirizaban tratando de sacarle algo que se pareciera a una nota musical. Damisela abusada por los bárbaros, pasaba de las manos de Guillermo a las de Ruben o a las mías. Ruben era particularmente insistente, venía a mi casa cuando no tenía nada que hacer y empezaba a tratar de hilvanar dos notas seguidas, Y así pasaban las horas. El único con un oído como para a ser músico, de no mediar otras circunstancias, era mi hermano Alejandro. Los demás apenas si podíamos, con mucha dificultad, reproducir la introducción de algún tema o un fragmento minúsculo.
En lo personal, esa inconsciencia respecto a mis limitaciones musicales me llevó a suponer que sabía tocar el bajo, al punto de que acepté una invitación de Eduardo, el vecino de la vuelta, para tocar en un conjunto de cumbia, Eduardo era un tipo bien de barrio, arquero de grandes condiciones pero escasa estatura, obrero metalúrgico y cumbiambero. Al barrio todavía no había entrado el rock; se escuchaba y se tocaba la cumbia, pero la cumbia vieja, tipo los Wawancó, en un estilo que con los años se fue degenerando hasta producir engendros como Los Galos o Los Pasteles Verdes. El conjunto estaba empeñado en sacar un tema propio, “Muchachita tu eres mi amor, muchachita de mi corazón…”, algo así decía la letra. La música, supongo, no sería de una calidad muy superior; empeorada, para colmo, por la interpretación de un bajista que no duró más de un ensayo. No recuerdo que excusas me dieron, pero nunca más me volvieron a llamar.
Tiempo después intentamos formar un grupo de rock con el Bocha, Claudio y el Baby, mis compañeros del Nacional. Salvo Claudio, los otros tres éramos parejos: todos un verdadero desastre. Pero no teníamos conciencia de ello y estábamos convencidos de que podíamos llegar a tocar en público. El público iban a ser las chicas de nuestra división que habían organizado una fiesta. No sé por qué mal entendido, no pudieron coordinar nuestra presentación. El favor que nos hicieron, nos evitaron un papelón del que todavía nos estaríamos acordando… y riendo.
Zamba p’a ti
Mi conexión principal con la música, sin embargo, seguía pasando por Alfredo. Apasionado por la batería, tenía como ídolo a Mingo Martino, el jazzista cuarentón que estaba siempre con su orquesta en los bailes de Universitario, y no tardó en convertirse en un buen baterista. Pero claro, un baterista no pude ponerse a tocar “La cucaracha”, ni “Para Elisa”, ni “Pájaro Campana”, la batería es un instrumento jodido para ser solista, no es como la guitarra o el piano, ni siquiera como el violín o el bandoneón. Pero había dos guitarristas y un bajista que andaban buscando un baterista para formar un conjunto y se enganchó con ellos.
El cuarteto de Alfredo comenzó a ensayar intensamente, yo me convertí en su principal espectador, en hincha acérrimo y en letrista potencial, porque les había gustado la idea de que escribiera canciones para ellos. Así fue surgiendo mi amistad con los “Raules”, los guitarristas del grupo. Raúl R., la segunda guitarra, era una bestia descomunal, de casi dos metros y más de cien kilos. En cualquier lugar llamaba la atención por su tamaño, sobresalía notoriamente de la media normal. Esa altura no lo hacía sentir superior, sino todo lo contrario; le creaba un complejo terrible. Eso lo descubrí en las vacaciones de invierno en Tandil. Fuimos los dos solos y salimos a dar vueltas por la ciudad, para tratar de levantarnos alguna mina; cada vez que nos acercábamos a alguna yo no tenia mejor idea que joder con su altura. Me puse muy pesado con ese tema (he descubierto que a veces soy un tipo bastante jodido con los defectos ajenos) y Raúl se calentó feo conmigo. Pero después se amargó mucho y se fue a tomar un café solo. Ahí me di cuenta de cuanto le jodía esa estatura que otros mirábamos con envidia. A pesar de su tamaño, Raúl no era un duro, sino un tipo bonachón y generoso. Al llegar el verano nos consiguió un trabajo en una droguería. Ordenando medicamentos durante varias noches pudimos ahorrar dinero para irnos de vacaciones.
El otro Raúl era un virtuoso de la guitarra, que me maravillaba por su capacidad para interpretar a Jimmi Hendrix y, en especial, a Santana. Era el momento en que estaba de moda Santana con su célebre Samba p´a ti.
La introducción de “Samba p’a ti”, tiene un arpegio inconfundible. No era tan difícil, pero pocos podían tocarlo bien, y Raúl lo tocaba a la perfección. Iba al Nacional, como el otro Raúl, y confesaba haber sido hasta no hacía mucho “un boludo atómico”, al que sólo le interesaba hacer facha en el centro y entrar a los bailes del Jockey. Raúl tal vez hubiese conseguido algún éxito como rockero, pero unos años después resolvió que en su vida había cosas más importantes que aspirar a ser un John Lennon o un Mick Jaegger. Para ese entonces ya nos veíamos muy circunstancialmente, aun así la relación establecida entre nosotros perduraba, aunque ya nos unía otro interés, más allá de la música.
Yo sabía que Raúl que había empezado a estudiar ecología y estaba militando en política, pero no sabía en qué organización militaba. La última vez me lo encontré en el colectivo, el golpe de estado