Arquitectura del miedo. Fernando García Maroto. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernando García Maroto
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412251487
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lo más mínimo, tenía suficiente con lo que ya sabía; él hacía su trabajo y cumplía con su deber: no quería oír más historias: bastante tenía ya con las suyas propias, recurrentes e irresolubles, como para verse envuelto en las de un desconocido. Y sin embargo el hombre del traje gris permaneció en su sitio, atento a las noticias del viejo, como si fuese una aburrida cotilla de barrio o un periodista celoso de su profesión; entonces encendió un nuevo cigarrillo negro, expulsando el humo azulón hacia el techo de la cafetería y sus demonios hacia dentro, donde estaban seguros y permanecerían bien ocultos.

      —Me citaron la semana pasada, y acudí puntual: mejor no hacerles esperar —comenzó el viejo. Parecía ser la primera vez que narraba todas aquellas tribulaciones que empantanaban su ánimo—. Me hicieron aguardar mi turno, como si estuviera en la carnicería, como si hubiese más gente en mi misma situación, aunque yo no vi a nadie. Luego me condujeron a un sótano, a un despacho lúgubre y bastante siniestro, y me tuvieron allí encerrado más de tres horas. Encima de la mesa pude ver una carpeta bien abultada, con mi nombre y mis datos en la portada, con mi fotografía sujeta con un ridículo clip que desfiguraba mi cara. Cuando mis nervios llegaron al límite de su aguante, cuando creía que el interrogatorio comenzaría de un momento a otro y de este modo terminaría mi angustia, un gendarme entró y me dijo que podía irme: me convocaron para el día siguiente: mismo lugar, misma hora.

      Y así llevaba toda una semana entera: convocatoria, espera, entrada al despacho, nueva espera, la carpeta acusadora, el sádico clip, y nada de nada; tan solo un juego que se repite, que parece va a repetirse eternamente, y cuyas reglas son únicamente conocidas por uno de los adversarios: precisamente el que tiene todos los triunfos y cuenta como favorito en las apuestas.

      —Supongo que el día menos pensado terminará todo esto —dijo de repente el viejo, como si hubiese sido testigo en sueños de una súbita y poderosa revelación. También con aquella frase disfrazada de sentencia, invocación de su destino, parecía querer poner fin a la conversación y el café.

      El hombre del traje gris insistió en invitar: llamó a la camarera y abonó la cuenta, que decoró con la guinda de una propina exagerada, que era su manera de pedir perdón por la indiscreción, por haber asistido, aunque solo fuera como convidado de piedra, a las miserias de un semejante; y también una forma de disculparse ante el universo entero por no haber rechazado al instante esas mismas confidencias, quizá la peor carga de todas, su peor remordimiento.

      Se despidieron sin darse la mano. El primero en abandonar el local fue el hombre del traje gris. Cuando estuvo en la calle, movido por una intuición, puede que por un presagio o por la simple y llana curiosidad, miró en dirección al ventanal de la cafetería: ahí seguía el viejo, observando sin pestañear siete plantas de terror.

      Al día siguiente el anciano regresó a la cafetería, en esta ocasión antes de acudir a su cita en las dependencias de la policía; esperaba encontrarse de nuevo con el hombre del traje gris, pero allí no había nadie. Eso le desanimó, sin saber exactamente por qué. Entonces encaminó sus pasos hacia la perdición.

      Hoy no le hicieron esperar mucho: fue conducido sin demora al despacho de costumbre, cuyas dimensiones, objetos y olor ya le eran tan familiares, tan repugnantes, y como penúltima sorpresa, contrariamente a lo que había venido sucediendo desde días atrás, allí ya había alguien esperándole: sentado tras la robusta mesa, precedido por una ridícula plaquita donde figuraban el rango y el apellido, el comisario Soto, en mangas de camisa, despojado del conocido traje gris del que solía abusar a la hora de seleccionar su precaria indumentaria monocroma, fumaba con parsimonia un cigarrillo, que no era el primero del día, a tenor de la cantidad de colillas y ceniza que desbordaban el cenicero y enviciaban el ambiente.

      —No me diga que hoy también me rechazará ese cigarrillo —preguntó cínico el comisario Soto, empujando con un dedo la cajetilla de tabaco en dirección al viejo, haciendo alarde de su perspicacia e instaurando, al mismo tiempo, las bases descarnadas y agresivas de la futura conversación, del interrogatorio y del miedo.

      —Le acepto el ofrecimiento —acertó a decir el viejo, presintiendo algo así como el fin definitivo de la esperanza o el nacimiento de la desgracia—; además, supongo que hoy sí me toca pagar a mí.

      No era un mal chiste, apenas un débil sarcasmo; era una manera delicada y completamente inútil de conjurar la maldición, de espantar el miedo, al modo de aquellas cancioncillas de la infancia entonadas nada más penetrar la oscuridad.

      El comisario Soto, como si hubiera entendido la broma que no era, que no pretendía ser, sonrió imperceptiblemente; y unos colmillos blancos relucieron feroces: en aquellas profundidades resultaban hipnóticos, también obscenos y violentos, la forma más solvente de ostentar su fuerza e instaurar el orden.

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