Se conserva el documento que atestigua que el 11 de noviembre de 1480, Diego Merlo, gobernador de Sevilla, presentaba en sesión del cabildo municipal la misiva de la reina Isabel que decretaba conceder posada al triunvirato de inquisidores. Su función era «inquirir y hacer pesquisa contra las personas que no guardan y mantienen nuestra Santa Fe». Previendo el riesgo de una reacción en contra de los recién llegados o que algunos, temerosos, se trasladasen a Granada, se guardó discreción hasta que estuvieron en línea de salida. El cabildo se avino a colaborar, pero regidores y jurados conversos que escucharon al asesor real quedaron, con toda razón, alborotados. Pilotados por el administrador catedralicio, Pedro Fernández Benaveda, varios acordaron actuar en contra del nuevo tribunal.
Fernández Benaveda fue convocado al convento dominico de San Pablo. Acudió escoltado. De poco sirvieron sus cautelas. Nada más llegar fue detenido por emboscados. Enseguida «fueron apresados algunos de los más honrados e de los más ricos regidores e jurados e bachilleres e letrados e hombres de mucho favor».
La peste que afectó a la ciudad en las primeras semanas de enero de 1481 potenció la fuga de la población. El 6 de febrero de 1481 tendría lugar el primer auto de fe en Tabalda, al sur de la ciudad. Fueron ajusticiadas seis personas. Fray Alonso de Hojeda, que predicó para la ocasión, falleció por la peste poco después. A Pedro Fernández Benaveda le llegaría la hora el 21 de abril de 1481, acusado de ritos judaicos y de no creer en la resurrección. Los inquisidores se trasladaron a Aracena (Huelva), donde sentenciaron a la hoguera a veintitrés personas en julio de 1481. Establecieron sede en el castillo Triana y promulgaron en mayo de 1482 un edicto de gracia que certificaba el perdón a quienes se confesaran antes de dos meses. En 1483 prosiguieron los autos de fe. El 16 de mayo serían quemados cuarenta y siete conversos, incluidos varios clérigos. Semanas antes habían sido el centro de las procesiones, desde la iglesia de San Salvador hasta el monasterio de San Pablo, endosados con sambenitos.
En 1484, la Inquisición se extendía por Córdoba, Jaén, Ciudad Real, etc., bajo la férula de fray Tomás de Torquemada. Según Diego López de Cortegana, con datos exageradísimos, desde 1481 hasta 1524 fueron condenadas cinco mil personas y veinte mil reconciliadas. En sus años de actividad, Torquemada, hipostasiado por sus convicciones multiplicó los tribunales por Castilla, donde se mantendrían durante tres siglos. Según datos fiables, a lo largo de los trescientos cuarenta y cuatro años del Santo Oficio fueron condenadas a muerte un máximo de tres mil personas. Cuando los judaizantes desaparecen a mediados del XIV, las penas de muerte se hicieron raras: mil trescientas cuarenta entre 1540 y 1700 sobre un total de cuarenta y cuatro mil seiscientas setenta y cuatro causas juzgadas. No llegaron al 3%. Una Inquisición desquiciada quemando herejes sin ton ni son es una caricatura, aunque lógicamente hoy cueste comprender esa violencia, por limitada que fuese para las costumbres de aquella época.
En 1484, Torquemada nominó a Pedro Arbués inquisidor de Aragón. El elegido se encaminó a Teruel acompañado de fray Pedro Gaspar Juglar pero les negaron la entrada. Ellos excomulgaron a los turolenses. En febrero de 1485, el rey ordenó que tropas castellanas se posicionaran en la frontera con Aragón para forzar a las autoridades a que apoyaran la Inquisición. Algunos conversos se conchabaron. Gaspar Juglar falleció quizá envenenado. Arbués fue acuchillado, en la noche del 14 al 15 de septiembre de 1485 mientras rezaba en la Seo de Zaragoza. Los asesinos y sus cómplices fueron ejecutados. La repulsa por el crimen sirvió de palanca al rey Fernando para vencer resistencias al establecimiento de la Inquisición. Arbués fue canonizado por Pío IX en 1867.
A pesar de sucesivas llamadas a la moderación por parte de Sixto IV, entre los repelentes casos protagonizados por la Inquisición cabe mencionar el del arzobispo y teólogo navarro Bartolomé de Carranza (1503-1576). Su ascenso a la sede arzobispal de Toledo no fue bien digerido por muchos, comenzando por el inquisidor general Fernando de Valdés y Salas (1483-1568), quien le buscaría las vueltas. Acusado de hablar en exceso de misericordia y de haber abogado por algún amigo luterano, acabaría preso en las cárceles de la Inquisición durante diecisiete años. Así reza el desahogo que para sí mismo escribió:
Son hoy muy odiosas
cualesquier verdades
y muy peligrosas
las habilidades
y las necedades
se suelen pagar caro.
El necio callando
parece discreto
y el sabio hablando
se verá en aprieto.
Y será el efecto
de su razonar
acaescerle cosa
que aprende a callar.
Conviene hacerse
el hombre ya mudo,
y aun entontecerse
el que es más agudo
de tanta calumnia
como hay en hablar:
solo una pajita
todo un monte prende
y toda palabrita
que el necio no entiende
gran fuego prende;
y, para se apagar,
no hay otro remedio
si no es con callar.
Sixto IV sufrió en algunas decisiones la malévola influencia de su sobrino Girolamo Riario (1443-1488), a quien en mala hora nombró capitán general de la Iglesia y luego señor de Imola. A pesar de una vida ejemplar, devota y bien intencionada, Sixto IV cayó en el grave error de seleccionar por parentesco y no por meritocracia. Algunas de sus peores providencias fueron inspiradas por aquellos subordinados incompetentes, entre los que descollan Girolamo y Pietro, el hermano mayor.
Otro personaje emblemático al tratar de la Inquisición fue el también italiano Giordano Bruno (1548-1600), bautizado Filippo. Religioso dominico en su juventud, tras abandonar los hábitos se buscó la vida como astrónomo, filósofo o mago. Alimentó un desprecio irredento a sus profesores, y en general a cualquiera que no aceptara sus propuestas. Calificaba de asnos a quienes no comulgaban con su ideología. Proponía que los sacerdotes debían casarse, la liquidación de las religiones porque sus dirigentes solo ansiaban el poder, la eliminación de cualquier imagen salvo el crucifijo, la negación de la transustanciación o que el diablo se salvaría. La doctrina católica era diana de sus menosprecios. Tras deambular por media Europa fue contratado por el veneciano Giovanni Mocenigo. Este quiso emplearlo más como mago que como maestro y quedó decepcionado por las pretensiones intelectuales de Giordano. Al poco le puso a los pies de la Inquisición. En enero de 1600, el papa Clemente VIII ordenó su entrega a las autoridades civiles. Murió en la hoguera sin retractarse el 17 de febrero de 1600. Algunos han querido ver en este hecho el calamitoso comportamiento de la Iglesia contra los avances científicos. Para muchos se trató más bien de la innecesaria condena de un presuntuoso que siglos después hubiera sido columnista de éxito por su negación de cualquier orden o creencia, siempre por supuesto que cobrara.
Ojalá, sin embargo, que todo esto no hubiera sucedido. Es