Expiró Pelagio II a causa de una peste favorecida también por las catástrofes naturales de finales de 589. El desbordamiento del Tíber había arrasado numerosos edificios, entre los que se contaban los graneros del Vaticano. El fallecimiento de animales desencadenó la epidemia, entre 589 y 590, la temible lues inguinaria que, cuando se escriben estas líneas, ha sido comparada al Covid-19, que ha arrasado, entre otras cosas, con la desproporcionada confianza en sus propias fuerzas de la humanidad en el arranque de la tercera década del tercer milenio. Devastado Bizancio, la lues inguinaria se desató sobre la ciudad de Roma. Muchos vieron un castigo divino por la corrupción. La descripción del propio Gregorio es gráficamente impactante: «Las ciudades están despobladas, los burgos atropellados, las iglesias incendiadas, los monasterios de hombres y mujeres destruidos, las propiedades vaciadas de sus ocupantes y la tierra abandonada, sin que nadie la cultive». Resonó en esas circunstancias y por aclamación su nombre como sucesor. La unanimidad del emperador Mauricio, el clero y el pueblo fue total. Tan poco le gustó la idea al auspiciado que, para la coronación, tras haberse escondido tuvo que ser conducido casi a la fuerza a San Pedro. El 3 de septiembre de 590 fue por fin consagrado. Así lo recoge el Martirologio Romano: «En Roma, la ordenación del incomparable hombre san Gregorio Magno para sumo pontífice, el cual, obligado a cargar con aquel peso, brilló desde el más sublime trono de la Tierra con los más refulgentes rayos de santidad». San Gregorio de Tours (538-594), cronista de aquellos sucesos, narra que, en un sermón en la iglesia de Santa Sabina, el papa instó a imitar a los contritos ninivitas: «Mirad a vuestro alrededor y ved la espada de la ira de Dios desenvainada sobre todo el pueblo. La muerte nos arrebata repentinamente del mundo sin concedernos un instante de tregua. ¡Cuántos en este mismo momento están en poder del mal a nuestro alrededor sin poder pensar siquiera en la penitencia!». A fin de aplacar la cólera divina ofició una letanía septiforme, procesión de la población romana dividida en siete. Partió de diversas iglesias encaminándose a la basílica vaticana entonando invocaciones. Este es el origen de las letanías mayores con las que imploramos que el Creador nos salve de adversidades. Los cortejos avanzaron, quienes podían descalzos, a paso lento y con la testa cubierta de ceniza.
Comentaría Gregorio I a sus allegados que no deseando ni temiendo nada de este mundo le pareció que se encontraba como en la cúspide de un alto monte y que el torbellino de la prueba le había derrumbado. Se sentía impulsado por la corriente de las urgentes decisiones y como batido por un tifón. Influían también en esta visión los graves dolores que sufría. «He perdido los goces de mi reposo», insistía. Y también: «Mi desventurada alma rememora lo que fue en el monasterio, cuando tenía debajo de sus pies todo lo mísero de este mundo, sin otros pensamientos que no fuesen los del Cielo. Mas ahora, a causa del cargo pastoral, me siento como batido por el olaje de la mar bravía y estrellarse mi navecilla, con la quilla podrida y cuarteada por la furia de la tempestad violenta, y al recordar mi vida anterior paréceme vislumbrar la ribera que queda detrás sin poder distinguir el puerto de donde salí».
Lombardos, bizantinos y herejes pugnaban contra la Iglesia. Los primeros admitirían la fe católica. Los patriarcas de Constantinopla, que se autodenominaban «obispo universal», cedieron en parte en sus pretensiones al ser informados de que el papa se calificó como servus servorum Dei, siervo de los siervos de Dios. Gregorio había anticipado: «No pretendo crecer en palabras, sino en virtud», con expresión empleada ya por san Agustín (354-430) y por Cesáreo de Arles (470-543). Una de sus primeras decisiones fue cortar por lo sano con el trapicheo en la concesión de prelaturas y otros nombramientos. Exilió de la urbe a los implicados en corruptelas que tanto deslustre suponían. Con un oportuno proceso de assesment los sustituyó por monjes piadosos.
Mediante indemnización millonaria logró que el rey Agilulfo retirase un ejército sitiador de la Ciudad Eterna y se centró en la expansión apostólica. Cuando visitaba un mercado romano le indicaron que unos esclavos eran anglos (ingleses). Él replicó que parecían más bien ángeles. Brotó allí su preocupación por el traslado de misioneros a las islas británicas. En el 596, sexto de su pontificado, envió a Agustín, prior de San Andrés del Monte Celio y futuro obispo de Canterbury, junto a cuarenta monjes del mismo monasterio hacia Inglaterra. No consiguieron en un primer momento cristianizar a Etelberto, rey de Kent, pero el que estuviese casado con una princesa católica contribuyó a su conversión. Recibió el bautismo el día de Pentecostés del 597. Es la fecha más relevante para la historia de la Iglesia católica desde el bautizo de Constantino. A partir de ese momento se multiplicarían las conversiones. El territorio quedó dividido en doce obispados en el sur, dependientes de Canterbury; otra docena reportaba a York en el norte. Se ha llegado a consignar, y no sin fundamento, que la historia de los benedictinos en Inglaterra es la historia de la Iglesia en esa isla. En paralelo espoleó el envío de predicadores tanto a Alemania como a la península itálica, sin olvidar Cerdeña. Dispuesto a consolidar la fe de quienes iban acercándose a la Iglesia, remitió a Recaredo, recién convertido, un Lignum Crucis, reliquia de la madera en la que fue crucificado Jesucristo.
El papa juzgaba inexcusable su independencia frente al poder político. Anhelaba autonomía financiera y geográfica. Promovió la puesta en marcha de lo que más adelante serían los Estados Pontificios. Además de las propiedades de Roma se incluyeron terrenos en Apulia, Calabria, Lucania, Campania, Capri, Gaeta, Córcega, Cerdeña o Sicilia. Aquellos campos, profesional y éticamente gestionados, generaban rentas para la Santa Sede. El papa consideró que era conveniente que los administradores de esas tierras fueran clérigos. Esperaba con esa decisión evitar que capataces laicos confundieran gestión con propiedad y pretendieran dejar las fincas en herencia a su prole. Desde Sicilia una flota acarreaba semestralmente aprovisionamientos de Sicilia el puerto de Ostia. El papa insistía en que «no tenemos riquezas propias nuestras, pero se nos ha confiado a nuestras manos el cuidado y la distribución del haber de los pobres».
Facilitó que los colonos de los predios pertenecientes a la Iglesia pudieran tomar estado, reguló los procesos de testamentaría, prohibió la confiscación de bienes en castigo de los delitos y defendió a los campesinos de las extorsiones de los arrendatarios. «Ya que nuestro Redentor y Criador se dignó tomar carne humana para restituirnos a la primitiva libertad con la gracia de su divinidad y después de hacer añicos los lazos que nos tenían atados a la servidumbre, cosa saludable es restituir, con el beneficio de la manumisión, a los hombres aquella libertad en la que en un principio fueron engendrados por la naturaleza y que por el derecho de gentes se cambió luego en esclavitud».
Consciente de la trascendencia del culto para elevar los espíritus a lo intangible, promovió lo que conocemos en su honor como canto gregoriano, que desde entonces ha dado relumbre a la liturgia. Se implicó en la producción de textos como Moralia, Diálogos, Sacramentario, Antifonario, a la vez que atendía abundante correspondencia. Recordó que nadie tiene seguridad de su salvación eterna y que la lucha ascética es esencial. En su manual Liber regula pastoralis explica cómo ha de gobernar un patriarca católico. Las cuatro partes del libro se dedican a los requisitos de un candidato, el estilo de vida, la discreción y preparación para predicar y la humildad para servir. Recuerda que «el verdadero pastor de las almas es puro en sus pensamientos, inmaculado en su obrar, prudente en el silencio, útil en la palabra; se acerca a todos con caridad y con entrañas de compasión gracias a su trato con Dios. Con humildad se asocia a aquellos que hacen el bien, pero se yergue con celo de justicia contra los vicios de los pecadores; en las ocupaciones exteriores no descuida la solicitud por las cosas del espíritu, pero no abandona el cuidado de los asuntos externos». Incide en que no se consideren dueños, sino padres, y que comprendan las debilidades de los demás. Para lograrlo, recomienda seguir las indicaciones con las que se surtía a los sacerdotes levitas en el Antiguo Testamento en lo referido a la superación de las imperfecciones, sin pusilanimidad ni jactancia, porque el dirigente está convocado a lo que él denomina «el arte de las artes».
El pastor debe callar cuando sea preciso, pero también terciar con valentía. «Es preciso mezclar la dulzura