Aquel día, Carlene llevaba tacones y no dudó en clavarle uno en la bota con todas sus fuerzas. Él lanzó un gruñido y retrocedió a trompicones. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, ella cerró un puño y lo golpeó justo debajo de las costillas, tal y como le había enseñado el profesor de defensa personal en Texas.
Mientras Lonny se retorcía de dolor y soltaba una catarata de insultos, Carlene se irguió con su metro sesenta y cuatro y dijo:
–No soy la nena de nadie, y menos la tuya. ¿Te ha quedado claro?
Él levantó la cabeza sin dejar de cubrirse el estómago con los brazos.
–Sí.
–Puede que no tenga edad para ser tu madre, pero soy demasiado mayor para ti. Y ni siquiera puedo ser tu amiga, porque no me fío de los idiotas a los que no se les ocurre nada mejor que acosar a una compañera en horas de trabajo.
Él se la quedó mirando sin decir nada.
–Trabajamos para la misma persona y espero que me trates con el mismo respeto que a los demás –continuó Carlene–. ¿Entendido?
Lonny se enderezó, aunque siguió respirando con dificultad.
–Entendido, pero no sabes lo que te pierdes.
Ella le permitió el desliz, porque sabía que lo había herido en su orgullo. Sólo le quedaba una cosa por decir.
–En cuanto a si mi cuerpo tiene algo que ver con lo bien que me lo puedo pasar, te diré que tengo las mismas partes que cualquier mujer. La diversión, en especial la que parece que buscas, es un estado mental, no físico.
Él asintió y se escabulló de la cocina sin hacer más comentarios.
Win llegó justo cuando se estaba yendo.
–¿Te has olvidado de lo que hablamos esta mañana? –le preguntó.
Lonny sacudió la cabeza.
–Tenía que hablar de una cosa con Carlene.
–¿Algo que yo tenga que saber?
El chico se puso colorado.
–No, jefe. Nada importante.
Win miró a Carlene.
–¿Es verdad?
Ella asintió.
–Definitivamente, no era nada importante.
Lonny corrió hacia la cuadra antes de que su jefe pudiera hacer más preguntas.
–Voy al pueblo a comprar algunas cosas –anunció Win–. ¿Quieres venir y hacer la compra?
Carlene se tomó más tiempo del necesario para contestar. Necesitaba comprar cosas, pero no quería ir al pueblo con Win. Hacía lo imposible por evitarlos a él y a la intensidad que sentía cuando lo tenía cerca. Y después de lo que había pasado con Lonny no quería más situaciones incómodas con machos de la especie.
–No me había dado cuenta de que era una pregunta tan difícil –dijo Win con un gesto burlón.
Ella frunció el ceño. Tenía la impresión de que él sabía muy bien por qué vacilaba. Inexplicablemente, aquello la hirió en su orgullo.
–Sí, estaría bien ir de compras –contestó–. Espera que busque el bolso.
–No lo necesitas. Yo pagaré las cosas.
–¿No sabes que las mujeres nos sentimos desnudas sin el bolso?
A Win le brillaron los ojos, y Carlene se puso tensa esperando una respuesta locuaz. Sin embargo, él se limitó a decir que alguna vez su hermana se lo había comentado un par de veces y la llevó al coche.
–No sabía que tuvieras una hermana –dijo ella–. ¿Vive por aquí?
–No. Vive con su marido en Portland.
Carlene ocupó el asiento del acompañante de la furgoneta de Win y se puso el cinturón de seguridad.
–¿Y cómo se llama?
Si Win pensaba que era una entrometida, no dijo nada. Puso el motor en marcha y avanzó hacia la autopista.
–Leah Branson. Su marido dirige Branson Consulting, en las afueras de Portland. Puede que hayas oído hablar de esa empresa. Sale en los periódicos de vez en cuando.
–Me temo que no.
–Supongo que no te interesa mucho la sección de Economía del periódico.
–A decir verdad, no –dijo ella, molesta por su tono condescendiente–. Me gusta leer noticias de interés social, no artículos aburridos sobre el estado de la economía.
También le gustaba la narrativa popular. En la universidad se habían burlado de ella por sus gustos literarios, pero se negaba a avenirse a las ideas ajenas sobre lo que debía leer o no una especialista en literatura francesa.
Se dio cuenta de que otra vez se estaba ofendiendo porque sí y suspiró.
–Lo siento. No pretendía ponerme a la defensiva.
–Y yo no pretendía ofenderte, cariño.
Carlene se preguntó por qué no le molestaba que Win la llamara «cariño» y le crispaba tanto que Lonny la llamara «nena».
–No me has ofendido, pero que no me interese la sección de Economía del periódico no significa que sea tonta.
Él apartó la vista de la carretera unos segundos para mirarla a los ojos.
–¿Eso ocurre con frecuencia?
–¿A qué te refieres?
–A que la gente piense que eres tonta.
–¿Porque no leo los informes bursátiles?
–No. Por tu aspecto.
–La gente da por sentadas muchas cosas por el aspecto que tengo. Supongo que es una suerte que no sea rubia, porque no quiero imaginar lo que dirían de mi inteligencia.
–¿Por eso te fuiste de Texas? –preguntó él con el ceño fruncido–. ¿Te juzgaban mucho por tu aspecto?
La sensibilidad de Win le impresionó tanto que tardó en contestar. No sabía cuánto quería contarle y optó por ser críptica.
–Es una manera de decirlo –contestó.
–Preferiría que me lo explicaras con tus palabras.
–No me gusta hablar del pasado.
–De acuerdo.
La rápida aceptación de Win debería haberla tranquilizado, pero tenía la impresión de que sólo estaba ganando tiempo. Estaba prácticamente segura de que volvería a insistir con el tema y se apresuró a hablar de otra cosa.
–Cuéntame más de tu hermana –dijo.
A él se le suavizó la expresión.
–Tiene cinco años menos que yo y dos niños adorables.
–¿Y tus padres dónde están?
Win tensó los dedos en el volante.
–No sé donde estarán su padre ni el mío. Mi madre se mudaba después de los divorcios, y perdimos el contacto. Tampoco es que defendieran mucho su derecho a visitarnos.
–¿Y tu madre?
–Murió en un accidente de avión hace doce años.
–¿Quién crió a tu hermana?
–Yo.
–Debió de ser muy duro perder a tu madre y tener que asumir de inmediato la responsabilidad de criar a una hermana adolescente.
–Estaba acostumbrado a cuidar de Leah –afirmó él–. Mi madre estaba