Los pollos más mayores ya son desconfiados y, cuando nos ven, salen corriendo. Esta huida a veces es dramática para ellos, pues he visto a alguno despeñarse mientras escapaba si todavía no sabía volar. Aquí es importante decir que las gaviotas no son en absoluto una especie protegida, sino más bien lo contrario: en los últimos años, su superpoblación ha hecho que empiecen a anidar en la ciudad de Santander, y el ayuntamiento dedica recursos para reducir su población. Estos polluelos alcanzan el tamaño de una gallina pequeña y ya son un poco guarretes, pues cuando los coges (a veces tras una divertida persecución, porque como todavía no saben volar solo corren por el suelo) se cagan encima o te regurgitan lo último que han comido, supongo que por el miedo. Además, se tiran a picar con su pico negro, aunque realmente no tienen fuerza para hacer daño. Pero los niños pequeños se asustan con ellos y no tienen el encanto de los recién salidos del cascarón. Por lo tanto, a estos los pequeños los “estudian” de lejos. Resulta interesantísimo contemplar cómo aprenden a volar. Se sitúan al borde del acantilado y, después de pensárselo mucho, acaban por tirarse al aire por las bravas. No sé de qué depende, pero unos remontan el vuelo a la primera mientras otros caen en picado. Los que caen, a veces lo hacen en plena roca y se matan o quedan con brechas en la cabeza, que supongo sean mortales a medio plazo. De hecho, lo más desagradable del desembarco para los niños son los cadáveres de polluelos de este tamaño que te encuentras por toda la isla en diferentes estados de descomposición (y ese es otro argumento para desembarcar calzados). Otros caen en picado al mar. Y nuevamente aquí hay un fenómeno diferencial de lo más curioso. Unos flotan con naturalidad, sus plumas están bien impermeabilizadas, y despacito se acercan a las rocas o a la misma escalinata por la que hemos desembarcado nosotros, y poco a poco van subiendo los escalones hasta encontrar su punto de partida en la colonia. Pero hay otros polluelos que, seguramente por un defecto en la grasa que debe impermeabilizar sus plumas, o quizás por haber querido aprender a volar cuando aún les faltaba esta protección natural, “se calan” hasta los huesos. Su cuerpo se carga de agua y, al nadar, se distingue perfectamente que su línea de flotación está muy alta, se mueven más torpemente que los otros y, si los coges, notas claramente que pesan mucho, por el agua que han acumulado. Si consiguen llegar a la orilla no tienen fuerza para sacar del agua un cuerpo tan pesado, y si te compadeces y los depositas en la escalinata, no consiguen saltar hacia arriba al siguiente escalón. Estos pollos mojados mueren siempre, y el mar está también lleno de sus cadáveres al principio del verano. Por cierto, a veces hemos visto cómo otras gaviotas adultas se los comían.
Finalmente, a mediados del verano los pollos son ya tan autónomos y autosuficientes que no hay manera de cogerlos ni de verlos de cerca. La colonia es ya de dos colores: los padres, con el típico plumaje blanco y el pico amarillo con una mancha roja, y los hijos, con el plumaje marrón y el pico negro, que conservarán hasta el año siguiente. Ya no se revolucionan cuando desembarcamos, pues todos los habitantes saben volar y no están indefensos en el nido, y una tranquilidad “relativa” vuelve a la isla. Así pues, el momento ideal para visitarla es en mayo y junio. Además de las gaviotas, en Mouro hay lagartijas y unos insectos de dorso rojo con manchas negras, que supongo son el alimento de las lagartijas.
Para los niños más aficionados a la naturaleza una experiencia preciosa es llevarse un cráneo de una de las gaviotas muertas. Metido en lejía durante unas horas, adquiere un color blanco y se desprende de toda su suciedad, mientras que el pico mantiene su color diferencial. La colección puede extenderse a cráneos de diferentes etapas del desarrollo del animal, donde puede verse desde el crecimiento del cráneo a la evolución del color del pico. Un día, un niño quiso ir más allá y apareció a bordo con una caja de cartón grande. Quería llevarse un pollito a casa. Eligió uno recién salido del cascarón, con toda su pelusa, y la experiencia fue encantadora para él y hasta sus padres le cogieron cariño. El pollito se portaba como los patos domésticos: comía de la mano del niño (por cierto, purés de pollo triturado) le seguía por la casa, y se dejaba acostar a dormir en la caja reservada. Le duró casi todo el verano. Sin embargo, otro día, a unas niñas les dejamos elegir entre coger un pollito o un huevo, y prefirieron el huevo para incubarlo en casa. Ya se estaban imaginando cómo lo calentarían, cómo alimentarían al pollito por el agujero de la cáscara antes de que la rompiera del todo, cómo lo secarían al nacer, etc. Pero de vuelta a puerto, el barco empezó a adquirir un olor apestoso. Buscando su origen, el olfato nos llevó exactamente al huevo. Os lo habéis imaginado bien, habían cogido un huevo echado a perder, el embrión había muerto y estaba podrido en su interior. Al aire libre, en la isla, no se notaba, pero en el espacio cerrado de la cabina del barco el olor lo delató. Naturalmente, acabó en el fondo del mar y las niñas prometieron que la próxima vez elegirían el pollito.
Aunque muy difíciles de ver, en la isla de Mouro anidan algunas parejas de paíño, el ave marina más pequeña de Europa pues apenas supera el tamaño de un gorrión, de color grisáceo y con una especie de verruga sobre el pico superior. Solo se acercan a la costa para anidar o para refugiarse de los temporales. Crían en grietas y agujeros de las rocas costeras en zonas prácticamente inaccesibles, al fondo de las cuales ponen un solo huevo de color blanco (son muy pocas las aves que ponen un solo huevo). En vuelo se identifican por el predominio del color negro en su plumaje, salvo una franja blanca en la parte inferior del ala y otra en la cola. En Cantabria también anidan en la isla de los Conejos (un islote inaccesible, frente a Suances) además de en la isla de Mouro, y en el País Vasco, en algunos islotes inaccesibles como el de Aketze cerca del cabo Matxitxako. La presencia de esta especie en una isla suele indicar ausencia de ratas en la misma. Aparte de su escasez, es de hábitos nocturnos, por lo que no es habitual que los veamos al desembarcar en Mouro, pero en ocasiones nos ha sorprendido ver algún pajarito revoloteando por los acantilados creyendo inicialmente que era un gorrión, y luego hemos comprobado que no (nunca vienen gorriones a Mouro, y si lo hacen no se meten por las grietas de las rocas). Por exclusión, hemos deducido que era un paiño, y aunque no tengamos conocimientos de ornitología, es emocionante saber que estás viendo un ave tan rara en nuestras costas. También de forma excepcional hemos visto anidamientos de distintas especies de patos, escapados del vecino parque público de Mataleñas, donde se crían en cautividad en un estanque.
Además de la propia isla de Mouro, a unos 90 metros al nordeste se encuentra una roca llamada la Corvera (43º 28´ 25´´ N; 003º 45´ 56´´ W), que es inaccesible a menos que el mar esté completamente en calma. El canal que la separa de Mouro no es navegable, pues unas rocas velan a pocos centímetros de la superficie. Pero es entretenido contemplarla desde los acantilados de Mouro, pues allí se concentran los “cormoranes grandes” (o “cuervos marinos”, tal vez de aquí le venga su nombre a esta roca) a secar sus alas. El “cormorán grande” es un pájaro más grande que las gaviotas, con plumaje negro y un típico cuello largo y retorcido con una zona blanca en la garganta. Hay otra especie, el “cormorán moñudo”, de menor tamaño, el único que se reproduce en Cantabria pero menos abundante en la bahía. El cormorán es la única ave acuática cuyas plumas no están impermeabilizadas con cera, y como pesca buceando (peces, moluscos, sepias, etc., que luego ingiere fuera del agua), vuelve de su caza mojado. Entonces debe secarse al aire y adopta una posición ridícula, con las alas separadas del cuerpo como si quisiera despegar y no pudiera, “secando los sobacos”. De hecho, si intenta remontar el vuelo mojado suele descender hasta tocar el agua con las patas, por culpa de su peso, y las mueve por la superficie como si estuviera corriendo por encima del mar. Es muy divertido contemplarlo.
Finalmente, buceando en la ensenada de Mouro es habitual ver multitud de animales en su hábitat, pues su entorno marino es una reserva natural desde 1986 y está prohibida la pesca. Se ven muchas conchas conocidas como “orejas de mar” por razones obvias de parecido con una oreja, especie que está en peligro de extinción pero que aquí aún se conserva. Y por cierto, me han contado que en la isla de Mouro hay una cueva con trazas de haber sido habitada en la prehistoria, cuando la isla estaba unida