Corazón: Diario de un niño. Edmondo De Amicis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edmondo De Amicis
Издательство: Bookwire
Серия: Clásicos
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789707322752
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a los niños por castigo. La maestra Delcati es joven y alta; viste bien; es morena y vivaz, y lo hace todo como movida por un resorte; se conmueve por cualquier cosa, y habla entonces con mucha ternura.

      —¿Pero al menos los niños la quieren? —le preguntó mi madre.

      —Mucho —respondió—; pero después, concluido el curso, la mayor parte ni me mira. Cuando están con los profesores casi se avergüenzan de haber estado conmigo, con una maestra. Después de dos años de cuidados, después de que se ha querido tanto a un niño, nos entristece separarnos de él; pero se dice una: “¡Oh! Desde ahora en adelante me querrá mucho”. Pero pasan las vacaciones, vuelven a la escuela, corremos a su encuentro. Y vuelve la cabeza a otro lado.

      Al decir esto, la maestra se detiene.

      —Pero tú no lo harás así, hermoso —dice después mirando fijamente a mi hermano y besándole—; tú no volverás la cabeza a otro lado, ¿no es verdad? ¿No renegarás de tu amiga?

      Mi madre

       Jueves 10,

      “¡En presencia de la maestra de tu hermano, faltaste el respeto a tu madre! ¡Que esto no suceda más, Enrique! Tu palabra irreverente se me ha clavado en el corazón como un dardo. Piensa en tu madre, cuando años atrás estaba inclinada toda la noche sobre tu cama, midiendo tu respiración, llorando lágrimas de angustia y apretando los dientes de terror, porque creía perderte y temía que le faltara la razón; y con este pensamiento experimentarás cierta especie de terror hacia ti. ¡Tú, ofender a tu madre, que daría un año de felicidad por quitarte una hora de dolor, que pediría una limosna por ti, que se dejaría matar por salvar tu vida! Oye, Enrique, fija bien en la mente este pensamiento. Considera que te esperan en la vida muchos días terribles; el más terrible de todos será el día en que pierdas a tu madre. Mil veces, Enrique, cuando ya seas hombre fuerte y probado en toda clase de contrariedades, tú la invocarás, oprimido tu corazón de un deseo inmenso de volver a oír su voz y de volver a sus brazos abiertos para arrojarte en ellos sollozando, como pobre niño sin protección y sin consuelo. ¡Cómo te acordarás entonces de todas las amarguras que le hayas causado, y con qué remordimiento, le contarás todas! No esperes tranquilidad en tu vida si has afligido a tu madre. Tú te arrepentirás, le pedirás perdón, venerarás su memoria inútilmente; la conciencia no te dejará vivir en paz.

      Aquella imagen dulce y buena tendrá siempre en ti una expresión de tristeza y reconvención que torturará tu alma. ¡Oh, Enrique, mucho cuidado! Este es el más sagrado de los afectos humanos. ¡Desgraciado del que lo profane! El asesino que respeta a su madre aún tiene algo de honrado y noble en su corazón; el mejor de los hombres que la hace sufrir o la ofende no es más que una miserable criatura. Que no salga nunca de tu boca una palabra dura para la que te ha dado el ser. Y si alguna se te escapa, no sea el temor a tu padre, sino un impulso del alma lo que te haga arrojarte a sus pies, suplicándole que con el beso del perdón borre de tu frente la mancha de la ingratitud. Yo te quiero, hijo mío; tú eres la esperanza más querida de mi vida, pero me has entristecido.”

      Tu padre.

       Mi compañero coreta

       Domingo 13.

      Mi padre me perdonó, pero me quedé un poco triste, y mi madre me mandó a dar un paseo con el hijo mayor del portero. A mitad del paseo, pasando junto a un carro parado delante de una tienda, oí que me llamaban por mi nombre y me volví. Era Coreta, mi compañero, con su chaqueta de punto color chocolate y su gorra de piel, sudando y alegre, tenía una carga de leña sobre sus hombros. Un hombre, de pie en el carro, le echaba una brazada de leña y él la recibía y la llevaba a la tienda de su padre, donde de prisa y corriendo la amontonaba.

      —¿Qué haces, Coreta? —le pregunté.

      —¿No lo ves? —respondió tendiendo los brazos para tomar la carga—; repaso la lección.

      Me reí. Pero él hablaba en serio, y después de tomar el atado de leña, empezó a decir corriendo:

      —Llámense accidentes del verbo... sus variaciones según el número... según el número y la persona... —Y después, echando la leña y amontonándola—: Según el tiempo... según el tiempo a que se refiere la acción... —y volviéndose al carro a tomar otra brazada—. Según el modo con que la acción se enuncia.

      Era nuestra lección de gramática para el día siguiente.

      —¿Qué quieres? —me dijo—; aprovecho el tiempo. Mi padre se ha ido a la calle con el muchacho para un negocio. Mi madre está enferma. Me toca a mí descargar. Entretanto, repaso gramática. Y hoy es una lección difícil. No acabo de metérmela en la cabeza. Mi padre me ha dicho que estará aquí a las siete para pagarle a usted —dijo después al hombre del carro.

      —Entra un momento en la tienda —me dijo Coreta.

      Entré. Era una habitación llena de montones de haces de leña, con una balanza a un lado.

      —Hoy es día de mucho trabajo, te lo aseguro —añadió Coreta—. Tengo que hacer mi obligación a ratos y como pueda. Estaba escribiendo los apuntes, y ha venido gente a comprar. Me he vuelto a poner a escribir, y llegó el carro. Esta mañana he ido ya dos veces al mercado de la leña, en la plaza de Venecia. Tengo las piernas que ya no las siento y las manos hinchadas. ¡Lo único que me falta es tener que hacer algún dibujo!

      Y mientras, barría las hojas secas y las pajillas que rodeaban el montón. —¿Pero dónde estudias Coreta? —le pregunté.

      —No aquí, ciertamente —respondió—; ven a verlo.

      Y me llevó a una habitación dentro de la tienda, que servía de cocina y de comedor, y en un lado una mesa en donde estaban los libros, los cuadernos y el trabajo empezado.

      —Precisamente aquí —dijo—. Y tomando la pluma se puso a escribir con su hermosa letra: “Con el cuero se hacen...”

      —¿No hay nadie? —se oyó gritar en aquel momento en la tienda.

      —¡Allá voy! —respondió Coreta. Y saltó de allí, pesó los haces, tomó el dinero, corrió a un lado para apuntar la venta en un cartapacio y volvió a su trabajo, diciendo:

      —A ver si puedo concluir la tarea...

      Y escribió: “las bolsas de viaje y las mochilas para los soldados”.

      —¡Ah, el café que se va...! —gritó de repente, y corrió a la hornilla a quitar la cafetera del fuego—. Es el café para mamá — dijo—; me ha sido preciso aprender a hacerlo. Espera un poco y se lo llevaremos; así te verá y tendrá mucho gusto... Hace siete días que está en la cama. ¡Accidentes del verbo! Siempre me quemo los dedos con esta cafetera. ¿Qué hay que añadir después de las mochilas de los soldados? Hace falta más, y no lo recuerdo. Ven a ver a mamá.

      Abrió la puerta y entramos en otro cuarto pequeño. La mamá de Coreta estaba en una cama grande, con un pañuelo en la cabeza.

      —Aquí está el café, madre —dijo Coreta alargando la taza—. Conmigo viene un compañero de escuela.

      —¡Cuánto me alegro! —me dijo la señora—. Viene a visitar a los enfermos, ¿no es verdad?

      Entretanto Coreta arreglaba la almohada detrás de la espalda de su madre. —¿Quiere usted algo, madre? —preguntó después tomando la taza—. Le he puesto dos cucharitas de azúcar. Cuando no haya nadie haré una escapada a la farmacia. La leña ya está descargada. A las cuatro pondré el puchero como lo ha dicho usted, y cuando pase la mujer de la manteca le daré sus ocho pesos. Todo se hará; no se preocupe usted por nada.

      —Gracias, hijo —respondió la señora—. ¡Pobre hijo mío! ¡Está en todo!

      Quiso que tomara un terrón de azúcar y después