La lluvia seguía cayendo mientras examinaba de nuevo la cubierta. No se podía hacer nada hasta que pasara la tormenta.
Permaneció unos momentos en la cubierta, mirando la casa mientras el agua le chorreaba por el rostro y se le filtraba por la ropa. Necesitaba sentir el frío y la humedad para sofocar las llamas que lo abrasaban desde que había visto a Lissa y que se habían avivado salvajemente al verla con la nariz hundida en su almohada.
Pero no bastaba con el viento y la lluvia para apagar las llamas. Necesitaba una mujer.
Y tendría que intentar conciliar el sueño a pocos metros de una mujer enloquecedoramente sexy y atractiva.
Capítulo Tres
Las veneras, maderos a la deriva y hojas de palmera cubrían la franja de arena dorada entre el bosque tropical y el mar. No había una sola nube en el cielo y el aire estaba impregnado de olor a vegetación y vida marina en descomposición. Un auténtico paraíso turístico.
Pero ni siquiera en sueños lo era. Porque el martilleo que le resonaba en la base del cráneo eran disparos enemigos.
Aquel día Blake había sido uno de los cinco buzos de salvamento en la playa. No iba a ser más que un ejercicio de entrenamiento rutinario… hasta que la selva explotó y el paraíso se convirtió en el infierno.
Expuestos y desprevenidos, devolvieron el fuego y echaron a correr. Pero el miembro más joven del equipo, Torque, se quedó paralizado, incapaz de reaccionar. Blake volvió sobre sus pasos esquivando las balas, agarró al muchacho y lo arrastró por la playa. Más disparos quemaron el aire y pasaron rozándole la cabeza. Torque soltó un último y agónico grito y se derrumbó contra Blake, haciéndole perder el equilibrio y caer contra las rocas. Y luego la oscuridad lo engulló todo…
* * *
Blake se despertó temblando, con la boca seca y el corazón golpeándole en las costillas. Estaba empapado de sudor y le dolía la cabeza. Le costó unos segundos recuperar el aliento.
Agarró los analgésicos de la mesilla y se los tragó sin agua. El médico se los había recetado al menos otra semana más, pero Blake se negaba a tomar somníferos a pesar de que no conseguía dormir más de un par de horas seguidas. Ojalá hubiera alguna poción mágica para eliminar las pesadillas…
Se incorporó y miró por la ventana. Aún no había amanecido y no quedaba ni rastro de la tormenta en el cielo tachonado de estrellas.
Incapaz de enfrentarse a más horrores nocturnos, se levantó y se puso unos pantalones cortos. Bajó al piso inferior, pasando junto al dormitorio donde Lissa debía de estar durmiendo plácidamente y sin pesadillas.
Se detuvo ante la puerta de cristal del salón y la abrió para que la brisa le refrescara el rostro. Casi podía oler la playa del sueño, las algas secas, la sangre recién derramada…
Oyó un ruido tras él y se giró con el puño levantado, siempre alerta.
Era Lissa. Tan frágil como una muñeca de porcelana, con los ojos muy abiertos y temblando de miedo.
Genial. Era la segunda vez que la asustaba en una noche. Se maldijo en voz baja y se giró de nuevo hacia la ventana.
–¿Qué haces aquí?
–He oído un gri… un ruido.
Blake oyó el susurro de unos pies descalzos acercándose a él y ahogó un gemido al imaginarse esos pies entrelazados con los suyos.
–¿Y tú qué haces aquí?
No respondió. Cerró los ojos y aspiró su fragancia, fresca y pura. Lissa no sabía nada de las atrocidades que se cometían fuera de su pequeño mundo. Y él quería que siguiera así, protegida y segura. A salvo de él.
–¿Estás bien? –le preguntó ella preocupada.
–Sí. Vuelve a la cama.
–Pero… –su pelo, sedoso y fragante, le rozó la barbilla al colocarse delante de él–. Me pareció haber oído… –le posó la mano en el brazo–. ¿Seguro que estás bien?
Él abrió los ojos y se encontró con los grandes ojos de Lissa y sus carnosos labios, al alcance de los suyos…
Apenas le llegaba al hombro. Era tan pequeña y delicada… Levantó las manos para sujetarla y mantenerla a distancia, y sintió como tensaba los brazos.
Le deslizó las manos hacia los hombros, acariciando con los pulgares la hendidura de la clavícula. Había olvidado lo suave que era el tacto de una mujer, tan diferente del suyo.
Las palpitaciones lo sacudieron por dentro. Sería muy fácil inclinarse y tomar posesión de aquella boca hasta olvidarse de todo. Salvo que él jamás olvidaría. Nunca podría ser el joven despreocupado al que ella recordaba. Los restos de la pesadilla seguían aferrados a él como una mortaja, contaminando la inocencia de Lissa. Bajó las manos y se apartó de su cautivadora mirada.
–Márchate, Lissa. No te quiero aquí.
Apenas la oyó alejarse, y cuando miró por encima del hombro, ya había desaparecido. Lo invadió una mezcla de alivio y amarga frustración. No quería ofenderla, pero no podía hacer otra cosa.
Lissa se pasó las dos horas siguientes dando vueltas en la cama, mientras la habitación se iba iluminando lentamente.
En cuanto el barco estuviera arreglado podría marcharse de aquella casa, lejos de él y de la tentación. Pero no del hecho de que Blake reclamaba la propiedad del barco… La solución de aquel problema, sin embargo, no dependía de ella, de modo que no tenía sentido darle más vueltas al asunto.
Apartó la sábana y se levantó. Abrió la ventana para escuchar el canto de los pájaros y sentir la humedad de la aurora. Apoyada en el alféizar, contempló las casas palaciegas a lo largo de la orilla, con sus lujosos veleros anclados en el río. Un helicóptero sobrevoló el vecindario y aterrizó en un helipuerto privado.
Oyó un chapoteo al otro lado del alto muro de cemento. Gilda Dimitriou, la vecina, con quien Lissa había hablado algunas veces, se estaba bañando en la piscina como cada mañana. Era un miembro de la alta sociedad muy conocida por sus obras benéficas. Su marido, Stefan, era un pez gordo de las finanzas y solían dar muchas fiestas en casa. Lissa debía de ser la única persona en cien kilómetros a la redonda sin una ocupación de prestigio y sin una abultada cuenta bancaria.
Nadie, ni siquiera su familia, conocía sus apuros económicos. Por algo se había pasado el último año y medio demostrando que podía arreglárselas sola en Mooloolaba.
Pero el negocio de diseño para el que trabajaba había tenido que cerrar por culpa de un contable inepto, y ella se había quedado sin más ingresos que los que obtenía por limpiar un par de oficinas tres horas a la semana.
Se dijo a sí misma que no era más que un pequeño bache en el camino y recogió la ropa que había llevado consigo. No quería ver a Blake hasta haberse duchado y arreglado un poco el pelo.
El cuarto de baño era tan grande como su barco, con azulejos blancos, grifos dorados y gruesas toallas de color azul que olían a suavizante. Acostumbrada al mísero goteo del barco, la presión del chorro era tan deliciosa que se pasó un buen rato bajo el agua, reflexionando sobre su situación. No había renunciado a la idea de montar su propio negocio. Necesitaba demostrar que era capaz, después de las fuertes discusiones con su hermano que la habían obligado a mudarse allí. Mooloolaba era una pequeña ciudad de ricos en Sunshine Coast, al sureste de Queensland. La mayoría de sus habitantes pagarían sumas desorbitadas por una simple redecoración de sus casas. Solo había que encontrarlos y convencerlos de que necesitaban sus servicios.
Había salido adelante trabajando como limpiadora mientras buscaba en los periódicos e internet el trabajo deseado, pero hasta el momento no había tenido suerte. Los ricos preferían contratar los servidos