Para poder tenerla cerca había que aguantar su ritmo, a como diera lugar. Bebía sin parar, sin parar. Y comía poquísimo, casi nada. Jugaba con la comida en el plato, la organizaba por colores, creaba secciones para distintos ingredientes, y luego se hartaba, tal vez cansada de jugar con los chícharos. No trastabillaba, no se caía… Sus energías iban bajando, poco a poco, hasta que se quedaba dormida o hasta que hablaba en un susurro, casi para sí misma, mientras los demás hacía ya rato que se encontraban sin posibilidades de responderle. Él había aprendido a no beber más que unas cuantas cervezas, un par de tequilas, si acaso un vaso de whisky. Poco. De esa forma podía estar pendiente de ella, de lo que hacía, sus movimientos, su lenta evolución hacia el sueño o la monomanía.
Milagros se giró para tenerlo de frente y le dijo:
—Estaba flaquísima, al final. Flaca de veras. Imagina este cuerpo sin veinte kilos o más. Algo así.
Cristóbal obvió que la gemela le repetía información de nueva cuenta; prefirió revisar su cuerpo del que no podía decir que fuera parco en carnes, aunque tampoco las tenía en exceso: bien puestas, eso sí, obligadas tal vez por ejercicio. Pero ahí estaba, un cuerpo firme y generoso. Almudena, entonces, se había vuelto un esqueleto.
—Es lo que les pasa a muchos alcohólicos. Salvo en la barriga, donde todo está hecho mierda, salvo ahí… Todo lo demás, un palo. Piensa en una calaca, Cristo. No la hubieras reconocido. Pensé que se iba a evaporar o que todos arderíamos con ella con los primeros fuegos del crematorio. Por eso me salí antes. Pero no, no pasó nada peor. Me hubiera enterado en el camino para acá.
Milagros parecía no asociarse en lo más mínimo a esa muerte, aunque por fuerza debía tocarla de una manera muy directa. Él también se paró, junto a ella. Cuando la sintió dar dos pasos, avanzó a su lado.
* * *
Las gemelas habían sido inducidas al mundo de la droga a los diecisiete años. Eran unas niñas. Un hombre, al que llamaban Gil aunque ése no era su nombre, las había seguido durante meses: las vio discutir, caminar juntas a la papelería, patinar o andar en bicicleta. Dos adolescentes con el cabello rubio, idénticas. Cristóbal no tenía muy claro cómo habían cedido a la invitación de Gil y, cuando pensaba en el tema, le parecía de una sordidez que no casaba con las mujeres a las que había tratado durante tanto tiempo. Sabía, sí, que Milagros se había enamorado de ese hombre moreno, compacto, de mirada hosca y metálica a la que él había visto apenas en un par de ocasiones. Cuando necesitaba algo, un favor muy grande, algo que ella no quería hacer, soltaba alguna que otra prenda íntima para que él o algún otro se sintiera más próximo y capaz de hacer sacrificios por ella, sin importar qué. Así fue que supo por qué estaba él mismo ahí. Su amigo —en un tiempo amante de las dos, después únicamente de Milagros— resultó un entrenador de excelencia. Ellas, con su particular belleza y la manera que tenían de relacionarse, directa y sin reparos, sin timidez, eran la entrada a un mundo al que ninguno de los conocidos del Gil, morenos, bajitos, sin educación, tendría acceso. Ellas podían pasar de la gente clasemediera a los ricos sin demasiadas trabas. Ahora, quedaba sólo una, vestida con ropa fina, con los ojos perdidos en el vacío que ofrecía la ventana de su departamento.
Cristóbal giró para ver el rostro de Milagros. Era nieta de refugiados españoles. Las hermanas llevaban el nombre de sus abuelas por algún pacto familiar hecho a su nacimiento, aunque decían, a quien acabara de conocerlas, que se llamaban así por vírgenes, santos y peticiones al Cielo bendito. Querían chocar un poco más con eso y los pequeños reyezuelos a los que les vendían droga a precios exorbitantes se compraban el paquete completo. Cristóbal se reía de ellos: las pensaban hijas de la pureza, pero les compraban cocaína y buscaban de vez en cuando llevárselas a la cama. Ése era un terreno que las gemelas habían vedado para los compradores ilustres. Eso no. Ni hombres ni mujeres. Llegaban a un punto de seducción perfecto, donde parecía que todo era posible, que eran amigos, que podía pasar, que había entre ellos intimidad. Y luego los dejaban con las ganas, les cambiaban la jugada. Eran especialistas.
Pensó en Almudena, en cómo lo había seducido para hacerlo un seguidor más fiel. Le regalaba apenas a veces gestos cariñosos, de vez en cuando algún momento de pasión y, ocasionalmente, retazos de una vida en común —o de su posibilidad. Ambas, entonces, habían sido una aspiración, no sólo Milagros.
* * *
—Pues bueno —dijo Milagros con la voz cargada de urgencia— ya me voy. Gracias por todo, Cristo.
—¿A dónde vas, Milagros? Quédate un rato más. Acá puedes estar tranquila. Yo guardo silencio. Te escucho, si quieres.
—Gracias. Un lindo, como siempre. Un adorado —esas palabras, en ese tono, eran un robo a las clases altas de las que, Cristóbal suponía, ella ya formaba parte.
—No, no. En serio. Lo digo por los viejos tiempos, por cuando nos conocimos, ¿te acuerdas? Yo me acuerdo de qué llevaban puesto ustedes, de qué llevaba puesto yo. Pantalón de mezclilla, chamarra…
—¿Mezclilla, tú?
Él sonrió ante el tono irónico, ¿sarcástico? No pensó en responderle porque se había invitado a sí mismo a ese recuerdo y estaba ya en él. En una tarde en la Colonia Condesa, bajo un cielo que amenazaba lluvia, en una fiesta improvisada un jueves cualquiera. Ellas dos llegaron invitadas por un invitado y se instalaron en el grupo con gracia y aplomo.
—Quédate, hombre —dijo él, empujándola con suavidad al sillón— aunque sea para reírte de mi ropa, de mi forma de vestir.
—Siempre útil, tu forma de vestir —dijo ella, sin oponer resistencia.
La sentó y se puso a su lado, con cuidado de no estorbarla o hacerla sentir inquieta y con ganas de irse nuevamente.
—Qué pasó con Almudena, dime.
—Pues que se murió, Cristo…
Él guardó silencio. Eso lo había aprendido de la propia Milagros. Esperaba callada que los demás llenaran el vacío. Solían hacerlo con sus propias cosas, sus intimidades y sus miedos. Eso le permitía manejarse con más habilidad, aprender algo de esa gente que quería comprarle distintas drogas. Con esas palabras, entendía si estaba frente a alguien que querría abusar, que deseaba morir, que buscaba disfrutar o experimentar. Eso era útil para su negocio.
Uno junto al otro escucharon el sonido de sus cuerpos crujir en el sillón de piel. Se movían con cuidado, para que los crujidos no fueran tremendos: no querían que sonaran a algún desahogo corporal. Ella juntó de nuevo las rodillas, muy apretadas una contra la otra y se giró para verlo a los ojos.
—Almudena fue adicta al alcohol casi desde siempre. Y yo adicta al sexo. Algo genético habremos traído, porque nuestros padres… Ni mi papá ni mi mamá son así, ¿me explico? Ahora mismo siguen sin entender qué pasó, cómo les pasó esto a ellos. No está en su mundo o en su capacidad. Éramos tan jóvenes cuando empezamos. Y Gil nos mantuvo siempre alejadas de la droga. Nos dio a probar, pero nos tuvo vigiladas. El alcohol no le parecía tan grave si sabíamos manejarlo. También eso nos enseñó.
Cristóbal asintió, como si todo lo que escuchaba fuera lógico y claro.
—¿Te acuerdas de los niños de Careyes? Eso fue grande. ¿Cuántos años fuimos allá, a pasar el fin del año? Tú menos. Pobre Cristo, eras morralla. Nosotras no. Y ellos, unos tarados. Ya hay dos o tres que tomaron la rienda de las empresas de su papá, otro que anda buscándole a la política y, para como son las cosas, será gobernador. ¿Te imaginas el horror? Eso va a ser una cosa pésima. ¿Y se acordarán de ti? Probablemente.
Él no se inmutó. Era su papel, por el momento. Callar, escuchar. Aceptar lo que le tocaba.
—Yo cuidé su manera de beber, Gil también. La