Me detengo en el verso que dice: “Yo miro, yo asisto”. Es un poema escrito en primera persona y sin embargo se abre a la vivencia humana. “Yo miro”, es el Yo del poeta, pero es también mi Yo pues me apropio de inmediato de esa acción primigenia que conozco tan bien. ¿Qué miro? El mundo. La poesía es el puente entre el Yo y el mundo. “Yo asisto”, dice el poeta y detiene el tiempo porque el verbo asistir involucra no sólo la mirada sino el cuerpo todo, y más allá del cuerpo, el ser. Yo asisto a un suceso, me quedo quieta, me dejo envolver por lo que pasa afuera, me entrego a esa visión. Las acacias estremecidas del poema son flores, son árboles, tienen colores blanco o amarillo, verde claro y oscuro, pero también son mi existencia, mi fragilidad ante la Noche inmensa, por eso escrita con mayúscula. Las acacias son también el instante en plenitud, el esplendor tan mínimo y tan denso de la vida, su finitud, su presencia efímera al igual que la mía. El poeta anima a las acacias, les pone alma, las dota de sentimientos humanos, siente piedad por ellas porque siente piedad por sí mismo y yo siento entonces piedad por mí que fui desposeída y “lanzada al abismo”, pequeña y vulnerable.
El diálogo del poeta con la Naturaleza avanza en dos sentidos contrapuestos: Para hablar de sí mismo, utiliza imágenes que provienen de la Naturaleza; para hablar de la Naturaleza, utiliza imágenes que provienen de otro campo semántico, particularmente del comportamiento humano. José Juan Tablada escribe el siguiente haikú:
¡Del verano, roja y fría
carcajada,
rebanada
de sandía!
El hombre anima a la Naturaleza, la dota de atributos humanos, le otorga carácter, temperamento, personalidad, emociones, sentimientos, pensamientos, habilidades, gestos, lenguaje, para que la Naturaleza hable y entonces podamos, por fin, entenderla.
A continuación, comparto dos poemas de mi autoría que dialogan con la Naturaleza. El primero es una prosa poética en la que las imágenes de los fenómenos naturales y sus acciones sirven para describir los estados anímicos humanos. El segundo es un poema dedicado a la luz, ese fenómeno natural al que he animado con cualidades humanas; en los dos textos hay tal entrelazamiento de los campos semánticos que ya no pueden existir el uno sin el otro.
Te preguntas por qué bautizan a los huracanes con nombres de personas: Gilberto, Paulina. Después recuerdas el día aquel, no muy lejano, en que arrasaste puerto conocido, rompiendo sus pequeñas embarcaciones, tirando sus refugios, deslavando sus ilusiones, sepultando sus sueños. Y cómo después, arrepentida, lloraste durante varios días, sin que nadie pudiera consolarte, toda tú convertida en tormenta tropical.
La luz
Viaja la luz por su centro disperso,
reconoce su alma de partícula,
su crepitar silente, inobservable,
su adentro de fotones confundidos.
Se desliza en mi hombro y en mi mano
con pundonor de hormiga,
desteje en amarillo los hilos de mi suéter,
todo lo abusa, luz, homóloga al poema,
su bullanga de miel lo lame y lo seduce.
Bufanda atrabancada
se escapa por debajo de la puerta,
engaña al piso con su aceite tibio,
finge ser aire y polvo sobre el aire,
dice venir del sol
y viene, es la verdad
del furioso aletear
de su propio bramido.
Hórreo de granos impalpables
gravita, carga, se abandona,
yace intensa en la superficie del acero
y encuentra la supremacía
en la copa de árbol incendiado.
Llaga vieja, pasión sobre las calles,
aliento al mediodía se multiplica,
vuelve todo llanura, invocación, espejo.
Danza de estrella
se pierde en la ciudad,
maraña clara o laberinto
esculpe las ventanas
con su barniz de agua.
Yo escucho su blasfemia,
su dentera de ser como la fuente,
de andar desordenada por los camellones,
escucho al aire y sé que es la luz
que da vuelta a la esquina con vehemencia.
Se jacta, viciosa y libertina
de la tarde y su atavío inútil,
tan pasado de moda, tan ruinoso,
de la estación del tren entre la sombra,
del barco que se queja,
del veredicto serio de las horas.
Tuerce, extravía, lesiona los minutos,
se prende emocionada
de la última teja,
rasguña los tinacos,
suplica y se rebela,
llama al reloj “añejo, vetusto, carcamal”.
La lluvia de la noche
laquea los edificios
pero ella se emancipa con una carcajada,
pinta su rostro
de anuncio luminoso,
se desmiembra en las casas
bajo pantallas tenues,
se cuela por los cuerpos,
los toca y acicala,
los esculpe en arena,
los derrumba.
Vuelve a su viaje interno,
a su sabiduría,
a su propio y circular oráculo.
Y yo que miro todo esto
no la veo.
En un sentido o en otro, nuestro diálogo con la Naturaleza muestra el profundo sentido de desprotección, la orfandad que nos caracteriza como especie consciente de su irrevocable destino y la rendición necesaria ante las leyes cósmicas que nos incluyen, o bien, el denodado esfuerzo de negarlo. El arte en general, y la poesía como una de sus manifestaciones, son la expresión más legible de esa lucha pasional, el lugar común que todos habitamos.
CAPÍTULO 2
Literatura: fértil vientre contra el ecocidio y el olvido
Javier Reyes Ruiz
El estallido de la actual crisis civilizatoria ha provocado que perdiéramos, especialmente a partir del siglo xx, la confianza en el destino. “El navío Tierra navega entre la noche y las tinieblas”, dice Edgar Morin (1999). En el contexto de un indispensable cambio de época, requerimos recuperar el sentido de la utopía (en cuya esencia está la convicción de que es necesario construir un mundo distinto), no sólo para reconectarnos con los sueños colectivos, sino para retomar lo que hemos ido perdiendo en las últimas décadas: razón y rumbo. Es posible prever que las utopías del siglo xxi estarán marcadas por la insurrección de la espiritualidad y las emociones, no para arrinconar a la razón, sino para ponerla en equilibrio. Y a diferencia de siglos pasados, frente