Y es que tal vez sea ésa la verdadera cronología de estos textos, más allá de los ciclos del calendario: se trataría, para Colette, de encontrar en esas cuatro estaciones la tensión entre la forma natural y la forma artificial. De esta manera, no es extraño que el ciclo anual vaya efectuando una especie de transformación en las estaciones de modo tal que el año no termina ni empieza con la nieve –aunque ésta juegue un papel importante en la distribución de los cuerpos, en la contingencia–, así como tampoco es el calor el que lo divide en dos, sino que son los objetos –regalos, joyas, vestidos– los que le dan un ritmo a la secuencia de las jornadas, exactamente como sucede hoy día. Cuatro estaciones, entonces, entendidas como los diversos estadios por los que van pasando las mercancías –sobre todo, la mercancía fuerza de trabajo– durante el año. No obstante, si hay acaso en Colette un rescate del mundo, éste se efectúa precisamente para derribar al mundo cotidiano, ese mundo que ha ganado, o así lo parece, por encima de todos los mundos posibles. Este rescate del mundo es una operación evidentemente estética, pues más que una serie de opiniones, a Colette le interesa ensayar una serie de escenas, paisajes, personas, objetos incluso, para observar en ellos los detalles luminosos, los claroscuros, las pequeñas alteraciones imperceptibles a los ojos del hombre y la mujer cotidiana. Por ello, tratar de encuadrar estos ensayos en un solo género sería tan aberrante como tratar de definir los límites de la propia memoria, de las palabras con las que la recorremos. Los recursos literarios de Colette no están determinados por exigencias instrumentalizadas, operativas, propias de un género: la reflexión, como en Pascal y Montaigne, se deja fluir y, de ese modo, hace fluir una serie de imágenes que son más un espectro del mundo que la base sobre la que se podrían acaso desarrollar algunos postulados lógico-sintácticos. Colette, como lo decíamos arriba, evita la metáfora, el significante que reúna en sí todas las cualidades de su reflexión, que la pueda acaso contener de manera absoluta –quizás, aunque esto habría que estudiarlo a fondo, en respuesta a Proust y su magdalena–; por el contrario, despliega una serie de momentos que podemos identificar con el acontecimiento tal como lo entiende Badiou, a saber, como el desvío inusitado dentro de una situación que parece fija y que, gracias a dicho desvío, se muestra siempre cambiante, siempre en movimiento.11
Los ensayos de Colette son accidentes literarios. Contra el ensayo endogámico –ora por sus temas, ora por su forma–, Colette escribe un texto que, en apariencia, es apenas un conjunto, una serie aleatoria de impresiones banales para que el (tras)fondo surja de manera casi imperceptible. Y vaya (tras)fondo, vaya contexto: la modernidad misma desplegando sus máquinas de guerra, sus aparatos de control, lo cual explica la fascinación de los posestructuralistas por la obra de Colette pero, asimismo, hace accesible a cualquier lector interesado en conocerla –siendo este libro, quizá, su primer acercamiento a ella– una obra que anunciaba ya las transformaciones que hemos presenciado y que estamos presenciando, directa o indirectamente, en torno al lugar de la mujer en la literatura, en el pensamiento, en el mundo.
Alfredo Lèal
1 Julia Kristeva, Le génie féminin. La vie, la folie, les mots. III. Colette, “II. Une vie ou une œuvre ?”, París, Gallimard, 2002, p. 46 (la traducción de éste y todos los textos cuya referencia sea directamente al texto en francés es mía).
2 Cfr. Kristeva, ibid., pp. 46-47.
3 Simone de Beauvoir subrayará esta especie de maternidad imposible específicamente entre una madre y su hija con base en el ejemplo de Colette, en su relación con Sido, la madre, y Bel-Gazu, la hija. “La niña [a diferencia del niño] se ve más completamente entregada a la madre; las pretensiones de ésta se acrecientan. Las relaciones entre ambas revisten un carácter mucho más dramático. En una niña, la madre no saluda a un miembro de la casta elegida; busca en ella su doble. Proyecta en la niña toda la ambigüedad de su relación propia, y, cuando se afirma la disimilitud de ese alter ego, se siente traicionada. […] Hay mujeres lo bastante satisfechas de su vida para desear reencarnarse en una hija o, al menos, para acogerla sin decepción: querrían dar a su hija las mismas oportunidades que han tenido ellas, y también las que no han tenido, y harán que su juventud sea dichosa. Colette ha trazado el retrato de una de esas madres equilibradas y generosas: Sido mima a su hija en su libertad; la colma sin exigirle nada jamás, porque extrae su dicha de su propio corazón. Pudiera ser que, al dedicarse por entero a ese doble en el que se reconoce y supera, la madre termine por enajenarse totalmente en ella; renuncia a su yo; su única preocupación es la felicidad de su hija; se mostrará hasta egoísta y dura con respecto al resto del mundo; el peligro que la amenaza es el de hacerse importuna para aquella a quien adora […]; la hija, de mal humor, procurará librarse de una dedicación tiránica; con frecuencia tiene escaso éxito y, durante toda su vida, sigue mostrándose infantil y tímida ante sus responsabilidades, porque ha sido ‘incubada’ en exceso”. Simone de Beauvoir, “La madre”, en El segundo sexo, traducción de Juan García Puente, México, DeBolsillo, 2016, pp. 503-504. Según la lectura de Beauvoir, la maternidad de Colette estaría decretada de antemano por su relación con Sido, haciendo imposible para la escritora repetir ese gesto de completa enajenación hacia su propia hija, Bel-Gazu.
4 Kristeva, op. cit., p. 85.
5 “La ‘forma natural’ del proceso de reproducción social consiste en una actualización peculiar de su estructura general. A su vez, esta estructura es, en sus rasgos más elementales, similar a la estructura del proceso de reproducción de la materia viviente del organismo vivo. Considerado en un nivel primario, el comportamiento del ser humano es igual al comportamiento del animal, en tanto que como ser vivo ha actualizado de manera más compleja las posibilidades del comportamiento material que llamamos ‘vida’”. Bolívar Echeverría, “El ‘valor de uso’: ontología y semiótica”, en Valor de uso y utopía, México, Siglo XXI, 2017, pp. 160-161.
6 Sobre la posibilidad de una Colette marxista, empero, dice Kristeva: “El que dice ‘ganar’ dice ‘dinero’. ¿Colette, cupido? Eso se ha escrito varias veces. Puede ser. Pero hay en ella también un aire balzaciano, algunos dirían… marxista: la experiencia depende de la existencia, la cual es fundamentalmente económica. De esta angustia financiera permanente resulta una falla gramatical –a menos que sea un empleo popular o un retruécano rabioso: ‘Es duro ganarla, el dinero’. ¿‘Él’ o ‘ella’? ¿La vida? Sería, a fin de cuentas, lo mismo. Tal vez sea la misma cosa: ‘Es dura… el dinero’” (Kristeva, op. cit., p. 86).
7 Nelly Richard, “Feminismo, experiencia y representación”, en Revista Iberoamericana, vol. lxii, núm. 176-177, julio-diciembre de 1996, p. 741.
8 Kristeva, op. cit., p. 83.
9 A este respecto, es importante, fundamental acaso, tener en cuentala relación entre el concepto de modernidad en Colette y París, lugar moderno, lugar modernizado y modernizante, y entender dicha relación en su dimensión histórico-dialéctica. Dice De Certeau: “La articulación de la historia sobre un lugar es para el análisis de la sociedad su condición de posibilidad. Sabemos de antemano que, en el marxismo y en el freudismo, no hay un análisis que no dependa igualmente de la situación