SÓCRATES. —Por lo menos no podemos quejarnos de que no estéis dispuestos a deliberar con nosotros y a resolver la cuestión.
LISÍMACO. —A nosotros toca ahora hablar, Sócrates, y me expreso así, porque te cuento a ti como uno de nosotros mismos. Examina en mi lugar, y te conjuro a ello por amor a estos jóvenes, qué es lo que podemos exigir de Nicias y Laques, y delibera con ellos explicándoles lo que tú piensas; porque respecto a mí, me falta la memoria a causa de mis muchos años, olvido la mayor parte de las preguntas que quería hacer, y no me acuerdo de mucho de lo que se dice, sobre todo cuando la cuestión principal se ve interrumpida y cortada por nuevos incidentes. Discutid entre vosotros el negocio de que se trata, os escucharé con Melesías y después haremos lo que creáis que deba hacerse.
SÓCRATES. —Nicias y Laques, es preciso examinar la cuestión que hemos propuesto, a saber: si hemos tenido maestros en este arte de enseñar la virtud, o si hemos formado algunos discípulos, y si los hemos hecho mejores de lo que eran; pero me parece que hay un medio más corto que nos llevará directamente a lo que buscamos, y que penetra más en el fondo del debate. Porque si conociésemos que una cosa cualquiera, comunicada a alguno, le podía hacer mejor, y si con esto adquiriésemos el secreto de comunicársela, es claro que debemos por lo menos conocer esta cosa, puesto que podemos indicar los medios más seguros y más fáciles de adquirirla. Quizá no entendéis lo que os digo, pero un ejemplo os lo hará patente. Si sabemos con certeza que los ojos se hacen mejores comunicándoles la vista y podemos comunicársela, es claro que conoceremos lo que es la vista y sabremos lo que debe hacerse para procurarla; en lugar de lo cual, si no sabemos lo que es la vista o el oído, en vano intentaremos ser buenos médicos para los ojos y para los oídos, ni dar buenos consejos sobre el medio mejor de oír y de ver.
LISÍMACO. —Dices verdad, Sócrates.
SÓCRATES. —Nuestros dos amigos ¿no nos han llamado aquí, Laques, para deliberar con nosotros, acerca de qué manera se podrá hacer nacer la virtud en el alma de sus hijos y hacerles mejores?
LAQUES: —Eso es.
SÓCRATES. —Es preciso ante todo, que sepamos lo que es la virtud; porque si la ignoramos ¿seremos capaces de dar consejos sobre los medios de adquirirla?
LAQUES: —De ninguna manera, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Supondremos, Laques, que sabemos lo que es?
LAQUES: —Lo suponemos.
SÓCRATES. —Pero cuando sabemos lo que es una cosa, ¿no podemos decirla?
LAQUES: —¿Cómo no hemos de poder?
SÓCRATES. —Pero, Laques, no examinemos ahora lo que es la virtud en general, porque sería una discusión demasiado larga; contentémonos con examinar si tenemos todos los datos para conocer bien algunas de sus partes; el examen será más fácil y más corto.
LAQUES: —Así lo quiero yo, Sócrates, puesto que es esa tu opinión.
SÓCRATES. —¿Pero qué parte de la virtud escogeremos? Sin duda la que parece ser el único objeto de la esgrima, porque el común de las gentes cree que este arte conduce directamente al valor.
LAQUES: —Así lo cree en efecto.
SÓCRATES. —Tratemos por lo pronto, Laques, de definir con exactitud lo que es el valor; después examinaremos los medios de comunicarle a estos jóvenes, en cuanto sea posible, ya sea por el hábito, ya por el estudio. Di, pues, qué es el valor.
LAQUES: —En verdad, Sócrates, me preguntas una cosa que no ofrece dificultad. El hombre que guarda su puesto en una batalla, que no huye, que rechaza al enemigo; he aquí un hombre valiente.
SÓCRATES. —Muy bien, Laques, pero quizá por haberme explicado mal, has respondido a una cosa distinta de la que yo te pregunté.
LAQUES: —¿Cómo, Sócrates?
SÓCRATES. —Voy a decírtelo, si puedo. Un hombre valiente es, en tu opinión, el que guarda bien su puesto en el ejército y combate al enemigo.
LAQUES: —Es lo mismo que yo digo.
SÓCRATES. —También lo digo yo, pero ¿el que combate al enemigo huyendo, y no guardando su puesto…?
LAQUES: —¿Cómo huyendo?
SÓCRATES. —Sí, huyendo como los escitas, por ejemplo, que no combaten menos huyendo que atacando; y como Homero lo dice, en cierto pasaje, de los caballos de Eneas, que se dirigían a uno y otro lado, hábiles en huir y atacar.[4]
¡Ah! ¿No supone en Eneas mismo esta ciencia de apelar a la fuga con intención, puesto que le llama sabio en huir?
LAQUES: —Eso es muy bueno, Sócrates, porque Homero habla de los carros de guerra en este pasaje; y en cuanto a lo que dices de los escitas, se trata de tropas de caballería que se baten de esa manera, pero nuestra infantería griega combate como yo digo.
SÓCRATES. —Exceptuarás quizá a los lacedemonios, porque he oído decir que en la batalla de Platea, cuando atacaron a los persas, que formaban un muro con sus broqueles, creyeron que no les convenía mantenerse firmes en su puesto, y emprendieron la fuga; y cuando las filas de los persas se rompieron por perseguir a los lacedemonios, volvieron éstos la cara como la caballería, y por medio de esta maniobra estratégica consiguieron la victoria.
LAQUES: —Es cierto.
SÓCRATES. —He aquí por qué te decía antes que había sido yo causa de que no hubieses respondido bien, porque yo te había interrogado mal, puesto que quería saber de ti lo que es un hombre valiente, no solo en la infantería, sino también en la caballería y demás especies de armas; y no solo un hombre valiente en todo lo relativo a la guerra, sino también en los peligros de la mar, en las enfermedades, en la pobreza y en el manejo de los negocios públicos; y lo mismo un hombre valiente en medio de los disgustos, las tristezas, los temores, los deseos y los placeres; un hombre valiente, que sepa combatir sus pasiones, sea resistiéndolas a pie firme, sea huyendo de ellas, porque el valor, Laques, se extiende a todas estas cosas.
LAQUES: —Eso es cierto, Sócrates.
SÓCRATES. —Todos estos hombres son valientes. Los unos prueban su valor contra los placeres, los otros contra las tristezas, estos contra los deseos, aquellos