Sin embargo, responde aún, y dinos cómo corrompo a los jóvenes. ¿Es, según tu denuncia, enseñándoles a no reconocer los dioses que reconoce la patria, y enseñándoles además a rendir culto, bajo el nombre de demonios, a otras divinidades? ¿No es esto lo que dices?
MÉLETO. —Sí, es lo mismo.
SÓCRATES. —Méleto, en nombre de esos mismos dioses de que ahora se trata, explícate de una manera un poco más clara, por mí y por estos jueces, porque no acabo de comprender, si me acusas de enseñar que hay muchos dioses, (y en este caso, si creo que hay dioses, no soy ateo, y falta la materia para que sea yo culpable) o si estos dioses no son del Estado. ¿Es esto de lo que me acusas? ¿O bien me acusas de que no admito ningún dios, y que enseño a los demás a que no reconozcan a ninguno?
MÉLETO. —Te acuso de no reconocer a ningún dios.
SÓCRATES. —¡Oh, maravilloso Méleto!, ¿por qué dices eso? Qué, ¿yo no creo como los demás hombres que el sol y la luna son, dioses?
MÉLETO. —No, ¡por Zeus!, atenienses, no lo cree, porque dice que el sol es una piedra y la luna una tierra.
SÓCRATES. —¿Pero tú acusas a Anaxágoras,[12] mi querido Méleto? Desprecias a los jueces, porque los crees harto ignorantes, puesto que te imaginas que no saben que los libros de Anaxágoras de Clazomenes están llenos de aserciones de esta especie. Por lo demás, ¿qué necesidad tendrían los jóvenes de aprender de mí cosas que podían ir a oír todos los días a la Orquesta, por un dracma a lo más? ¡Magnífica ocasión se les presentaba para burlarse de Sócrates, si Sócrates se atribuyese doctrinas que no son suyas y tan extrañas y absurdas por otra parte! Pero dime en nombre de Zeus, ¿pretendes que yo no reconozco ningún dios?
MÉLETO. —Sí, ¡por Zeus!, tú no reconoces ninguno.
SÓCRATES. —Dices, Méleto, cosas increíbles, ni estás tampoco de acuerdo contigo mismo. A mi entender parece, atenienses, que Méleto es un insolente, que no ha intentado esta acusación sino para insultarme, con toda la audacia de un imberbe, porque justamente solo ha venido aquí para tentarme y proponerme un enigma, diciéndose a sí mismo: —Veamos, si Sócrates, este hombre que pasa por tan sabio, reconoce que me burlo y que digo cosas que se contradicen, o si consigo engañar, no solo a él, sino a todos los presentes. Efectivamente se contradice en su acusación, porque es como si dijera: —Sócrates es culpable en cuanto a que no reconoce dioses y en cuanto a que los reconoce. —¿Y no es esto burlarse? Así lo juzgo yo. Seguidme, pues, atenienses, os lo suplico, y como os dije al principio, no os irritéis contra mí, si os hablo a mi manera ordinaria.
Respóndeme, Méleto. ¿Hay alguno en el mundo que crea que hay cosas humanas y que no hay hombres? Jueces, mandad que responda, y que no haga tanto ruido. ¿Hay quién crea que hay reglas para enseñar a los caballos, y que no hay caballos? ¿Que hay tocadores de flauta, y que no hay aires de flauta? No hay nadie, excelente Méleto. Yo responderé por ti si no quieres responder. Pero dime: ¿hay alguno que crea en cosas propias de los demonios, y que, sin embargo, crea que no hay demonios?
MÉLETO. —No, sin duda.
SÓCRATES. —¡Qué trabajo ha costado arrancarte esta confesión! Al cabo respondes, pero es preciso que los jueces te fuercen a ello. ¿Dices que reconozco y enseño cosas propias de los demonios? Ya sean viejas o nuevas, siempre es cierto por tu voto propio, que yo creo en cosas tocantes a los demonios, y así lo has jurado en tu acusación. Si creo en cosas demoníacas, necesariamente creo en los demonios, ¿no es así? Sí, sin duda; porque tomo tu silencio por un consentimiento. ¿Y estos demonios no estamos convencidos de que son dioses o hijos de dioses? ¿Es así, sí o no?
MÉLETO. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, puesto que yo creo en los demonios, según tu misma confesión, y que los demonios son dioses, he aquí la prueba de lo que yo decía, de que tú nos proponías enigmas para divertirte a mis expensas, diciendo que no creo en los dioses, y que, sin embargo, creo en los dioses, puesto que creo en los demonios. Y si los demonios son hijos de los dioses, hijos bastardos, si se quiere, puesto que se dice que han sido habidos de ninfas o de otros seres mortales, ¿quién es el hombre que pueda creer que hay hijos de dioses, y que no hay dioses? Esto es tan absurdo como creer que hay mulos nacidos de caballos y asnos, y que no hay caballos ni asnos. Así, Méleto, no puede menos de que hayas intentado esta acusación contra mí por solo probarme, y a falta de pretexto legítimo, por arrastrarme ante el tribunal; porque a nadie que tenga sentido común puedes persuadir jamás de que el hombre que cree que hay cosas concernientes a los dioses y a los demonios, pueda creer, sin embargo, que no hay ni demonios, ni dioses, ni héroes; esto es absolutamente imposible. Pero no tengo necesidad de extenderme más en mi defensa, atenienses, y lo que acabo de decir basta para hacer ver que no soy culpable, y que la acusación de Méleto carece de fundamento.
Estad persuadidos, atenienses, de lo que os dije en un principio; de que me he atraído muchos odios, que ésta es la verdad, y que lo que me perderá, si sucumbo, no será ni Méleto ni Ánito, será este odio, esta envidia del pueblo que hace víctimas a tantos hombres de bien, y que harán perecer en lo sucesivo a muchos más; porque no hay que esperar que se satisfagan con el sacrificio solo de mi persona.
Quizá me dirá alguno: ¿No tienes remordimiento, Sócrates, en haberte consagrado a un estudio que te pone en este momento en peligro de muerte? A este hombre le daré una respuesta muy decisiva, y le diré que se engaña mucho al creer que un hombre de valor tome en cuenta los peligros de la vida o de la muerte. Lo único que debe mirar en todos sus procederes es ver si lo que hace es justo o injusto, si es acción de un hombre de bien o de un malvado. De otra manera se seguiría que los semidioses que murieron en el sitio de Troya debieron ser los más insensatos, y particularmente el hijo de Tetis[13] que, para evitar su deshonra, despreció el peligro hasta el punto, que impaciente por matar a Héctor y requerido por la diosa su madre, que le dijo, si mal no me acuerdo:
—Hijo mío, si vengas la muerte de Patroclo, tu amigo, matando a Héctor, tu morirás porque tu muerte debe seguir a la de Héctor.
Él, después de esta amenaza, despreciando el peligro y la muerte y temiendo más vivir como un cobarde, sin vengar a sus amigos, «¡Que yo muera al instante!»,[14] gritó, «con tal de que castigue al asesino de Patroclo, y que no quede yo deshonrado, sentado en mis buques, peso inútil sobre la tierra».[15] ¿Os parece que se inquietaba Tetis del peligro de la muerte? Es una verdad constante, atenienses, que todo hombre que ha escogido un puesto que ha creído honroso, o que ha sido colocado en él por sus superiores, debe mantenerse firme, y no debe temer ni la muerte, ni lo que haya de más terrible, anteponiendo a todo el honor.
Me conduciría de una manera singular y extraña, atenienses, si después de haber guardado fielmente todos los puestos a que me han destinado nuestros generales en Potidea, en Anfípolis y en Delio[16] y de haber expuesto mi vida tantas veces, ahora que el Dios me ha ordenado, porque así lo creo, pasar mis días en el estudio de la filosofía, estudiándome a mí mismo y estudiando a los demás, abandonase este puesto por miedo a la muerte o a cualquier otro peligro. Verdaderamente ésta sería una deserción criminal, y me haría acreedor a que se me citara ante este tribunal como un impío, que no cree en los dioses, que desobedece al oráculo, que teme la muerte y que se cree sabio, y que no lo es. Porque temer la muerte, atenienses, no es otra cosa que creerse sabio sin serlo, y creer conocer lo que no se sabe. En efecto, nadie conoce la muerte, ni sabe si es el mayor de los bienes para el hombre. Sin embargo, se la teme, como si se supiese con certeza que es el mayor de todos los males. ¡Ah! ¿No es una ignorancia vergonzante creer conocer una cosa que no se conoce?
Respecto a mí, atenienses, quizá soy en esto muy diferente de todos los demás hombres, y si en algo parezco más sabio que ellos, es porque no sabiendo lo que nos espera más allá de la muerte, digo y sostengo que no lo sé. Lo que sé de cierto es que cometer injusticias y desobedecer al que es mejor y está por encima de nosotros, sea dios, sea hombre, es lo más criminal y lo más vergonzoso. Por lo mismo yo no temeré ni huiré nunca de males que no conozco y que son quizá verdaderos bienes; pero temeré y huiré siempre de males