PROTARCO. —Ya lo examino, y me parece difícil conceder, que ninguna otra ciencia, ni ningún otro arte, tengan más verdad que la dialéctica.
SÓCRATES. —Lo que te ha obligado a pensar así, ¿no ha sido la observación que has hecho, de que la mayor parte de las artes y de las ciencias, que tienen por objeto este mundo, dan mucho a las opiniones y examinan con gran aplicación lo que a ellas pertenece? Por ejemplo, cuando alguno se propone estudiar la naturaleza, ya sabes que ocupa toda su vida en averiguar cómo ha sido producido este universo, y cuáles son los efectos y causas de lo que en él pasa. ¿No es esto lo que decimos?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No es cierto que el objeto que este hombre se propone en sus investigaciones no es lo que existe siempre, sino lo que se hace, lo que sé hará y lo que se ha hecho?
PROTARCO. —Es muy cierto.
SÓCRATES. —¿Podemos decir que hay algo de evidente, conforme a la más exacta verdad, en lo que nunca ha existido, ni existirá, ni existe en lo presente de una manera estable?
PROTARCO. —¿Y el medio?
SÓCRATES. —¿Cómo tendremos conocimientos sólidos sobre objetos que no tienen ninguna consistencia?
PROTARCO. —Creo que no puede haberlos.
SÓCRATES. —Por consiguiente, la verdad pura no se encuentra en la inteligencia y en la ciencia que se tiene de estos objetos.
PROTARCO. —No es posible.
SÓCRATES. —Por lo tanto, es preciso que dejemos esto a un lado, tú, yo, Gorgias y Filebo; y escuchando solo a la razón, debemos afirmar lo siguiente.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —Que la estabilidad, la pureza, la verdad y lo que nosotros llamamos sinceridad, no se encuentran sino en lo que subsiste siempre, en el mismo estado, de la misma manera, sin ninguna mezcla, y en seguida en lo que más se aproxime a esto; y que todo lo demás no debe ser colocado sino después y en grado inferior.
PROTARCO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —Por lo que toca a los nombres que expresan estos objetos, ¿no es muy justo dar los más bellos a los más bellos objetos?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No son los nombres más preciosos los de inteligencia y sabiduría?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Pueden ser aplicados con justa razón y con exacta verdad a los pensamientos que tienen por objeto el ser real.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Lo que antes he sometido a nuestro juicio no es otra cosa que estos nombres.
PROTARCO. —Es cierto, Sócrates.
SÓCRATES. —Sea así. Y si alguno dijese que nos parecíamos a obreros, a cuya disposición se pusiese la sabiduría y el placer como materiales que deben amalgamarse para formar una obra, ¿no sería exacta esta comparación?
PROTARCO. —Muy exacta.
SÓCRATES. —¿Convendrá ahora hacer esta amalgama?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Pero no será mejor que recordemos antes ciertas cosas?
PROTARCO. —¿Cuáles?
SÓCRATES. —Las que ya hemos mencionado; pero, a mi parecer, es una buena máxima la que ordena que se insista dos y tres veces sobre lo que es el bien.
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —En nombre de Zeus, estate atento. He aquí, según recuerdo, lo que dijimos al principio de esta discusión.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —Filebo sostenía que el placer es el fin legítimo de todos los seres animados y el objeto al que deben tender; que es el bien de todos y que estas dos palabras: bueno y agradable, pertenecen, hablando con exactitud, a una sola y misma naturaleza. Sócrates, por el contrario, pretendía primero, que, como lo bueno y lo agradable son dos nombres diferentes, expresan igualmente dos cosas de una naturaleza distinta y que la sabiduría participa más de la condición del bien que el placer. ¿No es esto, Protarco, lo que entonces se dijo por una y otra parte?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿No convinimos entonces y convenimos ahora en lo siguiente?
PROTARCO. —¿En qué?
SÓCRATES. —En que la naturaleza del bien tiene ventajas sobre todas las demás cosas en esto.
PROTARCO. —¿En qué?
SÓCRATES. —En que el ser animado que está en posesión plena, entera, no interrumpida durante toda la vida, del bien, no tiene necesidad de ninguna otra cosa, porque aquel le basta por completo. ¿No es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No hemos procurado considerar con el pensamiento dos especies de vidas, absolutamente distintas la una de la otra, en las que hemos hallado, de una parte, el placer sin ninguna mezcla de sabiduría, y de otra, la sabiduría exenta igualmente de todo placer?
PROTARCO. —Lo confieso.
SÓCRATES. —¿Ha parecido a ninguno de nosotros que cada una de estas condiciones se baste a sí misma?
PROTARCO. —¿Cómo podía parecemos?
SÓCRATES. —Si entonces nos hemos separado en algo de la verdad, devuélvanos al camino el que pueda, y explíquese mejor. A este fin, debe comprender bajo una sola idea la memoria, la ciencia, la sabiduría, la opinión verdadera, y examinar si hay alguno que, privado de todo esto, consienta en gozar de cosa alguna, ni aun de los placeres, por grandes que se les suponga, sea por el número, sea por la vivacidad, si carece de la opinión verdadera tocante a la alegría que siente, si no conoce en modo alguna cuál es el sentimiento que experimenta, y si no conserva el menor recuerdo por más o menos tiempo. Lo mismo puedes decir de la sabiduría, y mira si podría escogerse la sabiduría sin ningún placer, por pequeño que fuera, más bien que con algún placer; o todos los placeres del mundo sin sabiduría más bien que con alguna sabiduría.
PROTARCO. —Eso no puede ser, Sócrates, y no es cosa de volver tantas veces a la carga, repitiendo lo que hemos dicho.
SÓCRATES. —Así pues, ni el placer ni la sabiduría son el bien perfecto, el bien apetecible para todos, el soberano bien.
PROTARCO. —No, sin duda.
SÓCRATES. —Por consiguiente, es preciso descubrir el bien o en sí mismo o en alguna imagen, para ver, como ya dijimos, a quién debemos adjudicar el segundo puesto.
PROTARCO. —Dices muy bien.
SÓCRATES.