Restituido a Atenas después de sus viajes, Platón se fija en la Academia, se reconoce en el fondo de su alma, y allí, en el silencio de una reflexión madurada por la experiencia y nutrida con toda la sustancia de las grandes filosofías de lo pasado, traza las grandes líneas de su propia filosofía, y escribe esos diálogos tan particularmente vastos, serenos y profundos, el Fedón, el Banquete, la República, el Timeo, donde dice su última palabra sobre la naturaleza, sobre la divinidad, sobre el arte de educar y gobernar a los hombres.
Tal es la única clasificación que nos es permitido admitir, atendidas las informaciones de la historia y las reglas de la crítica.[33] ¿Queréis en el seno de cada una de estas tres categorías fijar un orden exacto y preciso, como Schleiermacher lo ha ensayado? Os arrojaréis a conjeturas arbitrarias, y os veréis en mil embarazos intrincados. Es preciso saber contenerse, y una vez que las grandes líneas de este monumento están tiradas, es conveniente dejar fluctuantes y a la aventura las líneas secundarias. En nuestra opinión, el orden que nos proponemos es el más probable, el más vecino al orden histórico y el más cómodo para la lectura seguida y para la inteligencia de los diálogos de Platón.
DIÁLOGOS SOCRÁTICOS
Argumento[1] del Eutifrón[2] por Patricio de Azcárate
La naturaleza de la santidad[3] o usando el lenguaje de Platón, lo santo, ocupa el fondo del diálogo; y un supuesto encuentro del adivino Eutifrón[4] es lo que da origen a la cuestión. Eutifrón pretende realizar un acto santo, reclamado por la justicia, pidiendo, con ocasión de la muerte de un esclavo, una condena contra su padre. Al que piensa que obra santamente, tiene cualquiera derecho a exigir de él que diga en qué consiste la santidad. Esto es lo que hace Sócrates, que representa en este caso la conciencia moral y la razón. ¿La santidad consiste, por ejemplo, en tomar por modelos a Cronos y a Zeus, los más grandes de los dioses, que, según las leyendas, se erigieron uno y otro en jueces de su propio padre? Pero un ejemplo no puede ocupar el lugar de una definición; porque designar una acción santa no es precisar el carácter esencial y universal de la santidad. Es imprescindible que Eutifrón generalice su pensamiento y dé la siguiente definición: La santidad es lo que agrada a los dioses, y la impiedad es lo que les desagrada.
Pero los dioses no están acordes entre sí, como que están divididos. Lo que agrada a los unos puede desagradar a los otros, y en este concepto el mismo hombre y la misma acción serán santas e impías, todo a la vez. La santidad absoluta es, por consiguiente, incompatible con la pluralidad de los dioses. Esta consecuencia ruinosa, impuesta por la lógica, sale del fondo mismo de la teología politeísta. ¿Y qué argumentos pueden oponerse a esta consecuencia? ¿Será gratuita y contradictoria esta afirmación, de que los dioses están siempre de acuerdo sobre la santidad de una acción? Admitamos por un momento la nueva definición que de aquí se deduce. La santidad es lo que agrada a todos los dioses, y la impiedad lo que a todos desagrada. Ahora se trata de indagar si lo que es santo es amado por los dioses porque es santo, o si es santo porque es amado por los dioses; lo que equivale a averiguar si la santidad por su esencia y su fuerza propias tiene derecho al amor de los dioses; si se impone a su amor por ser superior a él, distinto e independiente de él; o bien si el amor de los dioses a un objeto cualquiera es el que convierte este objeto en una cosa santa. Podrá responderse que lo santo no puede menos de ser amado por los dioses. ¿Pero qué se sigue de aquí? Esta conclusión decisiva: de que lo santo es amado por los dioses por lo mismo que es santo, o en otros términos, que es amable en sí y por sí.
Desde este acto la segunda definición no es más sostenible que la primera; porque decir que la santidad es lo que es amado por los dioses, es admitir la sinonimia de dos términos de hecho distintos; es asociar dos ideas en el fondo muy diferentes. En efecto, lo que es santo, siendo amable en sí, amado por sí, no tiene ninguna relación con lo que es amado, y que solo es amable en tanto que es amado. Lo primero subsiste independientemente del amor que exige; lo segundo solo existe por el capricho del amor. La última consecuencia de este razonamiento es que no está en poder de los dioses constituir a su placer ni lo santo ni lo impío.
Por consiguiente, el ser amado por los dioses no es más que una de las propiedades de la santidad, pero no es su esencia. Pero entonces, ¿qué es la santidad en sí, y por qué la aman los dioses? Esto es lo que estamos ahora en el caso de averiguar. Para ello recurramos a una tercera definición. Lo santo es lo justo; y para dar la prueba, examinemos la naturaleza de la relación que liga la santidad a la justicia. ¿Cuál de las dos comprende la otra? ¿Lo justo es una parte de lo santo, o lo santo es una parte de lo justo? Si es cierto decir que las acciones santas son siempre justas, mientras que no todas las acciones justas son necesariamente santas, no puede menos de admitirse que la justicia es más extensa por esencia que la santidad. La santidad es solo esta parte de la justicia que se refiere a los cuidados y atenciones que el hombre debe a los dioses: verdadera sirviente de los dioses, la santidad les honra con el doble ministerio de la oración y de los sacrificios. Pero orar es pedir, y sacrificar es dar; de donde se sigue que los hombres, al parecer, ejercen con los dioses una especie de cambio, un tráfico. ¡La santidad un tráfico! Así lo exige una lógica rigorosa; y además es éste un tráfico del que no resulta ninguna ventaja a los dioses, puesto que el hombre puede ganar, por efecto de la divina benevolencia, y en cambio solo puede ofrecer a los dioses un sacrificio absolutamente estéril para la divinidad. ¿Se dirá que el culto es agradable a los dioses? Sin duda. Pero como el culto no es otra cosa que la santidad, se vuelve por un círculo inevitable a la definición ya refutada: La santidad es lo que agrada a los dioses. Este tercer esfuerzo no tiene mejor resultado que los precedentes: la discusión no adelanta, y Sócrates suplica al adivino que la lleve a su término; pero éste lo esquiva y la corta en tal estado.
Tal es el curso que ha llevado este diálogo, rico en su brevedad. Se ha echado en cara a Platón la forma negativa y la falta de conclusión del Eutifrón. La única respuesta que debe darse a lo primero es que hay cierta singularidad en convertir en cargo contra Platón una de las necesidades de la polémica, cuyo deber es ciertamente presentar, pelear y destruir el error bajo todas sus formas, antes de establecer la verdad.
En primer lugar, la ruina de los sistemas rivales ¿no es el más sólido fundamento de toda filosofía dogmática? Además, demostrar la falsedad de ciertos principios ¿no es dar una mayor claridad a los principios verdaderos? En segundo lugar, sostener que este diálogo no concluye, es negarse voluntariamente, a mi parecer, a sacar las consecuencias de las premisas sentadas en el curso de la discusión. ¿No puede concluirse de tales premisas, por lo menos implícitamente, el haber demostrado la impotencia moral del politeísmo, lo ridículo y lo peligroso de sus tradiciones fabulosas, la vanidad y esterilidad de su culto, la incapacidad radical de sus ministros para comprender y definir la santidad, el haber puesto, en fin, en plena evidencia este verdadero y sólido principio, conquista del espiritualismo naciente, de que la santidad absoluta en sí, superior a la voluntad de los hombres, lo mismo que a lo arbitrario de los dioses del paganismo, es eterna e inmutable como Dios