ION. —Nuestra ciudad, Sócrates, está sometida a vuestra dominación; vosotros mandáis nuestras tropas y no necesitamos de ningún general. En cuanto a vuestra ciudad y a la de Lacedemonia, no me elegirán para conducir sus ejércitos, porque os creéis vosotros con capacidad para hacerlo.
SÓCRATES. —Mi querido Ion, ¿no conoces a Apolodoro de Cícico?
ION. —¿Quién es?
SÓCRATES. —El que los atenienses han puesto muchas veces a la cabeza de sus tropas, aunque extranjero; ¿y a Fanóstenes de Andros y a Heráclides de Clazomenes que nuestra república ha elevado al grado de generales y a los primeros puestos a pesar de ser extranjeros, porque han dado pruebas de su mérito? ¿Y no escogerá para mandar sus ejércitos y no colmará de honores a Ion de Éfeso, si le considera digno de ello? Pues qué, ¿vosotros los efesios no sois atenienses de origen, y Éfeso no es una ciudad que no cede en nada a ninguna otra? Si dices la verdad, Ion; si es al arte y a la ciencia a lo que debes tu buena inteligencia de Homero, entonces obras mal conmigo, porque después de haberte alabado por las bellezas que sabes de Homero y haberme prometido que me harías partícipe de ellas, veo ahora que me engañas, porque no solo no me haces partícipe, sino que tampoco quieres decirme cuáles son esos conocimientos en que sobresales, por más que te he apurado; y, semejante a Proteo, giras en todos sentidos, tomas toda clase de formas, y para librarte de mí, concluyes por transformarte en general, para que yo no pueda ver a qué punto llega tu habilidad en la inteligencia de Homero. Por último, si es al arte al que debes esta habilidad y comprometido como estás a mostrármela, faltas a tu palabra, entonces tu procedimiento es injusto. Si por el contrario, no al arte sino a una inspiración divina se debe el que digas tan bellas cosas sobre Homero, por estar tú poseído y sin ninguna ciencia, como te dije antes, en este caso no tengo motivo para quejarme de ti. Por lo tanto mira si quieres pasar a mis ojos por un hombre injusto o por un hombre divino.
ION. —La diferencia es grande, Sócrates; es mucho mejor pasar por un hombre divino.
SÓCRATES. —En este caso, Ion, te conferimos el precioso título de celebrar a Homero por inspiración divina y no en virtud del arte.
Argumento del Lisis[1] por Patricio de Azcárate
El objeto de este diálogo es la Amistad, título lleno de esperanzas, que Platón no satisface completamente, puesto que con intención deja cubierto con un velo lo que piensa de la amistad. Pero por lo menos combate una a una con mucha fuerza todas las falsas teorías sostenidas antes de él, y al mismo tiempo deja adivinar al final su pensamiento, después de una discusión muy rápida y muy interesante, cuya severidad se halla templada por la gracia.
Sócrates refiere, que, yendo de la Academia al Liceo, encontró cerca de una palestra, nuevamente construida a las puertas de la ciudad, un numeroso grupo de jóvenes atenienses, y entre ellos a Hipótales, amigo del hermoso Lisis, y a Ctesipo, primo y amigo de Menéxeno. Fue invitado a permanecer con ellos, y, después de dejarse rogar, entra al fin en la palestra que animaban con sus juegos enjambres de jóvenes adornados con preciosos trajes y coronados de flores para celebrar la fiesta de Hermes. Toda esta juventud le rodea y él se hace bien pronto escuchar empeñando una conversación con Lisis, joven de encantador semblante y de espíritu felizmente dotado, y a quien Hipótales constantemente persigue, como todos los amantes, con sus inagotables adulaciones en prosa y verso. Para enseñarle de qué manera conviene conversar con el que se ama, Sócrates, con su arte profundo de atraer los espíritus, hace que salgan de la boca de su joven interlocutor verdades morales, que son otros tantos cargos abrumadores para el pretendido amigo, que sofoca indebidamente esta naturaleza admirable, en lugar de desarrollarla. La lección indirecta que resulta de este preámbulo, que tiene todo él un perfume de juventud y de frescura, es que la verdadera belleza, la belleza digna de que se la busque y de que se la ame, no es la del cuerpo, sino esa belleza del alma, cuyo culto ennoblece a la vez al amante y al amado.
Sócrates se dirige en seguida a Menéxeno, el compañero favorito de Lisis, y le suplica, puesto que tiene la fortuna de experimentar y hacer que otro experimente el sentimiento de la amistad, que le explique lo que es un amigo. Aquí comienza la discusión.
¿Es el amigo el que ama o el que es amado? El lenguaje popular, expresión del sentido común, que no es escrupuloso en materia de exactitud, da el nombre de amigo lo mismo al que lo experimenta, que al que motiva en otro el sentimiento de la amistad. La filosofía quiere más precisión, va al fondo de las cosas; bajo el doble sentido del nombre popular de amigo descubre dos definiciones distintas, que se rechazan entre sí, porque carecen ambas del carácter simple y universal de toda buena definición. Helas aquí. —El amigo es aquel que ama. —El amigo es aquel que es amado. —Se ve por el pronto que se excluyen. Además, cada una de ellas, tomada separadamente, es incompleta y no resiste al examen.
En efecto, decir absolutamente que el amigo es aquel que ama, es lo mismo que decir, que basta amar a alguno para ser su amigo. Sin embargo, el hombre que ama a otro puede no ser correspondido; más aún, puede ser odioso al que ama, cosa que se ve comúnmente en la vida. No cabe amistad entre dos hombres, cuyas inclinaciones y afectos no son recíprocos, porque por ambos lados, sin esta reciprocidad, falta algo a la amistad. Si allí donde la amistad no existe no hay amigo, se sigue que amigo no es el que ama. La segunda definición: que el amigo es aquel que es amado, está expuesta necesariamente a las mismas objeciones. El hecho de ser amado, si no se ama, no constituye amistad. Platón se apoya en diversos ejemplos que conducen a una conclusión negativa. Ya tenemos descartadas dos teorías. Las que combate en seguida, están apoyadas en la autoridad de algún filósofo ilustre.
De acuerdo con el verso del poeta: «Dios quiere que lo semejante encuentre y ame su semejante», Empédocles ha sostenido que la amistad descansa toda en la semejanza. Dos objeciones se hacen a esta teoría. Por el pronto, de hecho, no es siempre cierto que lo semejante sea amigo de lo semejante, puesto que no hay amistad posible del hombre malo con el malo. En segundo lugar, si la amistad existe entre dos hombre de bien, ¿es la semejanza la que los hace amigos? No, porque un amigo debe ser útil a su amigo. Y un hombre de bien no puede ser útil a otro hombre de bien, por lo mismo que le es absolutamente semejante, puesto que nada puede pedirle que no pueda sacar de sí mismo, como del hombre que le es en todo semejante. Y si se basta a sí mismo, es independiente de cualquier otro, vive en todo en sí y para sí, y es él su propio amigo y no el amigo de otro. Y así la semejanza no solo no engendra, sino que impide la amistad.
De aquí parece resultar que Heráclito estaba en lo verdadero, cuando pretendía que lo contrario es el amigo de lo contrario. ¡Cuántos ejemplos presenta la naturaleza entera! Lo seco es amigo de lo húmedo, lo amargo de lo dulce, el enfermo del médico, el pobre del rico. ¡Cuán útil también es el uno al otro, y cómo el uno por naturaleza y por interés debe ligarse al otro! Sin duda; pero en el terreno de los ejemplos los hay aún más decisivos, que no permiten sentar sobre ellos una definición absoluta. ¿Qué cosas más contrarias, en efecto, que el odio y la amistad, lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo? Y sin embargo, ¿qué cosas menos amigas, o más bien, qué cosas más enemigas? Ahora, al parecer, se ve que Heráclito está más lejos de la verdad que Empédocles. Platón ha tenido la complacencia de refutar al uno con el otro, y es preciso admitir con él estas dos conclusiones negativas, que ni la semejanza, ni la contradicción, constituyen la amistad.
Como si la impugnación de estas cuatro teorías hubiese agotado la discusión regular, Sócrates finge a la ventura, y como conjeturando, que lo que no es bueno, ni malo, es quizá el amigo de lo bueno, y que siendo lo bueno al mismo tiempo lo bello, el que ama lo bueno y lo bello no puede ser, ni lo uno, ni lo otro. Prosigue su idea a tientas en cierta manera; le parece que todos los seres deben tener uno de estos tres caracteres: ser buenos, o ser malos, o no ser, ni buenos, ni malos. Pero si se reflexiona que lo que es bueno no puede ser amigo de lo bueno, su semejante, ni el amigo de lo malo, su contrario, y que lo malo por su naturaleza no puede jamás excitar la amistad; lo que no es, ni bueno, ni malo, es lo único sobre lo que puede recaer la cuestión, y si