Cuando doña Pura transmitió a su marido el recelo de ser visto que en Cadalso notara, el buen señor se intranquilizó más, y echó nuevas pestes contra el intruso. Puesta sobre la mesa del comedor la bandeja con los vasos de agua, único refrigerio que los Villaamil podían ofrecer a sus amigos, Cadalso se quedó un rato solo con su hijo, el cual mostraba aquella noche aplicación desusada. –¿Estudias mucho? –preguntó su padre acariciándole. Y él contestó que sí con la cabeza, cohibido y vergonzoso, como si el estudiar fuese delito. Su padre era para él como un extraño, y al intentar hablarle, la timidez le ataba la lengua. El sentimiento que al pobre niño inspiraba aquel hombre era mezcla singularísima de respeto y temor. Le respetaba por el concepto de padre, que en su alma tierna tenía ya el natural valor; le temía, porque en su casa había oído mil veces hablar de él en términos harto desfavorables. Era Cadalso el papá malo, como Villaamil era el papá bueno.
Al sentir los pasos de algún tertulio sediento que venía al abrevadero, Víctor se colaba en el cuarto de Milagros. Conoció por la voz a Ponce, que amén de crítico era novio de Abelarda; reconoció también a Pantoja, empleado en Contribuciones, amigo de Villaamil y aun del propio Cadalso, quien le tenía por la máquina humana más inútil y roñosa que en oficinas existiera. No pudo dejar de notar que una de las personas que más sed tuvieron aquella noche fue Abelarda. Salió dos o tres veces a beber, y además quiso sustituir a su tía Milagros en la obligación de acostar al pequeño. Estando en ello, se metió Víctor en la alcoba, huyendo de otro tertulio sofocado que iba a refrescarse.
–Papá está muy inquieto con esta aparición tuya –le dijo Abelarda sin mirarle–. Has entrado en casa como Mefistófeles, por escotillón, y todos nos alteramos al verte.
–¿Me como yo la gente? –respondió Víctor sentándose en la misma cama de Luis–. Por lo demás, en mi venida no hay misterio; hay algo sí, que no comprenderán tu padre y tu madre; pero tú lo comprenderás cuando te lo explique, porque tú eres buena para mí, Abelarda, tú no me aborreces como los demás, sabes mis desgracias, conoces mis faltas y me tienes compasión.
Insinuó esto con mucha dulzura, contemplando a su hijo, ya medio desnudo. Abelarda evitaba el mirarle. No así Luisito, que había clavado los ojos en su padre, como queriendo descifrar el sentido de sus palabras.
–¡Lástima yo de ti! –repuso al fin la insignificante con voz trémula–. ¿De dónde sacas eso?... ¿Si pensarás que creo algo de lo que dices? ¡A otras engañarás, pero a la hija de mi madre...!
Y como Víctor empezase a replicarle con cierta vehemencia, Abelarda le mandó callar con un gesto expresivo. Temía que alguien viniese o que Luis se enterase, y aquel gesto señaló una nueva etapa en el diálogo.
–No quiero saber nada –dijo, determinándose al fin a mirarle cara a cara.
–¿Pues a quién he de confiarme yo si no me confío a ti... la única persona que me comprende?
–Vete a la iglesia, arrodíllate ante el confesonario...
–La antorcha de la fe se me apagó hace tiempo. Estoy a oscuras –declaró Víctor mirando al chiquillo, ya con las manos cruzadas para empezar sus oraciones.
Y cuando el niño hubo terminado, Abelarda se volvió hacia el padre, diciéndole con emoción: «Eres muy malo, muy malo. Conviértete a Dios, encomiéndate a él, y...».
–No creo en Dios –replicó Víctor con sequedad–; a Dios se le ve soñando, y yo hace tiempo que desperté.
Luisito escondió su faz entre las almohadas, sintiendo un frío terrible, malestar grande y todos los síntomas precursores de aquel estado en que se le presentaba su misterioso amigo.
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