El idioma, es decir el espíritu mismo hecho palabra, era en América ese perdido. Repetición vacía de una retórica ya muerta, empecinábase en esta quimera anticientífica y antinatural: que el nuevo mundo siguiese hablando como España. Solamente para el idioma que es la más noble de las funciones humanas, no había existido emancipación. El falso purismo de la Academia, la belleza formulada en recetas de curandero, la parálisis rítmica, la indigencia de la rima, el verso blanco, la licencia poética, la abundancia declamatoria: lodos esos accidentes que no son sino justificaciones de la ignorancia y autorizaciones a la mediocridad, constituían nuestro código, o mejor dicho «códex» en materia de idioma. Imitar, imitar siempre a los clásicos inimitables, era la prescripción: ser como los muertos en un mundo de vivos...
He aquí dos principios útiles en la materia. Para imitar con éxito a un artista superior, se necesita ser otro artista superior; pero cuando se es esta cosa excelente, ya no se imita a nadie: se crea. Los métodos de un artista superior no le sirven más que a él; pues, o son inaccesibles al mediocre por la misma razón de su mediocridad, o resultan inútiles para otro artista superior, porque éste no los necesita. Y de ahí que toda forma superior del arte sea necesariamente original. Imitar, pues, a los artistas superiores, que por esto llegan a ser clásicos, resulta, precisamente, lo contrario de lo que se quiere hacer. Vivir un hombre, no es para él repetir el cuerpo de otro hombre: el cadáver, que según dijo profundamente un estoico, lleva el alma a cuestas en el transcurso de la vida; sino diferenciarse de todos los hombres, ser distinto, ser desigual. En esto consiste todo el fenómeno de la vida; y así, hasta los seres más colectivizados nos enseñan que no hay dos hojas idénticas en el mismo árbol, ni dos abejas iguales en la misma colmena.
Rubén Darío fué el anunciador de esa fuente de vida, y esto tiene ahora una prueba irrefragable: la poesía joven de España, es rama de de tronco. Así resulta el hombre significativo de un Renacimiento que interesa a cien millones de hombres, el ultimo libertador de América, el creador de un nuevo espíritu. Sólo la premiosa superoficialidad de nuestra vida nos impide ver que andamos entre prodigios, como éste de codearnos con seres que tienen el don divino de crear espíritus inmortales. La obra de arte que sobrevive a su autor y sigue con ello despertando interés, simpatía, emociones; engendrando obras análogas, suscitando vida en una palabra, es, sin duda, un ser viviente. Y cuando se incorpora al ser de una raza modificando su orientación, resulta espíritu inmortal.
Pero, qué importa de positivo y general, dirá tal vez alguno, esa transformación de la poesía? Nada menos, señores, que una etapa de la civilización.
Sabemos ya por la ciencia del lenguaje y por la historia, que la evolución de los idiomas se inicia con la poesía. Así, cuando cambia la expresión poética, es que empieza a modificarse la orientación espiritual. Y esto reviste una importancia tan grande, porque la civilización no es otra cosa que el conjunto de ciertas invenciones, comunicaciones y convenios cuya expresión irreemplazable es la palabra. Falte la palabra, y todo aquello ya no existe. No hay cómo comunicarlo ni concertarlo. El hombre ha desaparecido como ser social. Por esto la palabra es el distintivo de su superioridad entre los seres. Poseer un idioma bien organizado, es, pues, para los pueblos la cosa más importante que existe; y tener poetas que lo vivifiquen y organicen progresivamente, constituye un fenómeno de la más alta civilización.
Para mayor grandeza de Rubén Darío, la expansión del castellano en las Américas predestinábalo a ser el poeta de un mundo. Por esto dije que veía en él al representante de un nuevo helenismo.
Y es maravilloso también cómo lo practicó.
Qué cosa más sencilla en sus elementos.
Todo ello consiste en dejar que la emoción poética venga con su palabra, sin reato alguno a fórmulas; y de esta suerte, que sea ella la autora de la expresión correspondiente, no la prisionera de moldes preconcebidos. Y en cuanto a la imaginación que es la otra facultad activa en el fenómeno poético, dejarla también andar como quien divaga por un verjel sin caminos, y así va y traza el suyo simplemente con ir recogiendo flores ; pues en los jardines dispuestos por mano ajena, ya no hay nada que hacer, sino recrearse sin tocar ni salirse de los senderos como la urbanidad prescribe. Nadie es dueño sino de sus flores; y si no las sabe producir, no se dedique a jardinero.
Ahora, si se mira bien, aquel doble fenómeno de la nueva poesía resulta no ser otra cosa que el ejercicio de la libertad de imaginar y la disposición natural de las expresiones con que la emoción se manifiesta. Así todo sale bien, porque todo viene a su tiempo, cosa para lo cual basta dejarlo venir tal como va naciendo en el alma. Es exactamente lo que sucede con los colores del cielo; pues así como todos ellos existen en la masa del aire que lo constituye, y no aparecen sino cuando es debido, conforme a la naturaleza de aquél, la belleza está en el alma cuyos diversos estados son los que la revelan. De esta suerte llegué un día a comprender el secreto del arte griego, y por qué sobrevive en su propia ruina el Partenón, y el idioma de Homero se conserva inmortal cuando hasta los dioses contemporáneos han muerto. Es que en una y otra construcción todo se dispuso como de suyo, porque todo se subordinó al sistema proporcional que es el organismo de un hombre vivo, para conseguir lo cual no hay sino un método: vivir. Verbo sublime, expresión de la síntesis arquetípica, a cuya virtud vemos confundirse en este caso el instinto genial con el supremo raciocinio.
Y aquí hay otro hecho tan significativo como aquel ya citado de la influencia de Darío en la moderna poesía española: después de él, todos cuantos fuimos juventud cuando él nos reveló la nueva vida mental, escribimos de otro modo que los de antes. Los que siguen, hacen y harán lo propio. América dejó ya de hablar como España, y en cambio ésta adopta el verbo nuevo. El pájaro azul cantaba y detrás de él venía el sol.
Todo eso explica también las nuevas expresiones y las nuevas formas. La miseria de la literatura americana había consistido en que nos obstinábamos en hablar como España, pensando de un modo enteramente distinto. No bien nació el poeta que restableciera la armonía vital entre pensamiento y palabra, cuando el verso, aunque contase las mismas sílabas, sonó ya de otro modo. El estilo se animó con nuevos colores. Una música más delicada y sutil coordinó los elementos verbales. El idioma poético subordinóse enteramente a la música en que consiste. De esta música emanaron, y no al revés, la emoción y la idea. Sufrió la prosa al instante la misma influencia libertadora y personal. Comprendióse que poesía y prosa, aun cuando el objeto de aquélla sea revelar la emoción y el de ésta formular la noción, están gobernadas por el ritmo. Este no es, en suma, sino la manifestación del «tono vital» que en cada hombre rige la circulación de la vida. De esta suerte, en el acento peculiar que caracteriza su voz, tiene cada hombre su música. Por esto, cuando lo oímos sin verlo, decimos con certeza: la voz de Fulano. Hay en todo eso, como se ve, una razón profunda.
Aquellas formas nuevas no fueron todas hermosas ni aceptables. La verdad es que al calor de la lucha y al