Hope escuchó la puerta abrirse y cerrarse y se apoyó contra la del baño suspirando aliviada. Tenía que marcharse, se dijo a sí misma. No tenía por qué aguantar aquella situación.
Abrió la puerta del dormitorio despacio y asomó la cabeza.
–Esperaré –musitó sentándose en la cama–, ¡esperaré a que haga otro comentario y entonces lo golpearé tan fuerte que jamás lo olvidará!
En su interior, Hope no dejaba de oír la voz de su madre, que decía: «Vamos, adelante, abandona. Seis trabajos en menos de dos años, pero no importa. Mejor marcharse que matarlo. No has madurado lo suficiente como para enfrentarte a un hombre adulto, tienes que controlar tu carácter, cariño. Venga, abandona. Defraudarás a tu padre, pero él jamás ha comprendido a las mujeres. Vamos, abandona, Hope».
–¡Maldita sea, maldita sea! –gritó golpeando la almohada–. ¡No abandonaré, no abandonaré! Y no voy a llamar pidiendo ayuda. ¡No abandonaré! ¿Me oyes, Hope Latimore?
Hope se enjugó las lágrimas, vació la maleta y se vistió con una camiseta, vaqueros y zapatillas de deporte. Luego se peinó, pero apenas sirvió de algo. Sus cabellos rizados volvieron a revolverse en cuestión de segundos. Entonces bajó a la cocina. Por el camino tropezó con un espejo y se miró. La camiseta mostraba su figura a la perfección. Demasiado perfectamente.
–¡Oh, Diossss! –musitó volviendo al dormitorio a buscar un jersey grueso, amplio y suelto, para cubrirse.
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