Pero ¿quién me dará la respuesta jamás usada? Alguna palabra que me ampare del viento, Alguna verdad pequeña en que sentarme
Y desde la cual vivirme, Alguna frase solamente mía Que yo abrace cada noche, En la que me reconozca
En la que me exista…
ALEJANDRA PIZARNIK
PRIMERA PARTE
1
Marta se sienta en el sillón de hule espuma y aspira el aroma combinado con el tabaco. Olor a su hermano. Mira la cajetilla abierta sobre la mesa improvisada que Ulises nunca pintó. 100 metros, dice el enorme carrete al centro de la sala. ¿100 metros de qué? 100 metros de alfombra, 100 metros de alambre, de cable, 100 metros de soga. 100 metros a un lado de la cajetilla y un código escrito con un crayón azul. «¿Qué significa, Ulises?» «Nada.» «¿Y por qué no la pintas?» «Así me gusta.» «Te traigo un litro de pintura, ni que costara tanto.» «Así está bien.»
Enciende otro cigarro. Suena el teléfono y va hacia la cocineta. Siente la bocina pegajosa sobre el cachete. Tiene la frente húmeda.
—¿Por qué no me contestas?
—Es la primera vez que timbra, Raúl.
—No va a llegar, Marta.
Recarga los codos en la barra plastificada, fría. Toca las manchas color café cerca de la orilla y recuesta su cigarro sobre una, como un eco de los que su hermano puso ahí. Lo mira consumirse.
—Todavía no es hora.
—¿Sabes qué hora es?
—Voy a esperarlo, Raúl.
—¿Qué hora es?
Levanta la vista hacia la puerta de la única alacena. Sabe que detrás del café está el reloj despertador de Ulises. No quiere sacarlo. Cierra los ojos, ¿hace cuánto fue que chilló la tubería de vapor? Mira el camino de tubos en el techo. No se acuerda.
—Las siete y media, Marta.
—Debe haberse retrasado la presentación, no tarda.
Raúl se queda callado. Ella siente que el cabello se le pega a la nuca, a la frente. Apoya la bocina en el hombro para usar las dos manos y hacerse una coleta, apretando los dedos. Anoche había besado a Raúl en el cuello y él sólo había dicho: «ya no quiero que huelas a cloro, Marta.»
—¿Marta?
—Te llamo si no llega.
Cuelga. El tabaco del cigarro ha terminado por convertirse en un cadáver largo y gris. Como tú, hermano. Extiende la mano hasta la manija de la alacena y abre. Escucha el sonido del segundero y con las dos manos vuelve a agitarse el pelo. Pega la nariz al hombro y aspira. No percibe el olor a químico de alberca en su piel, pero sabe que está ahí. El segundero en la alacena suena tac, tac, tac, tac. Observa las tuberías del techo. «Esto es casi un cuarto, Ulises, ¿estás seguro que no quieres pasar tu día libre en mi departamento?» Tac, tac, tac, tac. ¿Y si el sonido goteara desde los codos de metal, justo arriba del carrete de cien metros? Tac, tac, tac. La imagen de los bloques de cemento que separan el techo de la alberca. Tac, tac. Los azulejos partiéndose, y las toneladas de agua rompiendo la viga sobre ella. Tac. Cierra la alacena de un golpe.
«Finge que estamos en un barco.» «Mejor hay que salir, hermano, ¿no te sientes como si estuvieras enterrado aquí abajo?» La luz fluorescente que alguien colocó en la pared, por falta de espacio en el techo, baja de intensidad por un momento. Las calderas en el pasillo de afuera empiezan a hacer ese ruido de motor agudo. Más que un barco, el departamento siempre le ha dado la sensación de submarino. «El Nautilus que nunca se mueve, hermana.» Camina por el pasillo estrecho y vuelve a entrar a la recámara. El camarote. Desde el marco de la puerta contempla el escenario que ha compuesto para Gilberto Camarena: la mesa de plástico blanco con los cuadernos de Ulises acomodados a propósito en fajos descompuestos. Un intento por reproducir el desorden de las sábanas sobre el catre, un desorden natural a su hermano. Marta se acerca y vuelve a jalar la cadena de la lámpara de escritorio, que enciende y apaga. Se quita un mechón húmedo de la frente y busca en los bolsillos de sus jeans una liga. Sus dedos delgados hurgan hasta encontrarla y luego peinan su cabello negro hacia atrás para atarlo de una vez. Ya volverá a soltarlo cuando llegue Gilberto. Se toca la cara, suspira con las manos sobre las mejillas y da un paso atrás. Siente el catre detrás de su pierna. ¿Era tan pequeño el cuarto cuando Ulises vivía? «No necesito más.» «Si tanto te gusta esto de las calderas al menos pudieras trabajar para un deportivo grande, no sé, alguien que te ofreciera un espacio más digno.» «¿Digno de qué?»
Se recuesta sobre el catre. Ulises niño, jugando a ser un monstruo escondido entre las cobijas, hace que apriete los párpados y se ponga de pie otra vez. «Ya duérmete, Ulises. Duérmete o voy a llamar a mamá.»
Se talla los ojos. Entreabre los dedos y vuelve a ver la mesa, los estantes de libros. George Orwell, Julio Verne, Mary Shelley, Borges, Bioy Casares. Nada de Física, sólo ficción. Y ficción vieja. «¿Qué pasó con tus libros?» «Ahí están.» «No, los de la carrera.» «Los doné a una biblioteca, ¿qué trajiste de comer hoy?», apretando el asa de la bolsa con los topers de comida, como si quisiera aventarla al suelo.
La primera vez que entró al departamento, después del funeral de Ulises, abrió el refrigerador para tirar la comida echada a perder. Se quedó observando el refrigerador vacío hasta que Raúl la abrazó. Ulises lo había limpiado todo antes. Incluso barrido y trapeado. Sus cosas estaban en cajas rotuladas: libros, sábanas, cocina, baño. Todo empacado salvo el despertador, escondido en su rincón. «Nos da mucha pena su pérdida, pero necesitamos el espacio desocupado para el nuevo técnico en una semana, ¿será suficiente?» La gerente del club evitando mirar las cajas cuando dijo que necesitaba dos. «¿Dos semanas?» «Sí.» Sin soltar el paquete envuelto en papel manila que había sido rotulado con su nombre: Marta. «Dos semanas, por favor.» «Si no le molesta que alguien de mantenimiento entre y salga para supervisar las calderas…»
No había logrado hacer la cita con Gilberto hasta ahora, que casi se cumplían las tres semanas. «Déjemelo dos días más, por favor. Le pago el mes de renta.» «Entendemos su dolor, señora, pero…» Cada que el técnico entraba a ajustar la línea del agua fría y revisar los termostatos a un lado de la puerta de entrada hacía conversación para mirar, sin un asomo de discreción, las cajas del difunto abiertas; las revistas con portadas retorcidas de humedad que volvían a ocupar su espacio debajo del teléfono; la lata de café, de la misma marca que Ulises bebía, recién abierta sobre la barra de la cocina; tres tazas blancas y una roja pendientes de lavarse en el fregadero. «Entendemos su dolor.» «Entendemos.»
No necesito que lo entiendas, Raúl. Ya lo sé. Pero ¿de verdad tienes que hacer todo eso? Entrevistar a esa gente que hace años no hablaba con tu hermano y montarle un teatro al tal Gilberto ¿No puedes leer lo que dejó tu hermano como un cuento de ficción? No todo es ficción. ¿Y si fuera?
Toca la cubierta del primer cuaderno. La levanta con el índice y ve tan sólo un pedazo de cuadrícula y el dibujo de un gato metido en una caja con un globo de texto: prrrrrr. Sabe que si da vuelta a la hoja, el mismo gato estará dentro de la caja, muerto.
Escucha el teléfono pero el sonido que cruza el departamento para salir al cuarto de máquinas cubre el timbre. El vapor llena la tubería, primero a golpes, pam, pam, pam, y luego, con un zumbido bajo, que terminará afuera en un chillido, un grito largo y soprano que no se repetirá hasta dentro de cuatro horas. Sale del cuarto para ir a abrirle la puerta al técnico. Si piensa que el departamento está solo, no tardará en usar su llave. Las luces vuelven a parpadear antes de abrir la puerta.
—¿Marta?
Y ahí está él, vestido de traje, celular en mano. Marta no tiene tiempo de soltarse el cabello. El abrazo obligado no se hace esperar y Marta lo recibe como ha recibido ya tantos, dejándolo apretar su cuerpo contra la tela oscura de su traje.
—Gilberto.
Siente la sombra de su barba raspándole la piel cerca del cuello, barba seguramente de ese día, y no de varios, como la