Entre el posneoliberalismo y el ideal del Estado benefactor
Existe cierto consenso en la sociología argentina para clasificar los gobiernos posteriores a la crisis de 2001 y hasta 2015 como posneoliberales (Retamozo, 2011; Kessler y Merklen, 2013). Esto presupone dos acuerdos básicos: el acta de defunción del Estado de bienestar en la Argentina y la falta de un modelo de Estado definido más allá del neoliberalismo. Desde nuestro punto de vista, habría que añadir que, si bien podemos suscribir esos acuerdos, el kirchnerismo[8] forjado en ese período se desplazó entre las transformaciones dejadas por el neoliberalismo y un ideal de Estado de bienestar no necesariamente enunciado como tal. En la Argentina de los noventa, se consolidó un régimen neoliberal que popularizó la narrativa de un Estado ineficiente y deficitario, y que a través de una serie de medidas de “achicamiento” y “retracción” –privatizaciones de los servicios públicos (agua, gas, telefonía, electricidad) y del sistema previsional, reducción de subsidios y descentralización en educación y salud–, sumadas a la profunda desindustrialización, el desempleo y el crecimiento del sector informal, cercenó beneficios y esquemas de protección social propios de un régimen como el que proveía el Estado benefactor. No obstante, estudios como el de Isuani (2009) sobre gasto social durante ese período y hasta 2004 plantean que el Estado benefactor “resistió”, se reestructuró y se empobreció a la par de la sociedad, sin llegar a desaparecer.
La crisis de 2001 fue objeto de profusos análisis. Se creía que el colapso del régimen de convertibilidad monetaria que había regido la década anterior había hecho colapsar también el orden neoliberal. El gobierno nacional, al calor de su ideal de Estado proteccionista, implementó medidas en un sentido distinto. A partir de 2003 –pero sobre todo desde 2007–, avanzó con medidas como reestatizar el sistema previsional y el servicio de agua potable, crear la Asignación Universal por Hijo (AUH) y recuperar la línea aérea de bandera nacional y Yacimientos Petrolíferos Fiscales, entre muchas otras que evocaban al Estado benefactor. Desde entonces y hasta 2015, la expansión de derechos y beneficios sociales, culturales, educativos, sanitarios y jurídicos, a través de programas estatales –algunos de ellos conocidos como “planes sociales” de promoción educativa, sanitaria, productiva, del empleo, social, de la obra pública, cultural, energética–, significó el desarrollo de un régimen redistributivo que buscó frenar la incidencia del neoliberalismo. Dentro de este esquema se destacan los efectos redistributivos estructurales de la AUH y del régimen previsional inclusivo. Es probable que el rápido desmantelamiento de la mayoría de estos programas –ocurrido durante el primer año de presidencia de Mauricio Macri– haya sido una señal tardía de la fragilidad de aquel régimen de ampliación de la soberanía a través de un sistema de protección estatal basado en programas y planes.
Aun así, durante la primera década del siglo XXI las variables económicas relacionadas con el crecimiento del empleo registrado –principal garante de derechos y protección social– dan cuenta de las enormes mejoras, así como de las dificultades para disminuir el trabajo “en negro”, la precarización laboral y el desempleo. Por un lado, hubo un crecimiento anual del empleo de un 2,4% entre 2002 y 2014, y el poder adquisitivo del salario –que había perdido un 30% en 2002– alcanzó en 2009 los valores del último trimestre de 2001 (Beccaria y Maurizio, 2016: 25). También se constató una disminución de empleos no registrados o informales si se los compara con los índices de 2001, pero a la vez se advierte su persistencia. Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en el documento Informalidad del trabajo en la Argentina, hubo dos períodos marcados. Hasta 2008, y principalmente desde 2006, bajó el empleo no registrado porque la creación de empleo asalariado registrado fue superior a la destrucción neta de empleo asalariado no registrado, es decir, al blanqueo laboral. Pero desde la profunda crisis financiera internacional de 2009, el empleo asalariado no registrado presenta un ligero amesetamiento en torno al 33% del total de los asalariados (Bertranou y Casanova, 2014: 34), que también es producto de la desaceleración de los niveles de actividad a partir de 2011 (Beccaria y Maurizio, 2016: 39). Sin embargo, aun cuando los estudios mencionados coinciden en reflejar los esfuerzos redistributivos del período y las medidas tendientes a reducir el empleo no registrado y la precarización laboral, para reforzar la protección social a través del empleo e incluso fuera de este con los programas sociales, los datos de la época no eran alentadores.
Las innumerables cooperativas reconocidas y promovidas durante el kirchnerismo son una señal de los obstáculos para incorporar enormes segmentos de la población al mercado formal de trabajo y a los beneficios que este provee. Esas cooperativas de servicios y productivas agrupaban a los excluidos del mercado laboral, los “caídos” a causa de las políticas neoliberales durante la convertibilidad, que no podían reinsertarse. Incluían a desempleados del sistema formal, trabajadores de fábricas recuperadas y cuentapropistas, que recibían subsidios estatales para promover su actividad a través del plan Argentina Trabaja. En 2011, su fortalecimiento se tradujo en la creación de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP),[9] entidad que agrupaba a organizaciones de desempleados como Barrios de Pie, Movimiento Evita, Movimiento Popular La Dignidad y Corriente Villera Independiente, surgidas con la crisis de 2001. A la salida de la crisis, la CTEP dejó de obedecer solo al desempleo que era producto de las políticas neoliberales, y dio paso a una agrupación por oficios: motoqueros, feriantes, trapitos, costureras, trabajadores del cuidado y domésticos, transporte informal, entre otros (Pérsico y Grabois, 2014).
Así, la protección social ofrecida a través de aquellos programas y de una serie de regulaciones que desde 2003 habían ampliado el mercado de trabajo formal, bajado los índices de desocupación e incrementado el poder adquisitivo del salario coexistió con amplios y profundos espacios de desprotección. Porciones significativas de la población permanecían fuera del empleo formal, muy precariamente contenidas por el beneficio estatal, y debían buscar por otros medios su sustento.
Ahora bien: en ese proceso, la conflictividad de los “movimientos de desocupados” forjados en la crisis, más conocidos como piqueteros, no cesó. Administraron sus protestas por un tiempo, sin abandonarlas, e incluso las intensificaron hacia el final del kirchnerismo. Las protestas callejeras se sostuvieron durante los doce años kirchneristas y demandaron al Estado subsidios, ampliación de derechos, reclamos por despidos y aumentos salariales, entre otras reivindicaciones. Los cortes de calles, autopistas, puentes y rutas, las movilizaciones hacia los centros nacionales de decisión y las concentraciones en centros políticos e históricos jamás abandonaron el escenario político. Dado que las estrategias de sus referentes fueron heterogéneas –algunos hasta llegaron a integrar las burocracias nacionales de los ministerios de Trabajo y de Desarrollo Social (Perelmiter, 2012)–, las del gobierno también lo fueron. El fortalecimiento de una agencia estatal encargada de “contener” la protesta social en el espacio público y de acotar los márgenes de violencia en todo el territorio nacional fue una de ellas. La sombra del asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, militantes del Movimiento de Trabajadores Desocupados, ocurrido en junio de 2002 a manos de la Policía Bonaerense durante el corte del puente Pueyrredón que une Avellaneda con la CABA, luego de los homicidios perpetrados por la Federal en diciembre de 2001, dejó en claro que era necesario contar con una fuerza federal que pudiera contribuir también con la gestión de otras policías, dotada de capacidad para apoyarlas, controlarlas e incluso ejercer la fuerza contra ellas, como sucedió en diciembre de 2013 cuando la Gendarmería reprimió a la policía de Tucumán.[10]
En este contexto asistimos al crecimiento y la diversificación del despliegue de la Gendarmería en todo el territorio nacional, que la llevó a contribuir con la gestión de organizaciones o movimientos con capacidad para “alterar el orden público”. Su actuación se nutrió de la figura de los negociadores especialmente formados, quienes se ocupaban de indagar las características