El viento trata a la humareda como si fuera un animal arisco. Lo golpea. Puro empujón para que se encamine hacia Jujuy. Entre empujón y empujón, se ven el fuego, el hombre que ahora se junta, en el camino, con otros más, y el pedazo de algún techo que no se llega a reconocer. Julián busca, con la mirada, su casa, el patio trasero, el corral. Sabe que no será capaz de ver hasta que el viento arriero no abandone su trabajo. También sabe que seguirá soplando todavía después de que los campos hayan consumido su pasto y sus sembrados.
Ya no hay fuego en el norte. Solamente campos negros. Hilos de humo cada vez más pequeños. Ya no tapan por completo la vista del pueblo. Puede verse la plaza desierta. El boliche de Tomás. La casa del tío Lucio. Un granero convertido en chimenea. Más arriba, hacia el oeste, una familia entera trepando como cabras, con las espaldas cargadas de bultos. De este otro lado, camino de Coctaca, doce llamas adelante, seis personas atrás. Pronto se pierden detrás de una curva.
Julián no necesita relojes para saber que ha pasado mucho tiempo. El hambre que sentía al despertarse se fue apagando para encenderse, ahora, con más furia. ¿Qué ha hecho Bartolina en todas estas horas? Comer, andar, mirar al muchacho, de vez en cuando, para medir la distancia que los separa.
—¡Lina!
Y Lina corre hacia él y se deja acariciar. Entonces, Julián oye el último eco de su grito y se arrepiente. Tal vez lo escuche alguien allá abajo y le vaya con el cuento a Ciriaco, si es que aun no se ha ido. Puede sentir la soledad en el silencio del valle, pero hay cosas que se sienten con más fuerza. El miedo de resultar descubierto y de que su amiga se convierta en carne para el guiso. Eso se siente con tanta fuerza como la que ahora empeña Julián para voltear al animal y hacerlo rodar unos metros abajo, hacia el este, donde ya no es posible que lo vean desde el pueblo. Ella lo mira sorprendida, se reincorpora y corre más abajo todavía. Desde esa distancia, vuelve a mirarlo. Julián no sabe si es juego o desafío.
El hambre se siente con más fuerza. Ataca por la panza, luego se va y vuelve a aparecer hasta morder en la garganta. Habrá que pensar un plan. Habrá que bajar hasta los bordes del pueblo y esperar, como un gato, el momento justo para asaltar una despensa, una cocina. Será mejor la hora del atardecer, cuando las sombras se asemejan todas entre sí. Aunque si el pueblo está, como parece, abandonado, da lo mismo bajar más tarde o más temprano.
Julián retoma la posición del mirador. El humo ha desaparecido. Nadie en las calles ni en el camino grande. Tampoco en los senderos de los cerros. Es hora de bajar.
.9.
A mitad de la bajada, media legua hacia el sur, están los restos de la casa del Chuña. Julián usará las ruinas como corral para Bartolina. Son dos piezas con paredes de adobe, ya sin techo. La gente dice que tienen más de cien años. Todavía están de pie y eso es raro para tanto tiempo. Por eso los chicos de Humahuaca tienen prohibido acercarse al lugar. Algunos, sin embargo, han desobedecido a los mayores y cuentan que no hay nada que temer. La prima Cata ha estado allí y ha dicho lo siguiente:
—Dos veces fui y las dos veces me aburrí. No hay nada para ver, nada que meta miedo ni otras cosas. Después de la primera vez, se me dobló un tobillo en la bajada. Después de la segunda, me caí sobre un cardón nuevo. Dicen que es el castigo. Es poca cosa. Valió la pena pagarlo. Dicen, también, que por la noche es diferente. Dicen que el Chuña sale con el viento en una mano y con el fuego en la otra.
Julián recuerda los dichos de su prima. Recuerda que le dijo, igual que ayer:
—¿Y vos por qué no vas? ¿Sos hombre o qué?
Cata le lleva dos años de edad y mucha ventaja en valentía. Eso es lo que piensa Julián. Ciriaco dijo, alguna vez:
—Esa muchacha tiene coraje de hombre.
—Será medio cobarde, entonces —le respondió Lorenza.
Recuerda que sus padres se rieron y ese recuerdo le parece viejo. Como si hiciera mucho tiempo que sus padres no se ríen. Será por el asunto de la guerra.
Ahora comprueba que la casa del Chuña no tiene nada raro. Es tapera, como cualquier otra. Le falta puerta. Tendrá que construir una si no quiere que Bartolina se le escape o lo siga. Unos pasos hacia el sur, encuentra unos listones de cardón, medio podridos. Piensa que igual van a servir. Se equivoca, son demasiado cortos. Entonces, con mucho esfuerzo, arranca el marco de una ventana y obtiene cuatro palos que atraviesa en el vano de la puerta. Los acuña a patadas. Bartolina lo mira desde adentro. Cuando Julián toma el camino del pueblo, ella asoma la cabeza entre los palos que acaban de cerrarle la salida. Berrea. Julián levanta la mano y le dice que volverá enseguida.
Sin embargo, le llevará varias horas regresar. En la casa del tío Lucio no encontrará alimentos. En la cocina no hay cuchillos, ollas ni vasijas. No hay catres en la casa, leña en la leñera ni granos en el granero. Hay plumas de gallina sobre el piso del patio. En un rincón, contra un muro de piedra, carbones apagados y cenizas que el viento va levantando para llevar hacia el sur. La expedición de Julián debe continuar hacia el corazón del pueblo. Atraviesa el puente y se interna en las calles vacías. Puede escuchar el sonido de sus pasos y nada más. No se oyen voces, otros pasos, animales. El silencio, arriba de los cerros, es un abrazo de paz. Aquí abajo, tan cerca del mercado, donde el barullo solía dominar las mañanas, es un poncho de miedo. Donde no hay nada crece el miedo.
Llega hasta la tienda. Espía por un hueco de un postigo torcido. La claridad sobre el muro deja en sombras el interior del negocio. Intenta abrir la puerta, pero han echado trabas desde adentro. Los ojos se acostumbran a lo oscuro. Entonces ve que los estantes de la tienda están vacíos. No hay prendas, paños, comestibles ni herramientas. No hay balanza ni botellas. En los canastos solo se ve la tierra de las papas que no están y restos secos de verduras.
Decide no volver a detenerse hasta llegar a su casa. El sol rebota en las paredes y enceguece. Recién entonces, Julián se da cuenta de que ya no hay humo. Levanta la vista. El cielo está de su color. El viento continúa, pero ahora no tiene nada que llevarse.
El muchacho entra al terreno por el corral. Si hubiera alguien en la casa, desde allí podría controlarlo sin ser visto. El rebaño no está. La puerta del patio ha quedado mal cerrada y golpea contra el marco. Despacito, como si no quisiera crear alarma. Como en la casa de tío Lucio, en una esquina del patio, bajo la sombra de un algarrobo joven, hay un grueso colchón de cenizas. Julián acerca sus manos y comprueba que todavía están tibias. Debajo debe de haber tizones. La chimenea de la cocina no fuma. Es seguro que no hay gente en la casa. Todavía le pesa el temor de ser descubierto. Atraviesa la puerta. El interior conserva algo de calor. No hay objetos sobre la mesa. El mismo paisaje que en la casa de tío Lucio. Solo que ésta es su casa. Se han llevado hasta la cuna de su hermana. El sicu de cinco cañas está caído al lado de su catre. Todas sus prendas están dobladas y apiladas sobre una silla, listas para ser cargadas en el carro. En el fondo de la pila, el morral. Carga en él un par de pantalones, una camisa y el instrumento. Deja lugar para los alimentos. Sin embargo, no hay nada en la despensa. Ni yerba, ni hojas de coca. Se sienta a la mesa donde comía la familia, apoya la frente sobre la tabla, y llora.
.10.
El aire está ahora más brillante, los colores más firmes, el pensamiento más claro. Tres dolores tironean de Julián. El primero, el que lo ha dejado en el lugar en que se encuentra, es el de imaginar que su nueva compañera podría morir.
El segundo dolor es de naturaleza más extraña porque parece ir en el camino contrario. ¿Por qué sus padres no han removido cada piedra de los cerros hasta encontrarlo? ¿Eso habría deseado, aun al precio de tener que entregar a Bartolina? Hay dolores que no pueden entenderse y es mejor dejarlos que hagan su