En la oscuridad. Mark Billingham. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mark Billingham
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788742810101
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a tu chica.

      —¿Cosillas?

      —Unas cosillas de nada, te lo juro. —Una sonrisa cruzó lentamente su cara—. En serio, un rato de nada, tío, te lo juro por Dios.

      Theo recordaba aquella sonrisa de cuando iban a la escuela. A veces le costaba recordar que Easy ya no era un crío. Era más oscuro de piel que Theo, sus viejos eran de Nigeria, pero no importaba. Ambos eran del mismo sitio, de la misma zona de Lewisham, y casi siempre andaban con toda clase de gente. Había un montón de mestizos en la pandilla, aunque la mayoría eran jamaicanos, como él. También había algún asiático, hasta un par de blancos perdidos. Se llevaba bien con ellos, siempre que no pusiesen demasiado empeño.

      Se oyó un silbido desde el lee de atrás. Easy lo ignoró, pero Theo salió del green y, tras unos segundos, Easy le siguió.

      —Entonces, ¿te vienes luego?

      —Vale, siempre que sea un rato de nada —dijo Theo.

      —Claro. No habrá problema, T. Además, si surge algo, sabes que siempre lo tengo todo bajo control.

      Theo vio otra vez aquella sonrisa, y observó a su amigo dar unas palmaditas en el lateral de su bolsa de golf como si fuese un cachorro.

      —¿Qué coño tienes ahí?

      —Cállate.

      —¿Vas puesto o qué?

      —Mira, así es como yo lo veo. —Easy bajó la bolsa—. Un pitch para golpear la bola en el green, ¿no? Un putter para embocarla al hoyo. Y los otros... para otras cosas. —La sonrisa se hizo aún mayor—. ¿Me entiendes?

      Theo asintió.

      A veces le costaba recordar que Easy había sido un crío alguna vez.

      Theo se puso tenso cuando Easy abrió una cremallera y empezó a hurgar dentro de la bolsa. Intentó dejar salir el aire lentamente cuando su amigó sacó media docena más de bolas y las dejó caer de una en una.

      Easy sacó una madera y apuntó con ella a la bandera de la esquina más alejada del campo.

      —Lancemos unas cuantas a aquel.

      —Ese no es nuestro hoyo, tío. No es el siguiente.

      —¿Y? —Easy se colocó, mordiéndose el labio, concentrado—. Sólo quiero lanzar unas cuantas cabronas de estas. —Golpeó con fuerza sin darle a la bola por varios centímetros, y lanzando a varios palmos de altura un terrón enorme y húmedo.

      —Vale, Tiger Woods —dijo Theo.

      Easy volvió a lanzar. Esta vez la bola fue poco más lejos que el amasijo de barro y hierba.

      Ambos se giraron al oír el grito; vieron a un hombre mayor gesticulando hacia ellos desde la puerta de la pequeña cabaña que había junto a la entrada.

      —¿Qué le pasa?

      Theo escuchó y le respondió con un gesto.

      —Tienes que reponer tus divots.

      —¿Mis qué?

      Theo se acercó para recuperar uno de los terrones, volvió al punto de donde se había desprendido y lo colocó con el pie.

      —Es el protocolo, ¿me entiendes?

      —¿Qué coño de palabra es esa?

      —La forma en que haces algo. La forma correcta de hacerlo, ¿vale?

      La cara de Easy se ensombreció. Nunca se le había dado bien que le dijesen cómo hacer las cosas.

      —Así es como lo dicen, ¿vale? —dijo Theo.

      Easy escupió y se subió el pantalón del chándal. Buscó otro palo y echó a andar hasta donde estaban desperdigadas las demás bolas.

      —¿Qué cono haces?

      Easy se giró y golpeó la bola, enviándola con fuerza y a poca altura hacia el viejo.

      —Así es como yo hago las cosas.

      El viejo volvió a gritar, pero más alarmado que enfadado, saltando hacia un lado mientras la bola se estrellaba contra el lateral de la cabaña, por detrás de él. Easy volvió a apuntar; esta vez falló por más distancia, pero parecía más que contento con seguir lanzando. Otra bola chocó contra la cabaña mientras el encargado de mantenimiento desaparecía rápidamente en su interior.

      —Va a llamar a alguien, tío.

      —Que le den.

      —Yo sólo te lo digo.

      Easy ya estaba intentando encontrar más bolas, soltando tacos por lo bajo mientras rebuscaba en la bolsa.

      Theo se quedó parado mirándole, pensando que su amigo era un tarado, pero riéndose como un loco de todas formas.

      TRES

      JENNY VIVÍA AL NORTE DEL RÍO, EN MAIDA VALE, Y HELEN cruzó la ciudad para reunirse con ella en un café que había frente a la estación. No era un viaje barato, con el peaje urbano y el codicioso parquímetro, además de los tés a casi dos libras la taza, pero Helen no podía digerir el metro desde su segundo mes de embarazo.

      Se sentaron en una mesa junto a la ventana, viendo pasar a la gente como cucarachas bajo sus paraguas. Jenny saludó a un par de mujeres al entrar, charlaron brevemente sobre las vacaciones que se avecinaban. Tenía dos hijos estudiando en un colegio cercano y solía reunirse en aquel sitio con otras madres cuando iban a llevarlos o recogerlos.

      Sólo habían pasado un par de horas desde el desayuno, pero Helen engulló gran parte de los dos cruasanes de almendra antes de terminarse la primera taza de té. Jenny señaló la barriga de su hermana:

      —¿Estás segura de que sólo hay uno ahí dentro?

      —Creo que había dos, pero este se ha comido al otro.

      Helen siempre hablaba en masculino, aunque no sabía el sexo de su hijo. Les habían preguntado si querían que se lo dijesen en la ecografía de la duodécima semana, pero Helen había dicho que quería llevarse la sorpresa. Se había dado cuenta inmediatamente de que era una tontería; se había girado para mirar a Paul, que miraba con gesto imperturbable el monitor, y había estrechado su mano.

      Él sólo quería saber una cosa, y ninguna ecografía se la iba a decir.

      —Te sienta bien —dijo Jenny—. Antes te veía un poco delgada, la verdad.

      —Ya.

      Jenny siempre tenía algo positivo que decir, pero últimamente no hacía que Helen se sintiese mucho mejor. La línea que separaba el mirar el lado bueno de las cosas y desbarrar era muy fina. Jenny le había dicho que los cambios de humor hormonales te hacían más interesante y mantenían a los hombres a raya. Le había dicho lo infrecuente que era vomitar durante todo el embarazo, como si hubiese de sentirse especial por ello.

      Últimamente, sin embargo, no había sido tan positiva cuando se trataba de Paul.

      —¿Cómo va? —El gesto serio, como el que los doctores, y los presentadores de telediario, ponían a veces.

      Helen tomó un trago de té.

      —Le está costando.

      —Pobre niño.

      —Jen...

      —Es patético.

      —¿Cómo lo llevaría Tim?

      El marido de Jenny. Un contratista inmobiliario apasionado por la pesca y el mantenimiento de su coche. Bastante agradable, si te iban ese tipo de cosas.

      —¿Qué tiene eso que ver con nada?

      —Sólo era un comentario. —Helen se sintió ligeramente avergonzada por su forma de pensar. Tim era agradable, y aunque a ella no le gustaban ese tipo de cosas a Jenny sí, y eso debería bastar—. No creo que