Me levanto de un salto y voy al baño. Me desnudo y dejo caer la ropa al suelo. No tengo intención de afeitarme hoy, así que, abro la mampara de cristal y entro en mi espectacular ducha de piedra caliza. Abro el grifo y dejo que el agua caiga sobre mí, tratando de desconectar. Es lo que siempre hago. Cierro los ojos y pongo la mente en blanco.
Sin embargo, hoy no lo consigo. Una larga melena ondulada de color castaño claro y dos grandes ojos marrones me persiguen. Candela.
Trato de pensar en otra cosa, pero, aunque mi cerebro lo hace, hay otro de mis órganos que es incapaz de hacerlo.
Miro hacia mi entrepierna.
Joder.
Cambio la temperatura del agua hasta que empieza a salir helada.
Coño, qué frío.
Dos minutos más tarde cierro el grifo, me enrollo una toalla a la cintura y salgo de la ducha, ya más calmado.
Vale, mi asistente está buena, ¿y qué? Todas las tías con las que salgo están buenas, tampoco es para tanto.
«En unos días se me habrá ido de la cabeza», me digo. «Aunque hayan pasado tres años y todavía recuerde ese maldito beso bajo el muérdago».
Capítulo 3
TÉ DE KOMBUCHA
CANDELA
Es sábado por la mañana y estoy desayunando en casa con mi compañera de piso, Fiona. Aunque, «desayunando» no es la palabra que definiría lo que estamos haciendo, al menos para mí. Miro la taza de té que me ha servido Fiona. ¡Es un horror! Admito que yo no soy una fanática del té, English Breakfast y poco más, porque para que vamos a negarlo, como buena española prefiero el café.
—¿Qué horror es este, Fi?
—Kombucha.
—¿Cómo?
—Té kombucha. En realidad, es un probiótico fermentado naturalmente a partir del hongo…
—¡Puaj! —la interrumpo, tras darle un buen trago a la bebida, que encima mi amiga me ha servido fría, y escucharle decir que está hecha a base de hongos…
—No te quejes —replica mientras se bebe el suyo—. Si no vivieras pegada a ese ordenador las veinticuatro horas del día y me hubieras ayudado a preparar el desayuno tal vez te estarías tomando un café.
Suspiro. Ahora mismo mataría por un café bien cargado.
Fiona y yo estamos sentadas en una pequeña barra de madera que colocamos hace un par de años en el lateral de nuestra diminuta cocina. En realidad, de mí diminuta cocina.
La casa en la que vivimos pertenece a mis padres. Ellos viven ahora en Valencia, pero durante gran parte de su juventud vivieron aquí, en este mismo barrio. Los dos vinieron un verano a aprender inglés a Londres, como tantos estudiantes, y se conocieron trabajando. Como apenas tenían nociones del idioma empezaron desde abajo: mi madre era camarera de piso y mi padre friegaplatos. A pesar de la cantidad de inmigrantes que había en el hotel, eran los únicos españoles, así que se hicieron amigos.
Poco a poco todo fue cambiando para ellos: la amistad se convirtió en amor, aprendieron inglés y fueron ascendiendo en sus respectivos trabajos. Años más tarde, mi madre dirigía el hotel y mi padre era el chef del restaurante. Compraron esta casa al casarse, con la intención de quedarse en Inglaterra, pero al quedarse embarazada mi madre, decidieron regresar a España para criarme allí.
A pesar de todo, quisieron darme una educación británica. Estudié en un colegio inglés y cuando llegó el momento de elegir universidad, me decanté por una inglesa. Ahí conocí a Fiona. Es única en su especie. Con su piel clara, sus ojos verdes y su cabello rizado oscuro, casi negro, que siempre lleva suelto y que deja caer sobre sus hombros haciendo un bonito contraste con la ropa bohemia y colorida que se pone. Era mi compañera de cuarto y ha seguido siéndolo hasta la fecha. La adoro, pero somos muy diferentes y hay veces que la mataría. Por ejemplo, ahora mismo.
—¿Tanto te costaba hacerme un café? —reniego—. ¿Tampoco hay nada dulce?
—¿Te refieres a bollería?
—Me conformaría con una rebanada de pan de molde, la verdad.
—Eso es comida procesada, Candela, sabes que yo solo como realfood. Ten, por suerte para ti, he comprado un pan de centeno que te gustará, nada de pan blanco industrial. Puedo prepararte una tostada con aguacate y huevo o, si quieres decantarte por un desayuno más tradicional, también hay mantequilla.
—Está bien —accedo—, huevo con aguacate, gracias. Eso sí, si no te importa, me prepararé un café, estoy muerta de sueño.
Me levanto de la mesa y voy a poner la cafetera en marcha. Abro un armario tras otro sin encontrarlo.
—Fi, ¿hay algún problema con el café? Porque no lo veo.
—Ah, es que lo he comprado en granos de café. Tienes que molerlo.
—¿Molerlo? —La miro escandalizada. Tiene que estar de coña. Yo no tengo tiempo de ponerme a moler café, tengo mucho trabajo. No creo ni que tengamos un molinillo para poder hacerlo—. Por el azúcar ni pregunto, ¿verdad?
Fi ahoga un gritito.
—¿Te has vuelto loca? El azúcar es VE-NE-NO. No, no hay. Es hora de que dejes de intoxicar tu cuerpo y empieces a alimentarte como Dios manda. Tu cuerpo te lo agradecerá. Y también tu cerebro, seguro que rindes más en la oficina.
—Sí, seguro…
—Además, dices que tienes sueño, cuando empieces a comer sano, dormirás mejor. En ese armario de ahí hay un molinillo —señala—, lo compré el otro día.
—Lo dudo mucho —murmuro en voz baja mientras saco el cacharro y empiezo a moler el café. Necesito esa cafeína en mis venas ahora porque apenas he dormido un par de horas esta noche. Por no hablar de la noche del jueves…
Fui incapaz de conciliar el sueño después de haber salido corriendo de The Alchemist. Solo de pensar en verle la cara al día siguiente a Kenneth se me revolvía el estómago. Largarme de allí sin despedirme había sido una chiquillada, pero me entró el pánico. Estaba fuera de mi ambiente y me sentía incómoda y no se me ocurrió nada mejor. Claro, que cuando me levanté y me fui sin que se enterara no se me ocurrió pensar en qué iba a decirle al día siguiente. Kenneth había dejado muy claro que el viernes íbamos a tener una reunión a primera hora. Me pasé toda la noche dando vueltas en la cama, intranquila, y todo para qué, ¡para nada! Porque el muy cabrón se quedó teletrabajando.
Por fin, termino de molerlo, pongo agua en la cafetera y la pongo al fuego mientras tomo nota mentalmente de sacar un hueco para hacer el próximo día la compra.
Me apoyo en la encimera mientras espero a que empiece a chisporrotear. Cuando escucho su característico sonido y veo que el café empieza a salir, sacó una taza del armario, apago el fuego, me sirvo y me siento de nuevo junto a Fiona.
—El otro día, cuando saliste, pasó algo ¿no? —me pregunta enarcando las cejas al tiempo que bebe su té kombucha como si fuera lo más delicioso del mundo—. Estás rara desde entonces.
—El otro día —explico, llevándome una mano a la frente—, me dieron la gran noticia de que Kenneth Anderson va a ser mi nuevo gerente.
—¿Kenneth Anderson? ¿El que te besó en tu primera fiesta de Navidad en la empresa? —Me mira con los ojos muy abiertos.
—Solo fue un beso bajo el muérdago —replico intentando quitarle importancia.
—Solo fue un beso —tararea, como si se tratara de una canción—, por eso lo recuerdas tres años después. ¡Ja! Y voy yo y me lo creo.
—¡Fiiiiii! No