—A la familia —dijo ella sin comprender su actitud.
—No tengo familia.
—¿Ninguna?
—Mi padre nos abandonó cuando yo tenía ocho años y mi madre… Bueno, digamos que no estaba muy interesada en ser madre. Hace años que no sé nada de ella.
—Lo siento mucho, Riley, no tenía la menor idea… No quería recordarte cosas tristes.
—No lo has hecho. Está en el pasado y mejor olvidarlo.
—¿Cómo llegaste a la Marina?
—¿De qué otra manera podría ser? Me alisté —respondió divertido.
—Ya veo.
Había sido una pregunta tonta y Hannah guardó silencio.
Dejaron el restaurante unos minutos después y Hannah se quedó dormida. Se despertó cuando Riley apagó el motor del coche, y comprobó que su cabeza descansaba en el hombro de él. Se incorporó rápidamente, como si hubiera hecho algo malo.
—Lo siento, no me di cuenta…
—No lo sientas —respondió Riley molesto por su disculpa.
La ayudó a bajar del coche. Al llegar a la puerta del apartamento la abrió y sin decir palabra levantó a Hannah entre sus brazos. La joven, sorprendida, protestó.
—Riley, bájame. Peso mucho.
—Te aseguro que no pesas nada.
Entonces atravesó el umbral de la puerta y la depositó suavemente en el sillón de cuero.
Hannah le sonrió. Riley era un hombre lleno de sorpresas. Había estado segura de que se iba a casar con un monstruo, pero le demostraba lo contrario a cada paso. Tal vez ese matrimonio tuviera una oportunidad de perdurar.
Riley encendió la televisión. Hannah se disculpó, comenzó a desempaquetar algunas de sus cosas y decidió darse un baño. Mientras se bañaba, palpó su vientre. Nada indicaba que tuviera un niño dentro de ella, pero todavía no había llegado al cuarto mes de embarazo. El médico le había dicho que podría sentir algún movimiento cuando menos lo esperara y esa posibilidad le hacía mucha ilusión.
Cuando terminó, se puso una gruesa bata de franela y se cepilló el pelo. Riley todavía estaba mirando un combate de boxeo y bajó el volumen cuando la sintió entrar al salón. La miró con ojos muy abiertos, recorriéndola de arriba abajo.
—¿Pasa algo? — preguntó Hannah.
—¿Llevas eso normalmente cuando vas a dormir?
—Sí.
—Entonces me temo que el niño será hijo único —dijo Riley subiendo el volumen de la televisión.
Hannah se enfadó pero, como no sabía qué hacer, se sentó a mirar el combate. Las imágenes eran violentas. Ambos púgiles trataban de hacerse el mayor daño posible uno al otro.
—¿Por qué alguien querría luchar así? —preguntó durante los anuncios.
—Creo que diez millones tienen algo que ver en ello.
—¿Diez millones de dólares? —preguntó Hannah con incredulidad.
Tomó el periódico de la tarde que estaba en el suelo al lado de Riley y comenzó a leerlo.
—¿Te gustaría ir mañana a la iglesia conmigo? —preguntó Hannah.
—No —respondió Riley sin quitar los ojos de la pantalla.
Hannah dejó a un lado el periódico y bostezó.
—Ve a dormir. Te despertaré en cuanto entre.
—¿No te importa?
—No.
Hannah encontró otra manta en el armario del pasillo y se envolvió en ella encima de la cama de Riley. No le parecía correcto acostarse bajo las sábanas cuando su intención era dormir en el sofá cuando él hubiera terminado de ver el boxeo.
Aunque estaba exhausta, le costó trabajo dormirse. Había sido un día muy extraño. Se había casado con un hombre al que apenas conocía y al quedarse los dos solos había descubierto que era muy agradable. Dudaba sinceramente que pudiera llegar a amarlo como a Jerry. Jerry había sido un hombre especial. No era probable que llegara a encontrar a alguien como él.
Riley era rudo, no podía negarlo. Tomaba cerveza como si fuera soda y le gustaban las exhibiciones de violencia, como el boxeo. Pero habían tenido una magnífica cena de boda y evidentemente trataba de agradarle. Sonrió al recordar cómo la había tomado en sus brazos al traspasar el umbral, pero no pudo evitar una mueca de disgusto al recordar la forma en que la había mirado al verla con la bata y le había anunciado que el niño sería hijo único.
Con un gran esfuerzo cerró los ojos, aunque sabía que no se iba a dormir. Estar en la cama era mucho mejor que ver una pelea de boxeo. Se movió y sintió que estaba muy cómoda. Su brazo rodeaba una almohada, aunque ésta no era muy suave. Abrió los ojos y se encontró con unos ojos que la miraban intensamente.
—¿Puedo saber qué haces aquí? —preguntó Hannah.
—La pregunta es, mi querida esposa, ¿qué haces tú agarrándome como si no tuvieras intención de dejarme ir?
Hannah quitó su brazo inmediatamente y se sentó en la cama. Para su sorpresa, estaba debajo de las sábanas.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó.
—¿Hacer qué? —Riley bostezó con un fuerte rugido.
—Dijiste que me despertarías.
—Lo intenté.
—Obviamente no insististe mucho —dijo Hannah y salió de la cama—. No tenías derecho… Acordamos que…
—Espera un momento, cariño, si tú…
—No me llames cariño. Nunca.
No le gustaba cómo lo había dicho. Jerry siempre lo había pronunciado con gran ternura y no iba a permitir que ese hombre profanara los preciosos recuerdos que tenía de su novio.
—Está bien. Para tu información, traté de despertarte, pero dormías profundamente. O te arrastraba hacia el salón o te dejaba dormir, y opté por lo último.
Hannah lo miró fijamente. Se había levantado de pronto y se sentía bastante mareada.
—Hannah, estás muy pálida. ¿Te pasa algo?
—Estoy perfectamente —mintió—. La conocida sensación se apoderaba de su estómago. Un sudor frío se apoderó de su frente y sus rodillas no la sostenían.
—No hay razón para que estés tan disgustada. Haré lo que haría un caballero y dormiré sobre la manta. Nuestros cuerpos no se tocarán, te lo prometo. Hannah, ¿me estás escuchando?
Ella no escuchó lo que le decía. Corrió hacia el cuarto de baño con la mano en la boca y llegó justo a tiempo para vaciar su estómago.
Riley la ayudó a levantarse y le limpió la cara cuidadosamente con un paño húmedo.
—No quería disgustarte. ¡Maldita sea! Si hubiera sabido que ibas a enfermar, me habría acostado en el sofá. Mira, tú te quedas en la cama y yo acamparé en el salón hasta que nos mudemos.
Era tan cariñoso, se mostraba tan preocupado… Hannah tocó la mejilla de Riley con la punta de sus dedos y le sonrió débilmente.
—Que esté enferma no tiene nada que ver con el disgusto. Es el bebé.
—¿Con qué frecuencia ocurre esto?
—Ahora estoy mejor que en los primeros meses.
—¿Con qué frecuencia? —repitió con firmeza.