Antes de marcharse, George Raymond le había pedido que llevara unas cajas a la Casa de la Misión en el centro de Seattle. Hannah sabía que se lo había pedido para sacarla del letargo en el que estaba sumida desde la muerte de Jerry.
Esperó a que avanzara la tarde, retrasando el encargo tanto como pudo, y colocó las cajas en la parte trasera de la vieja furgoneta Ford de su padre, sin mucho entusiasmo. Le sorprendió el intenso tráfico que había en la ciudad, hasta que recordó que ese fin de semana Seattle celebraba la Feria del Mar, el festival de verano. Había algunos barcos de la marina atracados en la bahía de Elliott y esa tarde tendría lugar el famoso desfile de las antorchas.
Sin embargo, nada de esto le interesaba. Cuanto antes entregara las mercancías más rápidamente podría regresar al seguro refugio que era su hogar. Ya se marchaba de la Misión cuando la interceptó su director, el reverendo Parker. Estaba muy preocupado por saber cómo se encontraba e insistió en que tomara una taza de café con él. Tuvieron una amable charla hasta que Hannah, impaciente por marcharse, le dijo en tono firme que estaba bien. Era una mentira, bien lo sabía, pero no quería hablar de lo enfadada que estaba y de la gran desilusión que sentía. Otros habían sufrido pérdidas aún mayores que la suya, y el tiempo había restañado sus heridas. Pero su dolor era muy reciente, muy lacerante.
El reverendo Parker la acompañó cariñosamente hasta la puerta.
—Los caminos de Dios son insondables —dijo.
Hasta la muerte de Jerry, Hannah nunca se había cuestionado su papel en la vida. Cuando otros sufrían ella los había confortado, consciente de que su pena era la voluntad de Dios. Eso era lo que había aprendido desde pequeña, pero… si Dios era tan amoroso y bueno, ¿por qué había permitido que Jerry muriera? No tenía sentido para ella. Jerry era un hombre singular, bueno y amante de Dios. Estaban muy enamorados y aunque se iban a casar, sólo se habían besado y acariciado. Se deseaban como todas las parejas profundamente enamoradas; pero Jerry se las había arreglado para que no sucumbieran a la tentación. Ahora Hannah deseaba aunque fuera sólo una vez más poder estar en sus brazos. Daría todo lo que pudiera tener en este mundo por haber sentido su tacto y entregarle su virginidad.
Pero eso ya no sería posible.
Hannah se despertó temblando. Miró fijamente a la pared y sintió que su estómago se había calmado. Miró el reloj y vio que ya era muy tarde para ir a la iglesia. De todas maneras no le apetecía escuchar el sermón de su padre. No le haría ningún bien. Las lágrimas inundaron sus ojos y el sueño se apoderó de ella nuevamente.
Los ojos oscuros del marinero volvieron a mirarla como aquella noche en que la llevó a la habitación del hotel. Hannah nunca olvidaría su mirada conmocionada al darse cuenta de que ella era virgen. El tormento y la incredulidad que había leído en sus ojos la perseguirían hasta la tumba. Por un momento temió que la alejara de él, pero se alzó en la punta de los pies hasta alcanzar su boca, y lo besó con fruición. Entonces…
Hannah lanzó un gemido y con un gran esfuerzo volvió a apartarlo de su mente. No quería pensar en Riley Murdock. No quería recordar nada de él. Ni siquiera la afectuosa manera en que la consoló después ni las graves preguntas que adivinaba en su mirada al abrazarla.
«Vete», pensó Hannah sin fuerzas. «Déjame en paz».
Y volvió a caer en un sueño agitado donde la esperaba Riley.
Después de su conversación con el reverendo Parker, Hannah había ido hacia el callejón donde había aparcado la furgoneta. Disgustada, vio que varios coches habían bloqueado la salida. Podía haber ido a la policía para que remolcaran los coches con cargo a los dueños, pero eso habría sido un comportamiento mezquino.
Como el desfile estaba a punto de comenzar, Hannah había decidido quedarse en el centro para verlo. No tenía ninguna prisa por volver a casa.
Los muelles estaban abarrotados de turistas. Los marineros estaban por todas partes. Sus blancos uniformes destacaban entre la multitud.
Las gaviotas, que volaban en círculos, proyectaban sombras gigantes sobre los embarcaderos. El fresco olor a mar se mezclaba con el aroma del pescado frito y la sopa de almejas. El olor a comida le hizo recordar que no había comido nada desde el desayuno. La sopa de almejas se le antojaba un delicioso manjar, pero las colas eran largas y no le apetecía esperar.
Qué diferente habría sido todo esto si Jerry estuviera a su lado, había pensado Hannah en se momento. Recordó los innumerables momentos felices que habían pasado juntos. El año anterior Jerry había participado en la carrera de la feria y se habían quedado al desfile, riendo y bromeando, abrazados uno al otro.
Se sentía extenuada después de subir desde el muelle hasta el mercado Pike. De pronto se encontró en la ruta del desfile, la gente apiñada junto al bordillo de la acera.
Los vendedores recorrían la calle y los niños, como pequeños juglares danzantes, les compraban sus artículos. Hannah los había mirado distraída, sin fijarse por donde caminaba. Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, tropezó y fue a dar contra un sólido pecho masculino. Por un momento pensó que había chocado contra un muro de ladrillos, pero el par de fuertes brazos que sujetaron sus hombros la convencieron de que no era así.
—Lo siento —se disculpó con voz trémula.
Era un marinero alto y musculoso. Aunque se le antojaba una tontería, a Hannah le pareció que se trataba de un pirata. Un pirata osado y valiente. Tenía el pelo y los ojos oscuros. No era precisamente guapo. Sus facciones eran demasiado marcadas. Entonces el hombre esbozó una encantadora sonrisa, sus dientes blancos y perfectos.
—Lo siento —volvió a disculparse Hannah, avergonzada de la forma en que lo había mirado, tan detalladamente.
No había podido evitar ser curiosa. Él parecía tan distante y retraído, que Hannah se había sentido forzada a ampliar su disculpa.
—No estaba mirando por dónde iba —agregó con una débil sonrisa.
—¿No se habrá hecho daño? —preguntó el joven.
—No, estoy bien. ¿Y usted?
—Perfectamente —respondió y continuó su camino tras mirarla de arriba abajo.
Después de este breve encuentro, Hannah había decidido quedarse en un lugar desde donde pudiera ver bien el desfile, que acababa de empezar.
Cautivada casi contra su voluntad, se había quedado hasta el final, cuando ya había anochecido. Cuando la multitud comenzó a dispersarse se dirigió hacia el callejón, con la esperanza de que la furgoneta no estuviera bloqueada. Como todavía había bastante gente en la calle, no pensó que habría ningún peligro en ese lugar apartado de la ciudad. Pero según se acercaba al callejón se dio cuenta de que apenas se veía a nadie.
Cuando vio las dos sombras que la seguían pensó ingenuamente que no había ningún problema, al tratarse de dos personas. Pero al darse la vuelta y ver que se acercaban demasiado y con actitud amenazante, supo que estaba en peligro.
A medida que se acercaba a la calle de la Misión, detrás de la cual había aparcado, vio que todavía la seguían. Apretó el paso y agarró su bolso fuertemente. El miedo recorría su cuerpo. Aunque caminaba todo lo rápidamente que podía, los dos individuos acortaban la distancia cada vez más. Había hecho mal en separarse de la multitud. Su padre siempre le había advertido sobre eso. Quizá deseaba morir. Pero de ser así, ¿por qué estaba tan terriblemente asustada?
De pronto vio las luces de un bar del muelle y sin pensarlo dos veces entró apresuradamente. Atravesó una gruesa cortina de humo de cigarrillos y sintió como si todos los hombres la miraran fijamente por encima de sus vasos de cerveza. Al fondo había una mesa de billar donde jugaba un grupo con cazadoras