Parczew es una aldea del interior del país, como tantas miles que existen en todo el mundo, con su calle principal, su supermercadito, sus tiendas de regalos espantosos y ropa pasada de moda, sus edificios administrativos, sus antenas parabólicas, sus amas de casa charlando en la vereda, sus escolares volviendo a casa con la mochila al hombro, sus carteles indicando que la ciudad más cercana se encuentra a 19 o 27 kilómetros, la cual será exactamente idéntica a esta. Es en esta tierra que echó raíces el manzano; pero el número 33 de la calle Ancha no me inspira nada.
Hay una calle de la cual el Yizker Bukh habla mucho: la calle Zabia (o calle de las Ranas, dado que el río está muy cerca). Estamos en los años veinte. Aunque es estrecha como el pico de una botella, la calle desborda de vida y actividad. Allí se encuentran los edificios más importantes de la comunidad: la antigua sinagoga de madera donde se acude para la oración matinal, el oratorio jasídico de Gour, bastión de los ultraortodoxos, la yeshiva para estudiantes rusos mantenidos por una sociedad de beneficencia, los locales de las organizaciones sionistas, la Unión Profesional (Profesioneler Fareyn), cuyos obreros alteran la quietud de los religiosos con el ruido de sus máquinas de coser, sus peleas, sus canciones de amor y sus eslóganes. Las casas en ruina, sostenidas por vigas en declive y agujereadas con ventanas al ras del piso que no dejan entrar la luz, se alternan con residencias más elegantes y tiendas a las que se baja por una escalera empinada, cuidada por mujeres chismosas con peluca. Contrariamente a las demás calles de Parczew, la calle de las Ranas está asfaltada, excepto delante de los lugares de culto, donde se circula por una vereda de madera.
El martes, día de mercado, la multitud puebla la calleja, anda por las calles adyacentes, invade los puestos, las tabernas, la sinagoga, los oratorios, se amontona alrededor de las carretas repletas de víveres. Los campesinos polacos venidos de los pueblos se mezclan con los viejos judíos vestidos de caftán, los hassidim vestidos con camisas sin cuello, los holgazanes que se acercan en busca de un buen negocio, los artesanos, los cargadores, y todo ese mundo fisgón, mercantil, compra (huevos, gallinas, carne, pescado, semillas, madera, lino, telas, pieles, joyas, artículos de cuero, cestas, vidrio), después se hace arreglar la suela de una bota y se traga un vaso de vodka acompañado de arenques o pepinillos. Entre comerciantes, la competencia es feroz. Gritan, se interpelan en un sabroso ídish. Si alguna fiesta judía cae el día martes, el mercado no abre, pues los campesinos saben que todos los comercios estarán cerrados (Efrat-Hetman, 1977: 106-108)9.
Marek, Audrey y yo damos la vuelta al Rynek, plaza tranquila donde los viejos se sientan en los bancos a tomar aire fresco, a la sombra de los castaños. Del otro lado de la calle, se alinean los negocios (una juguetería, una peluquería) pintados en tonos pastel, rosa y celeste, malva y beige, color siena. El 23 de julio de 1942, se rastrilló el gueto de Parczew, y de esta plaza deportaron a 4.000 personas hacia Treblinka.10 En su texto etnográfico, la vieja polaca describe la escena: “La plaza estaba llena de gente sentada. Al que se levantaba, lo mataban. Hacia el mediodía, comenzó la marcha hacia la muerte. Los alemanes tenían fusiles y perros, escoltaban la columna en la cual caminaban viejos, madres con sus hijos de la mano, gente enferma y débil. Aún hoy, vuelvo a ver a mi amiga del colegio de la mano de su madre, perdiendo sangre porque le habían disparado en la pierna. A su lado, un niño perdido. Una joven judía, en shock, comenzó a huir hacia el campo y la mataron de un tiro. Todos fueron llevados hacia la estación de tren y puestos en vagones” (Seroka, circa 1990).
Después de una segunda Aktion en octubre de 1942, otras 2.500 personas (originarias de Parczew o refugiados de toda la región) son deportadas a Treblinka. Cientos de ellas logran escaparse al bosque cercano, mientras que los últimos judíos son enviados al campo de trabajo de Miendzyrec Podlaski, a 50 kilómetros al norte (Spector, 2001: 969).
Quizá estos viejos polacos sentados en los bancos del Rynek, a la sombra de los castaños, sonriendo con bocas desdentadas, también presenciaron la escena o participaron en el pogromo de 1946 como estudiantes11; pero, al no ser hoy más que la sombra de ellos mismos, se han convertido en la contracara de mis ancestros, siluetas etéreas errando en el tiempo, hebras que brillan en las napas de niebla a flor de tierra, como esos Barbaronin y demás glorias de la comunidad judeo-piamontesa, a quienes Primo Levi rinde homenaje al inicio de El sistema periódico.
No sé nada de Moyshe Feder, el padre de mi abuela, salvo que le dio su apellido a su hija natural (Idesa Korenbaum, “llamada” Feder) y que tiene dos hijas de su esposa legítima. Los Korenbaum son oriundos de Maloryta, un shtetl del Imperio ruso hoy situado en Bielorrusia, a unos cien kilómetros de Parczew y de Brest Litovsk. Ruchla Korenbaum, la madre de mi abuela, tiene seis hermanos, entre los cuales figura Chaim, vendedor ambulante en Rhode Island, y David, guardia forestal que surca en trineo las propiedades de los nobles para vigilar cómo crecen los pinos y mostrar a los leñadores los especímenes más hermosos.
Ignoro si hay algún Jablonka entre los primeros judíos que se instalan en Parczew en 1541, sólo puedo remontarme hasta el siglo xix. La madre de mi abuelo se llama Tauba, que significa “la paloma”. Nació en 1876, no tiene profesión, está enferma de tiroides y de los riñones. Un especialista de Varsovia podría tratarla, pero el viaje y la operación cuestan demasiado caros. Su marido tardío, el padre de mi abuelo, se llama Shloyme. Algunas fuentes indican que nace en 1865, otras en 1868. En el registro civil rabínico de Parczew, aparece a veces como “obrero”, a veces como laznik, vocablo polaco que designa al servidor que se ocupa de los baños del rey. Les pregunto a los hijos de Simje y Reizl, primos argentinos de mi padre, qué saben de su abuelo. La respuesta me llega por mail: Shloyme es un hombre muy devoto, no hay fotos de él porque los religiosos se niegan a fotografiarse (por obediencia al mandamiento que prohíbe la fabricación de imágenes), se ocupa del mikvé, el baño ritual.
Un día que Bernard me traduce un capítulo del Yizker Bukh, ¡qué alegría!, se hace una alusión a él: “Shloyme Jablonka el beder”, o sea, “el guardián del baño” (Leybl, 1977: 89-91).
–Primera certeza –le digo a Bernard, satisfecho–. Mi antepasado se ocupa del mikvé.
–¡No! –exclama Bernard–. Estás confundiendo mikvé y bod.
El mikvé es una pileta donde uno se sumerge en cuclillas, una suerte de cisterna con escalones que bajan hasta el fondo. Se lo debe alimentar con determinada proporción de agua corriente natural, proveniente del río, del mar o del cielo. La cantidad de agua mínima requerida es de 40 seah, es decir, 332 litros. Los hombres van allí los sábados por la mañana, al igual que la víspera de Yom Kipur. Las mujeres deben ir a purificarse después de cada menstruación, es una obligación legal, y una anciana