2. L’enfant terrible
Si alguien merece el calificativo de enfant terrible de las letras japonesas, ese es Osamu Dazai. Su vida, tal como la recuerdan los que lo conocieron o como él mismo la relata en sus escritos autobiográficos, estuvo signada por la vergüenza, la perplejidad, el tormento y la ansiedad. Siempre anduvo a contracorriente de las normas preestablecidas en el contrato social, lo que en una sociedad tan rígida y conservadora como la japonesa, regida por las ideas de Confucio, lo llevaron a convertirse en un marginado, en un auténtico paria, a pesar de su origen aristocrático. Fue Dazai una persona hipersensible, un mitómano al que afectaban en alto grado las opiniones de los demás. Parecía un personaje extraído de la novela de Joris Karl Huysmans, À rebours, y tenía algo de dandy decadente, un poco degenerado, al estilo de un joven Rimbaud o de un diletante Baudelaire. Padeció el drama de los genios prematuros, que no logran ser reconocidos por sus pares ni por sus contemporáneos, un fenómeno que no es exclusivo del arte, pues forma parte de la conducta sediciosa de los humanos.
Ozamu Dazai nace como Shûji Tsushima en Kanagi, al norte de Japón, en 1909, dentro de una aristocrática familia de terratenientes. Su padre fue además un político destacado, miembro del Parlamento. Por ser el penúltimo de una larga prole de once, la educación de Dazai fue descuidada y el contacto con sus padres lejano, creciendo con bastante libertad bajo la influencia a veces perniciosa de los numerosos criados que cumplían sus labores en el caserón familiar. De naturaleza tímida y retraída, se refugia en la lectura y en una especie de atributo histriónico que descubre en su interior, mediante el cual, actuando como un payaso, hace reír a mandíbula batiente a los demás. Pero en el fondo sus payasadas, como él mismo las califica, no son más que el escudo donde se oculta un espíritu atormentado y afligido que no encuentra su lugar en este mundo.
A pesar de su formación un tanto descuidada logra ingresar a la prestigiosa Universidad Imperial de Tokio, donde cursa estudios de Literatura Francesa durante cuatro años sin lograr obtener el título. Hay quienes afirman que no se presentó un solo día a clases. Desde muy joven lleva una vida desenfrenada. Se aficiona al alcohol y frecuenta los lugares de peor reputación en un intento, según él, de codearse con la gente del común, pues siempre sintió una especie de complejo de culpa por el hecho de haber nacido en el seno de una familia aristocrática. Por aquella época, finales de la década del veinte, las ideas marxistas estaban de moda, y Dazai llegó a participar en el recién creado Partido Comunista, aunque más tarde se burlaría de esa experiencia como si se hubiera tratado de una payasada más.
El proceso de deterioro de Dazai se acelera convirtiéndose en un intento claro de autodestrucción. Es significativo que al inicio de su segunda y última novela, Indigno de ser humano (Ningen shikkaku, 1948), de indudable naturaleza autobiográfica y publicada unos pocos meses antes de su muerte, nos recibiera con esta frase, que destila el nihilismo más desesperanzador: “Mi vida ha estado llena de vergüenza. La verdad es que no tengo la más remota idea de lo que es vivir como un ser humano”. Más allá de los conflictos familiares, en especial de la pésima relación que sostuvo con su recio e inflexible padre, que lo desheredó al enterarse del escandaloso affaire de su hijo con una geisha de bajo rango, la naturaleza de la conducta iconoclasta de nuestro autor es a mi entender de carácter metafísico. Dazai siempre se planteaba, como más tarde lo expondría brillantemente el filósofo Emil Cioran, un asunto fundamental: el inconveniente de haber nacido.
El suicidio está presente como un tema recurrente en sus escritos y en su propia existencia desdichada. Es posible que la muerte voluntaria de Ryunosuke Akutagawa (1892-1927), que causó un impacto fulminante en el joven Dazai, de apenas dieciocho años, que lo veneraba como a un dios redivivo, haya producido en su mente un deseo inconsciente de imitación. Amén de su enfermiza vocación suicida, Dazai comparte con el genial Akutagawa la predilección por las formas breves, ya que apenas escribió un par de novelas de mediana extensión y cerca de doscientos relatos. Al igual que su modelo, en sus narraciones predomina cierto regusto por los temas oscuros, aquellos que revelan las miserias y vilezas de los humanos, y en lo que respecta a los escritos autobiográficos, que constituyen la inmensa mayoría, un tono opaco, objetivo y frío, distante, desconsolador. No creo estar haciendo un descubrimiento espectacular al sugerir una lectura en paralelo de Indigno de ser humano de Dazai y Los engranajes (1927) de Akutagawa, ambas obras escritas con la intensidad y la furia de dos seres que poseen la conciencia y la lucidez que les permite reconocer que están en el corredor de la muerte.
Antes de su apoteosis final en el recrecido canal del río Tama, Dazai había sumado tres o cuatro intentos de suicidio. El primero, siendo muy joven, en compañía de una chica a la que apenas conocía pero tan desesperada como él. Se arrojaron al mar embravecido por los lados de Kamakura, la infeliz chica murió y a Dazai lo rescataron unos pescadores. Más tarde, en diversas ocasiones, confesaría que había olvidado el nombre de la suicida –los biógrafos de Dazai averiguaron que se trataba de una joven humilde llamada Shimeko Tanabe. Poco después contrajo matrimonio con Hatsuyo Oyama, la geisha con la que había sostenido una furtiva relación que dio motivo a que el padre de Dazai lo hubiera desheredado. En esta nueva etapa de su vida tampoco obtuvo ningún tipo de sosiego, pues su situación financiera era cada vez más apurada, sólo contando de vez en cuando con la ayuda de uno de sus hermanos. Continuaba bebiendo como un poseso e incluso recurrió al uso de drogas fuertes, se resentía su salud y en una oportunidad tuvo que ser internado de gravedad en un hospital. Mientras sufría como un endemoniado, en particular por el síndrome de abstinencia, su esposa lo traicionó con su mejor amigo. Al salir del hospital y enterarse del adulterio, Dazai le propuso a su mujer que se suicidaran juntos, ésta aceptó, pero la dosis de somníferos que tomaron no fue suficiente, y así el asunto acabó en una intoxicación y en sana separación.
En 1940 Osamu Dazai se casa con Michiko Ishihara, una maestra de secundaria que le había presentado su amigo el escritor Masuji Ibuse. Muy pronto la pareja abandona Tokio huyendo de los estragos de la guerra y se instalan en la tranquila y pacífica ciudad de Mitaki. Durante aquellos años, que se prolongan hasta comienzos de 1945, Dazai logra escribir algunas de sus mejores obras como ¡Corre, Melos! (Hashire Merosu, 1940), uno de los varios relatos inspirados (o ambientados) en la literatura occidental. Y lo que es sin duda más importante, Dazai encuentra por primera vez en su convulsionada existencia el ambiente necesario para disfrutar de la vida familiar. Pero aquel breve idilio no estaba destinado a durar.
Poco antes del final de la guerra en 1945, Dazai regresa a Tokio y comienza una fulgurante carrera como escritor pues se le considera como uno de los mejores representantes de la nueva literatura, la que dará cuenta de las violentas transformaciones que se están produciendo en la sociedad japonesa como consecuencia de la derrota en la conflagración bélica. Una de las primeras obras que publica ese mismo año es Otogizôshi (cuyo título ha sido traducido de diferentes maneras al español: Cuentos de cabecera o Cuentos de hadas), conformado por varios relatos de la tradición folclórica de Japón adaptados por Dazai para ser leídos a su hija pequeña en el refugio antiaéreo donde se resguardaban durante los terribles bombardeos que arrasaban la ciudad de Tokio.
La creciente fama de Dazai no impide, sin embargo, el desorden de su vida afectiva, su propensión a la polémica y la vuelta a sus costumbres de bohemio, lo que va acelerando su deterioro físico y mental. Desde los comienzos de su carrera de escritor su relación con sus colegas