Mariposas de invierno. Julià Guillamon. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Julià Guillamon
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Математика
Год издания: 0
isbn: 9788412226713
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parecer un escudo que cubre el cuerpo de un indígena que danza para invocar vete a saber a qué o a quién.

      Como la mariquita, el chinche de escudo verde (en general todos los pentatómidos, pero este quizás más que otros, de color tostado o a rayas) es un gran escalador de dedos. Se deja sostener un rato en el dorso de la mano, sin parar de moverse hacia adelante y hacia atrás, hasta que empieza a subir por el costado del dedo índice, de ahí pasa al dedo medio y trepa hasta su extremo. Los niños quieren seguir jugando y que tontee un rato más por brazos y manos, pero al mismo tiempo les gusta sentir el cosquilleo del riesgo: «Ay, ay, que va a volar». Realiza una de sus rotaciones en la yema del dedo, divisa el entorno, se para un momento, abre las alas, se da un impulso con el trasero y sale volando. Mientras se aleja, mira al chaval que no ha sido capaz de retenerlo. «Ahí te quedas, majo».

      El bicho de jormolín

      La Agelastica alni, el escarabajo de los alisos, es redondo, metalizado, negro con un reflejo azul oscuro. Se come las hojas del aliso con una voracidad sistemática: muerde el dorso de la hoja hasta traspasarla. Entonces empieza a deshacer hiladas y forma un gran agujero, con diferentes lóbulos. Del dorso pasa a la parte soleada, o más soleada, porque los alisos crecen en las umbrías, donde no toca mucho el sol, con las raíces en remojo en un arroyo o una acequia. Las hojas tiernas brillan y el escarabajo del aliso, que también es brillante, parece una piedra para engastar en un anillo. Un pequeño diamante, un pequeño brillante, habría dicho mi madre, que suspiraba por ellos. Las hojas tiernas son las almohadas de seda en las que reposan los anillos y se enroscan los brazaletes de los escaparates. El escarabajo de los alisos nunca descansa. Pasa por encima del nervio de una hoja y encuentra otra hoja tierna a la que hincar el diente. O tropieza con otro escarabajo y se le monta encima. Quizás se siente lleno y por eso parece dormido. Viene el chaval, lo empuja con el dedo. Empieza a caminar por la hoja medio roída. Es un insecto sociable. No he visto ninguno que salga volando de la mano de un niño. Si no ve claro ir caminando por la palma, se apresura a darle la vuelta al dedo y pasar al dorso de la mano. Si giras la mano para verlo caminar por el dorso, busca otra vez la palma. Puede estar horas pasando de un lado a otro de las manos de la gente.

      Cuéntale a un niño que no sabes cómo se llama el escarabajo que cada semana ves en los árboles de la fuente. «Sí: el bicho de jormolín». «¿Qué quiere decir de jormolín?». Se enfadaba Pau porque creía que todos debíamos comprenderle y lo exteriorizaba estrepitosamente. «¡De jormolín!». No salía de ahí. Pero señalaba la Agelastica alni y nos entendíamos. Tenía alguno más de estos nombres inventados de animales. Por ejemplo, los manosés. No había manosés en los árboles cerca de nuestra casa, y nos llevó años enterarnos de qué bestia se trataba. Un día, estábamos viendo la versión de dibujos animados de El libro de la selva y llegamos a la escena de los buitres que quieren zamparse al moribundo Mowgli. En la versión española los buitres hablan con acento andaluz: «¿Qué vamo a hasé?». Uno, dos, tres, cuatro manosés en una rama.

      Estamos en el piso de Barcelona. Cris, convaleciente, duerme desde hace rato. Le pregunto a Pau, que ya tiene veinte años, de dónde sacó lo de los famosos bichos de jormolín. «De una película de Astérix». Insisto hasta que me enseña el fragmento en YouTube. Es una escena de Astérix y Cleopatra. Astérix, Obélix, Panorámix y el perro Ideafix están en medio de un desierto comiendo gachas. Obélix cierra los ojos y sueña con lagos de cerveza, salchichas y quesos. Es una escena de alucinación, inspirada en el episodio de los elefantes rosas que acompañan la borrachera de Dumbo. En un momento del sueño aparecen unas piernas de jabalí asadas que andan solas. «¡Es aquí!». Nos fijamos a ver si en la letra de la canción aparece alguna palabra francesa que el niño hubiera podido entender como jormolín. No encontramos ninguna. «Mira, papá, lo pongo en jormolín»: le daba un empujoncito con el dedo y el escarabajo de los alisos arrancaba a caminar, bonachón, ignorante de los peligros de la vida.

      El ciervo volante

      El Lucanus cervus tiene una cabeza desproporcionada, con unas grandes pinzas que parecen de baquelita, aquel antepasado del plástico que servía para fabricar radios, catedrales de sobremesa. La cabeza le pesa tanto que, para aguantársela, tiene que despatarrarse y dejar caer un poco el trasero, como los campeones de halterofilia. De manera que en un mismo insecto tenemos a un filósofo, con una testa imponente, y a un levantador de peso. El primer recuerdo que tengo de él es en la azotea del hostal. Estaba dividida en dos sectores: un cuadrado no muy grande, cerrado con una barandilla metálica, era el terrado de los clientes —si alguno de ellos quería subir a lavar alguna pieza de ropa disponía de un lavadero y un tendedero—. Detrás de la barandilla estaba el espacio destinado a la limpieza de la ropa de servicio, con un intenso olor a jabón de la marca Camp de Granollers, distribuido al por mayor en grandes sacas. Lavaban la ropa en una lavadora industrial de tambor que mi madre compró a una empresa de confecciones, donde la utilizaban para lavar vaqueros viejos de los que se aprovechaba el tejido. Frente a los depósitos, los lavaderos y la lavadora automática, había un gran espacio con alambres para tender manteles y sábanas, y, al fondo, un cuarto, con un techo a dos aguas, en el que se plegaban servilletas y cubremesas, unas piezas de ropa que tenían la medida justa de la mesa, un poco más: por los cuatro lados sobresalía un discreto flequillo. Se utilizaban para no tener que cambiar los manteles a diario.

      Me gustaba el olor a limpio de la azotea, el sol, el trabajo de una de las mucamas que se llamaba Cedes. Un día, en un rincón, encontré un Lucanus cervus. Era muy temprano, por la mañana. No había regresado a su casa tras una de sus juergas nocturnas y yacía inmóvil sobre un montón de manteles sucios. Lo cogí con cariño, tenía unas pinzas imponentes. Lo bajé al hostal. Un cliente me dijo que en catalán se llamaba escanyapolls (‘estrangulapollos’), un nombre que, hasta entonces, desconocía. Me gustó, porque en el hostal, donde veraneaban muchas personas mayores, siempre estaban hablando de pollos, aquellos pollitos crecidos que ya tenían plumas coloradas y una pequeña cresta sobre la cabeza. Era una manera anacrónica de referirse a los chicos jóvenes: «¡Qué pollo estás hecho!», te decían de un año para otro, si consideraban que ya no eras un niño. «¡Menudo pollo tiene, señora Maria!», le decían a mi madre: un cumplido bien raro. Cuando algún cliente de paso resultaba presumido por jactancioso, exclamaban: «¡El pollo pera!». Aquel ciervo volante podría haberme estrangulado a mí, que era un buen pollo, con su bocaza de color de radio antigua, pero dormía el sueño perezoso y lento de los noctámbulos empedernidos, sin ánimo de embestir con la cabezota o de pellizcar con las pinzas.

      Años después vimos un Lucanus cervus que volaba a baja altura, parecía un pájaro. Pero no era exactamente el vuelo de un pájaro: se aguantaba en suspensión, como un abejorro de charol o como un oxidado colibrí. Era casi de noche, caminábamos junto al arroyo, en un recodo donde acuden a beber mirlos y serpientes. Se escondió bajo un avellano y, cuando levanté las ramas para ver de qué bicho se trataba, encontré a los compañeros de farra: tres o cuatro machos y una hembra corrían alborotados entre hojas y ramas. Lucanus cervus: el ciervo del crepúsculo. Las bestias nocturnas, cuando llega el día, no dan pie con bola.

      Escarabajos relucientes

      Cuando se refería a la contracultura, nuestro amigo Genís decía siempre «la psicodelia». Pensaba que la psicodelia era una cuestión de actitud, que se podían conseguir estados alterados de conciencia por otros medios que no fueran las drogas. Nuestro amigo era profesor de arte: veía formas psicodélicas en el estampado de una camisa, en la cubierta de un disco, en las irisaciones de una concha, en el reflejo de un fragmento de ferromanganeso que le regaló su padre, químico industrial. Cuando descubrió que existía un coleóptero que se llamaba Calosoma sycophanta, con el caparazón que pasaba del verde al naranja (como aquellas postales con el holograma de una chica que las mueves un poco y te guiña el ojo), estaba exultante. «Sycophanta…», decía arrastrando mucho la efe, como si se tratara de un disco perdido de Pink Floyd. Después he sabido que Calosoma sycophanta quiere decir «belleza calumniadora o delatora»: es bello, pero el reflejo le delata. Aquel coleóptero resumía la juventud heroica de nuestro amigo. A los veinte años su fotografía apareció en portada en los periódicos: decían que era un terrorista de la olla, la Organización de Lucha Armada. El joven guapo de las