Tercero, consideremos su fuente, que es el amor. Muy poco énfasis se ha puesto sobre su divino prefacio: “Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre”. Sin importar la terrible grandeza y solemne majestad que asistieron a la promulgación de la Ley, no obstante, tenía su fundamento en el amor. La ley procedía de Dios como una clara expresión de Su carácter, como misericordioso Redentor y el Señor justo de Su pueblo. La conclusión obvia y el principio sumamente importante que debemos obtener de este conocimiento es este: la redención conlleva una conformidad al orden Divino. Debemos pues, reconocer esta relación del Decálogo, así como también de aquellos que lo recibieron y de Aquel que nos lo entregó, con el gran principio del amor, porque solo así podía haber conformidad entre un Dios redentor y un pueblo redimido. Las palabras al final del segundo mandamiento, “y que hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos”, nos hacen ver con claridad que la única obediencia que Dios acepta es aquella que procede de un corazón afectuoso. El Salvador declaró que los requerimientos de la Ley se resumían en amar a Dios con todo nuestro corazón y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
Cuarto, consideremos su perpetuidad. Que el Decálogo es impuesto sobre cada hombre en cada generación futura es evidente de muchas consideraciones. Primero, como la expresión necesaria e inmutable de la rectitud de Dios, su autoridad sobre todos los agentes morales llega a ser inevitable: primero tendría que cambiar el mismo carácter de Dios antes que la Ley (la ley de Su gobierno) pudiera ser revocada. Esta es la Ley que fue dada al hombre en su creación, de la cual su subsecuente apostasía no podía liberarlo. La Ley Moral está fundada en relaciones que subsisten donde sea que haya creaturas dotadas con razón y voluntad. Segundo, Cristo mismo prestó a la Ley una obediencia perfecta, dejándonos así ejemplo para que sigamos Sus pisadas. Tercero, el Apóstol a los Gentiles específicamente planteó la pregunta “¿Luego por la fe invalidamos la ley?” y respondió, “En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Romanos 3:31). Finalmente, la perpetuidad de la Ley aparece en la Escritura de Dios en los corazones de Su pueblo en su nuevo nacimiento (Jeremías 31:33; Ezequiel 36:26-27).
Quinto, pasamos a decir una palabra sobre el número de los mandamientos de la Ley Moral, siendo el diez indicativo de su plenitud. Esto es enfatizado en la Escritura al ser expresamente designadas como “Las Diez Palabras” (Éxodo 34:28 nota al margen LBLA), lo que nos da a entender que formaron por ellos mismos un todo compuesto por las partes necesarias, y no más que las necesarias. Fue debido a esta simbólica importancia numérica que las plagas sobre Egipto fueron precisamente diez, formando como tal una ronda completa de juicios divinos. Y fue por la misma razón que se permitió que las transgresiones de los Hebreos en el desierto siguieran hasta alcanzar el mismo número: cuando ellos le habían “tentado ya diez veces” (Num. 14:22) habían “llenado la medida de sus iniquidades”. De ahí también la consagración de los diezmos o décimos: todo el incremento era representado por diez, y uno de estos era separado para el Señor en señal de que todo derivaba de Él y pertenecía a Él.
Sexto, consideramos su división. Ya que Dios jamás actúa sin una buena razón, podemos estar seguros que Él tenía un diseño particular al escribir la Ley sobre dos tablas. Este diseño es evidente en la superficie, porque la misma sustancia de estos preceptos, que juntos comprenden la suma de la justicia, los separa en dos grupos distintos, los primeros representan nuestras obligaciones hacia Dios y el segundo nuestras obligaciones a los hombres; los primeros tratan lo que pertenece particularmente a la adoración de Dios, los últimos lo que pertenece a las obligaciones de caridad en nuestras relaciones sociales. Completamente sin valor es esa justicia que se abstiene de actos de violencia en contra de nuestros semejantes al mismo tiempo que negamos a la Majestad del cielo la gloria que le es debida. Igualmente vano es pretender ser adoradores de Dios si rechazamos esos oficios de amor que son debidos a nuestros prójimos. Abstenerse de fornicación es más que irrelevante si yo blasfemamente tomo el nombre del Señor en vano. La más puntillosa adoración es rechazada por Él cuando uno roba o miente.
Ni tampoco los deberes de adoración divina llenan la primera tabla porque sean, como Calvino los denomina, “la cabeza de religión”, sino, como él correctamente añade, porque son “la misma alma de ella, constituyendo toda su vida y vigor”. Sin el temor de Dios, los hombres no preservan equidad y amor entre ellos. Si el principio de piedad faltara, cualquier justicia, misericordia y templanza que los hombres pudieran practicar entre ellos es vana a la vista del Cielo; siempre que a Dios le es concedido Su legítimo lugar en nuestros corazones y vidas, venerándolo como el Árbitro de lo correcto e incorrecto, esto nos constriñe a tratar equitativamente a nuestros semejantes. Hay variedad de opiniones sobre cómo las Diez Palabras fueron divididas, si el quinto mandamiento estaba al final de la primera tabla o al principio de la segunda. Nos inclinamos decididamente a lo primero: porque los padres están en el lugar de Dios en nuestra juventud; porque en la Escritura nunca se les denomina “prójimos” (como en una igualdad); y porque cada uno de los primeros cinco mandamientos contiene la frase “Jehová tu Dios”, la cual no se encuentra en los siguientes cinco.
Séptimo, consideremos su espiritualidad. “La ley es espiritual” (Romanos 7:14), no solo porque procede de un Legislador espiritual, sino porque demanda algo más que la mera obediencia de conducta externa, es decir, la obediencia interna del corazón a su grado sumo. Es únicamente al percibir que el Decálogo se extiende hasta los pensamientos y deseos del corazón que descubrimos cuánto hay en nosotros que está en oposición directa a Él. Dios requiere la verdad “en lo íntimo” (Salmo 51:6) y prohíbe la más pequeña desviación de la santidad, incluso en nuestras imaginaciones. El hecho de que la Ley tome conocimiento de nuestras más secretas disposiciones e intenciones, que demande la regulación santa de nuestra mente, afectos y voluntad, y que requiera toda nuestra obediencia para proceder del amor, a la vez demuestra su origen divino. Ninguna otra ley profesó gobernar al espíritu del hombre, pero Aquel que escudriña el corazón demanda nada menos que esto. Esta alta espiritualidad de la Ley fue evidenciada por Cristo cuando Él insistió en que una mirada impúdica era adulterio y que el enojo maligno era un incumplimiento al sexto mandamiento.
Octavo, consideramos su oficio. El primer uso de la Ley Moral es revelar la única justicia que es aceptable a Dios, y al mismo tiempo descubrir ante nosotros nuestra propia injusticia. El pecado ha cegado nuestro juicio, nos ha llenado con amor propio y nos ha forjado un sentido falso de nuestra propia suficiencia. Pero si nos comparamos seriamente con las demandas altas y santas de la Ley de Dios, entonces somos hechos conscientes de nuestra injustificada insolencia, condenados por nuestra corrupción y culpa, y somos hechos conscientes de nuestra falta de fuerza para hacer lo que se requiere de nosotros. Calvino, en sus Institutos de la Religión Cristiana (Libro II, Capitulo 7, sección 7), dice, “Así la Ley es un tipo de espejo. Ya que en un espejo descubrimos cualquier mancha en nuestro rostro, así en la Ley contemplamos, primero, nuestra impotencia; después, en consecuencia a eso, nuestra iniquidad; y, finalmente, la maldición, como consecuencia de ambas”. Su segundo uso es restringir a los malvados, quienes a pesar de que no tienen preocupación por la gloria de Dios y ningún pensamiento de agradarlo a Él, aun así se refrenan de muchos actos exteriores de pecado a través del temor por su terrible penalidad. Si bien esto no les hace agradables a Dios, es un beneficio a la comunidad en donde ellos viven. Tercero, la ley es la regla de vida del creyente, para dirigirlo y para mantenerlo dependiente de la gracia Divina.
Noveno, consideremos sus sanciones. No solo nos ha traído el Señor bajo infinitas obligaciones por habernos redimido de la esclavitud del pecado, no solo le ha dado a Su pueblo tal vista y sentido de Su impresionante majestad como para engendrarles