¡¡¡JAPÓN ES UN SINVIVIR!!!
Pero también es el país en el que he vivido los momentos más sur realistas de mi vida.
Empecemos por el principio.
Cuando sonó el despertador a las cinco de la mañana no sabía si iba a Tokio o a comprar porras. Mi cerebro cuando madruga necesita como veinte minutos para volver a reiniciar todas las aplicaciones.
Me lavé la cara en el bidé porque a esa hora no tengo riego y hago cosas que jamás imaginaríais. Me hice un café con leche y mojé una croqueta porque a esa hora
¡¡¡NO SOY PERSONA!!!
Después de un buen rato, cuando recuperé el conocimiento, me senté y por fin recordé el motivo que me había llevado a levantarme más temprano que en toda mi vida. Si me levanto a esa hora es para ir al baño y volverme a acostar. Es la próstata, que va mandando señales…
—¡Estoy aquíííííí! —dice la condenada.
En ese momento empecé a tener más miedo que el vigilante del camping de Viernes 13, que es el trabajador al que más rápido dan de alta y de baja.
¿Quién me manda a mí a decir que sí a una aventura que cambiaría mi vida para siempre?
Otro de los personajes de esta historia es mi amigo Frikidoctor, quizás una de las pocas personas que sería capaz de competir contra mí en modo pesao. En algún instante de debilidad me convenció para que viviera una experiencia que puede hacer que os llevéis las manos a la cabeza en cada capítulo.
LO TENGO QUE DECIR:
¡¡¡SOY UNA VÍCTIMA!!!
Tenía en bandeja no vivir la experiencia más loca de mi vida, pero Pablo Motos hizo todo lo posible por destapar la mentira.
Llegué a tener engañada a toda España. Todos creían que iba cada semana a comprar mis cacharros a Japón. ¡Los españoles me creían! Les había comido el corazón. ¡¡¡No me habían pillado!!!
Hasta ese día nadie había logrado descubrirme porque repartía cariño y almíbar a raudales. Me interrogó en directo, hasta me puso un foco en la cara como en las películas. Y yo pensaba: «Cada día más amigo de este hombre y todos los días mintiéndole…».
Era imposible pensar que alguien igual de cariñoso que el osito de Mimosín con dos chupitos de crema de orujo podía llevar años mintiendo a un país entero.
Se acababa mi tiempo, se desmoronaba mi coartada. Pablo sospechaba algo. Además, había descubierto varias contradicciones en mi sección de El Hormiguero y me tenía entre la espada y la pared. Mi renovación estaba al borde del mismo precipicio donde el coche de Thelma y Louise no volvió a pasar la ITV.
Llegó el momento. Delante de más de tres millones de personas me preguntó:
—¿Cuántas veces has ido a Japón? ¡Y no me mientas, que tengo pruebas!
Le contesté:
—No he ido nunca… La verdad es que no sé ni dónde está el desvío.
OHHHHHH.
¡GRAN DECEPCIÓN!
En ese instante no podía mirar a Pablo a la cara porque se me pasaban por delante todas las temporadas del programa, todos los buenos momentos… ¡Ay, Pablo! ¡Mi pequeño del alma! ¿Te acuerdas? ¡Con su piel de…! Y Paquirrín decía ¡canela!
Menos mal que me dieron la última oportunidad. Tenía que salir rumbo a Tokio inmediatamente con Frikidoctor y toda la expedición del programa si quería conseguir la renovación. Así que empecé a prepararlo todo. Lo primero la maleta.
Me compré una maleta en la que cabían todos los concursantes de Operación Triunfo Uno y los hijos de Angelina Jolie. ¡La más grande que había en la tienda!
Llevaba ropa para vestir a los actores del musical de El Rey León, sobre todo porque mis camisas de palmeras nunca fueron muy discretas. En Japón hay mucho contraste, los chavales que se visten a oscuras y llevan ropas imposibles; y los adultos, que visten como si vinieran de grabar un capítulo de El secreto de Puente Viejo. No hay término medio.
Ya estaba todo preparado. Me esperaba un taxi en la puerta y un chófer muy amable me ayudó a bajar la maleta desde casa como si fuéramos costaleros. Íbamos sacando un trono, hubo un momento en el que creí escuchar una saeta.
Me monté, cerré la puerta y le dije al conductor:
—¡Siga a ese coche!
Y no había nadie. No entendió la broma y fuimos camino del aeropuerto.
Otra prueba a superar, ¡¡¡el aeropuerto!!!
El taxi me dejó en la terminal y nada más bajarme me di cuenta de que aquello no iba a ser fácil. Al pasar la puerta automática lo primero que me encontré fue a un señor con un mono —la ropa de trabajo, no el primate— que me ofreció envolver la maleta en papel film, como cuando mi madre me preparaba el bocata de mantequilla con azúcar para el colegio.
El hombre, que posiblemente se llamaba Federico, no le quitaba ojo a mi equipaje. Digo que posiblemente se llamaba Federico, pero con el corazón en la mano os digo que tenía las mismas posibilidades de llamarse Julio o Fernando. Ni idea de cómo se llamaba. El caso es que Federico empezó a agobiarme como el dependiente de un bazar chino, ese dependiente que te va siguiendo por los pasillos y tú intentas darle esquinazo como un ninja con una bomba de humo.
Sentía la misma presión que en ese tenso momento en el que el comercial del Círculo de Lectores llamaba al timbre, y tú te quedabas inmóvil en el sofá y le bajabas el volumen a la tele, intentando no hacer ruido para que pensara que no había nadie en casa.
Al final, como soy más blando que la papada de una suegra, le tuve que decir que sí a envolver la maleta y empezó a darle vueltas como si fuese un kebab. Me la dejó envasada al vacío. Os recomiendo que si aceptáis ese servicio, echéis al bolso un bisturí. Yo por suerte iba con Frikidoctor y siempre lleva uno en el bolsillo.
Lo siguiente era localizar el mostrador de facturación. Para encontrarlo tienes que ser amigo de Julian Assange. Aquello parece una prueba de Cifras y letras. Después de un rato analizando la información de las pantallas como Tom Hanks en El código Da Vinci, encontramos el nuestro. Iba con muchísimo miedo porque se aproximaba uno de los momentos más tensos del viaje: pesar la maleta.
Yo soy una persona que tira mucho de vestuario, ya que tengo un físico que se presta a ello. Tengo ropa para cubrir todo el Pantone, y, claro, va sumando, va sumando, y pesa. Además, una de mis apuestas personales es la pana. La pana tiene muchísimas virtudes, pero ligera no es.
Llegamos al mostrador y un azafato me invitó a poner la maleta en la cinta. Dio diez kilos de más, a once euros el kilo. Estaba a precio de lubina salvaje. Me dijo el hombre que podía vaciarla y repartir el peso con cualquiera de