—¿Es usted un huelguista de Homestead?
—No.
—¿Por qué atacó al señor Frick?
—Es un enemigo del pueblo.
—¿Tiene usted alguna cuenta pendiente con el señor Frick?
—No. Lo considero un enemigo del pueblo.
—¿De dónde viene?
—De la celda de la comisaría.
—Venga, señor Berkman, puede ser franco conmigo. No tengo nada contra usted. Le daré una celda bonita y confortable. La otra...
—Peor que una prisión rusa —le interrumpo enojado.
—¿Cuántos años de condena cumplió?
—¿Dónde?
—En la prisión rusa.
—Nunca antes había pisado una celda.
—Por favor, señor Berkman, dígame la verdad.
Le hace un gesto al agente que se encuentra detrás de mi silla. Corren las cortinas de las ventanas y me veo expuesto al resplandor cegador del día. Mi mirada busca el reloj de la pared. El horario está cerca del cinco. El calendario del escritorio indica el sábado, 23 de julio. ¿Han pasado sólo tres horas desde que me arrestaron? El tiempo pasaba tan despacio en la celda...
—Puede ser franco conmigo —dice el interrogador—. Sé sobre usted mucho más de lo que se imagina. Tenemos a su amigo Rak-metov.
Apenas consigo reprimir la sonrisa ante la estupidez de este intento de trampa. En el registro del hotel donde pasé la primera noche en Pittsburgh, firmé con el nombre de «Rajmetov», el heroico protagonista de la célebre novela de Chernishevski.
—Sí, tenemos a su amigo, y lo sabemos todo sobre usted.
—Entonces, ¿por qué me preguntan?
—No intente pasarse de listo. Responda a mis preguntas, ¿me oye?
Su actitud ha cambiado de repente. Su tono es amenazador.
—Ahora, respóndame. ¿Dónde vive?
—Déme un poco de agua. No puedo hablar con la boca seca.
—Por supuesto, faltaría más —responde, persuasivamente—. Podrá beber. ¿Qué prefiere, whisky o cerveza?
—Nunca bebo whisky, y cerveza muy de vez en cuando. Quiero agua.
—Muy bien, la tendrá en cuanto terminemos. No nos haga perder el tiempo. ¿Quiénes son sus amigos?
—Déme algo de beber.
—Cuanto antes terminemos, antes podrá beber. Además, tengo preparada una bonita celda para usted. Quiero que seamos amigos, señor Berkman. Tráteme bien, y cuidaré de usted. Ahora, dígame, ¿dónde se alojó en Pittsburgh?
—No tengo nada más que decirle.
—Respóndame o le haré...
Su cara está lívida de ira. Salta de la silla con los puños cerrados, pero consigue controlarse en un instante y me dice con una sonrisa tranquilizadora:
—Venga, sea sensato, señor Berkman. Parece un hombre inteligente. ¿Por qué no habla con sensatez?
—¿Qué desea saber?
—¿Quién le acompañó a la oficina del señor Frick?
Harto de la comedia, me levanto con estas palabras.
—Vine a Pittsburgh solo. Me alojé en el hotel Merchant’s, frente a las cocheras de la Baltimore y Ohio. Firmé en el libro del hotel con el nombre de Rajmetov. Es un nombre ficticio. Mi nombre real es Alexander Berkman. Fui solo a la oficina de Frick. No tuve cómplices. No tengo nada más que decirle.
—Estupendo, muy bien. Vuelva a sentarse, señor Berkman. No tenemos ninguna prisa. Tome asiento. Tanto puede estar aquí como en la celda; aquí es más agradable. Pero dispondré que le preparen otra celda. Sólo dígame, ¿dónde vive en Nueva York?
—Le he dicho todo lo que tenía que decirle.
—Venga, no sea tozudo. ¿Quiénes son sus amigos?
—No diré ni una palabra más.
—¡Al diablo!, tendrá tiempo de pensarlo mejor. Oficiales, llévenselo. La misma celda.
Durante los tres días siguientes, la escena se repite con nuevos interrogadores mañana y tarde. Me sonsacan y me amenazan, alternan zalamerías y ataques de furia. No me inmuto. Aun así, siguen sin dejarme beber y la sed empeora con la comida salada que me dan. Me consume, me tortura y me quema las tripas a lo largo de las noches en vela sobre el duro banco de madera. El aire hediondo de la celda resulta asfixiante. El silencio de la tumba me atormenta; mi alma se halla en una agonía de incertidumbre.
6. La cárcel
I
El día me despierta con un ruidoso alboroto. Todo es un incesante ir y venir. El estruendo de las aldabas y los estallidos de las puertas de hierro retumban por los corredores sin descanso. El ruido sordo de las pisadas en la celda de arriba es como un martillo que me golpease la cabeza con enloquecedora regularidad. Llegan a mis oídos los alaridos y los gritos de voces toscas.
—¡Celda número ooonce! ¡Al juzgado, enseguidaaa!
Un preso pasa apresuradamente por delante de mi puerta. Camina nervioso, su mirada trasluce un miedo expectante.
—¡Vamos, deprisa! ¡Al juzgado!
—Buena suerte, Jimmie.
El recluso esconde la cara enrojecida al pasar por delante de un grupo de visitantes congregados alrededor de un supervisor.
—¿Quién es ese hombre, oficial?
Una de las damas se adelanta con los impertinentes en la mano y lanza una mirada atrevida al preso. De repente da un paso atrás. Un hombre pasa por delante conducido por los guardias. Tiene un corte profundo en la cara, sangra, tiene la cabeza vendada. Los oficiales lo introducen a empujones en la celda. Cae con todo su peso en la cama. «¡No, no lo hagáis! ¡No, por Dios!». El pesado portazo con que se cierra la celda ahoga sus gritos.
Los visitantes se aglomeran en la puerta.
—¿Qué hizo? ¿No podría escaparse, oficial?
—No, señora. Está a buen recaudo.
La risa de la dama suena nítida y plateada. Se acerca a la reja y escudriña entusiasmada la oscuridad. Una sonrisa de emocionada seguridad ronda sus labios.
—¿Qué ha hecho, oficial?
—Robó ropa, señora.
Una decepción colmada de desprecio embarga el rostro de la dama: —¿Dónde está el asesino del que hablaban ayer los periódicos? Sí, hombre. El retratista de diarios que mató a aquella muchacha de una manera tan brutal.
—¡Ah sí! Jack Tarlin. Corredor de los asesinos. Por aquí, señoras.
II
El sol se aproxima al trocito de cielo azul que se ve desde mi celda en el ala oeste de la cárcel. Me pongo cerca de los barrotes para poder vislumbrar los rayos alentadores. Me rozan el rostro con sus tiernas y suaves caricias y siento que algo se derrite dentro de mí. Me aprieto contra los barrotes. Extraño el abrazo preciado, que me envuelva y vierta su suave bálsamo en mi alma doliente. Los últimos rayos se apagan y algo se desvanece en mi corazón con ellos... Pero las sombras se alargan y extienden su calma en las losas. El fragor se atenúa por momentos, los ruidos cesan. Oigo los chirridos de los goznes herrumbrosos, el clic de un cerrojo y todo queda en silencio y a oscuras.
*
El