Francia no es la patria de los ansiolíticos, el paraíso de los antidepresivos, la meca de la neurosis, sin ser simultáneamente el campeón europeo de la productividad horaria. La enfermedad, el cansancio y la depresión pueden ser considerados síntomas individuales de aquello de lo que hay que curarse. De este modo, trabajan por el mantenimiento del orden existente, por mi ajuste dócil a unas normas frágiles, por la modernización de mis muletas. Ocultan la selección en mí de las inclinaciones oportunas, conformes y productivas, y de aquellas otras por las que habrá que, amablemente, guardar duelo: «Hay que saber cambiar, ya sabes». Pero, tomadas como hechos, mis debilidades pueden conducir también al desmantelamiento de la hipótesis del yo. Devienen entonces actos de resistencia en la guerra en curso. Devienen rebelión y centro de energía contra todo lo que conspira para normalizarnos, para amputarnos. El yo no es lo que está en crisis en nosotros, sino la forma en la que se intenta imprimirnos. Se pretende convertirnos en yoes bien delimitados, bien separados, clasificables e inventariables por cualidades, en resumen, controlables, cuando somos criaturas entre las criaturas, singularidades entre nuestros semejantes, carne viva tejiendo la carne del mundo. Contrariamente a lo que se nos repite desde la infancia, la inteligencia no es saber adaptarse —o, si es una inteligencia, es la de los esclavos—. Nuestra inadaptación y nuestro cansancio sólo son problemas desde el punto de vista de quien quiere someternos. Indican, más bien, un punto de partida, un punto de confluencia para unas complicidades inéditas. Hacen emerger un paisaje mucho más destartalado, pero infinitamente más susceptible de compartirse, que todas las fantasmagorías que esta sociedad mantiene a sus expensas.
No estamos deprimidos, estamos en huelga. Para quien rechaza controlarse, la depresión no es un estado sino un tránsito, un adiós, un paso de lado hacia la desafiliación política. A partir de ahí, no hay otra conciliación que la medicamentosa, y la policial. Es precisamente por esta razón que la sociedad no teme imponer Ritalín a los niños demasiados vivos, que trenza continuamente bridas de dependencias farmacéuticas y pretende detectar desde los tres años los «trastornos de comportamiento». Porque la hipótesis del yo se fisura por doquier.
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