Yo caminaba embriagada, dejándome mecer por el gentío inmersa en estos y otros pensamientos cuando distinguí a una chica que paseaba unos metros por delante. Tenía la piel muy oscura y, aún de espaldas, se la veía embarazadísima. No pude evitar acordarme de Annika. ¿Cómo estaría? ¿Qué andaría haciendo? ¿Habría dado ya a luz? Calculé que no debía quedarle mucho, aunque admito que me hago un lío con las cuarenta semanas que no son nueve meses y siempre pierdo la cuenta de amigas y familiares. «Menos mal que no puede verme aquí», sonreí al recordar sus consejos de última hora en Pensión Salamanca:
«Susana, creo que deberías dedicarte a otra cosa, esto no va contigo, aquí hay gente muy loca (…) Yo que tú me volvía a dedicar al Derecho…».
Con la que se lió durante aquel congreso, Annika lo había tenido fácil para reafirmarse en sus prejuicios sobre los escritores de novela negra. «Ella nunca vendría a un sitio así», pensé comparando el Congreso de Salamanca con la Semana Negra de Gijón. Si al primero podía dársele cabida en dos o tres aulas de la Facultad de Filología y no llegábamos a las doscientas personas entre académicos, escritores o estudiantes en busca de algún que otro crédito, esta ocupaba un recinto con varias calles creadas para la ocasión en los terrenos de los antiguos astilleros a rebosar durante toda la semana.
Estaba sumida en estas reflexiones mientras paseaba entre las casetas de las librerías, identificando libros de colegas y amigos, cuando llegué a la de La buena letra, la que hospedaba los míos propios. Los busqué con la mirada. Tan concentrada estaba que no vi venir a una niña correteando que se empotró literalmente contra mí. Tendría unos cinco o seis años. Alzó la cabeza y se me quedó mirando desde unos vivaces ojos castaños orlados por larguísimas pestañas. Un fino cabello ondulado y rebelde enmarcaba su ovalado rostro. Me recordaba a alguien pero soy muy mala para los rostros, no digamos ya si son de niños. En ese momento una voz femenina la llamó por su nombre y fue entonces cuando lo conecté todo. ¿Cómo podía no haberme dado cuenta? Valiente solucionadora de misterios. Estaba claro que no me ganaría la vida como detective privada.
—¡Celia!
Sí, la niña era Celia y la mujer que la llamaba no era otra que su madre adoptiva, la misma que había visto de espaldas minutos antes sin llegar a identificarla. Aquella voz volvió a gritar un nombre, pero esta vez fue el mío:
—¡Susana!
La miré como pillada en falta y las comisuras de mis labios se alzaron en un tímido gesto.
—Hola, Annika —dije como una pava.
—¿Qué haces aquí? —en su pregunta no había indignación sino sorpresa y sin embargo no logró diluir del todo la sensación de que me habían pescado in fraganti.
—Yo, yo… espera un momento —ahí ya reaccioné, y menos mal porque empezaba a parecer tonta de verdad—. ¿Cómo que qué hago aquí? Soy una escritora de novela negra, ¿recuerdas? Creo que la pregunta es ¿qué haces TÚ aquí, rodeada de frikis por los cuatro costados?
Ahora fue ella la que se quedó cortada. Sí, sin duda recordaba la paliza que me había dado con el temita.
—Estamos de vacaciones en Gijón, vimos la noria y Celia quiso acercarse hasta la feria.
—Fue idea tuya, mami. Me dijiste que así podría montarme en los cacharritos.
Eso es algo que adoro de los niños: la encantadora costumbre de poner en situaciones comprometidas a sus progenitores. Con una facilidad pasmosa, además.
Annika carraspeó.
—No está mal la que tienen aquí montada —reconoció trabajosamente.
Sonreí con la satisfacción que proporciona que le den la razón a una, pero después ninguna de las dos supo cómo continuar.
Personalmente, me picaba la curiosidad de saber qué hacía allí, y sobre todo, si había tenido noticias de Bruno, pero me contuve. Era un tema espinoso y nos habría llevado a un nivel de confianza que prefería evitar. Quiero mucho a Annika, pero por motivos obvios rehúyo cualquier conversación que alcance la esfera personal. Tendría que explicarle muchas cosas y, sinceramente, no creo que se las tomara demasiado bien. Una no suele apreciar esa clase de afirmaciones: «Eres un personaje de novela, solo existes en los libros. Ah, y por cierto, todas las putadas que te han pasado en la vida se me han ocurrido a mí. Lo de tu infancia, lo de Violeta, lo del gilipollas de Daniel, lo de B… (¡alto, peligro de spoiler!). En fin, que lo siento, Annika. O no, ni siquiera eso, porque, ¿sabes? No eres real».
Ante una declaración de ese tipo, no es de extrañar que te respondan con un buen derechazo. Y yo no soy un personaje —bueno, un poco sí, pero también soy una personita de carne y hueso— y me dolería un montón.
El caso es que ahí estábamos las dos, mirándonos como dos bobas y todavía sin saber qué más decir.
—Y… ¿hasta cuándo te quedas? —Annika fue la primera en romper el silencio.
—Hasta el sábado, el viernes por la tarde presento mi último libro —se me escapó. Estaba tan orgullosa de estar en la programación oficial de la Semana Negra que ni me lo pensé.
—Vaya, qué pena. Nosotras nos vamos justo ese día de vuelta a Mérida. Hemos venido con una amiga, Lourdes, que tiene casa aquí. Me habría gustado verte en acción.
—No pasa nada. Habría estado bien, pero otra vez será —mentí con descaro, manifiestamente aliviada—. ¿Lourdes, la profe de baile?
—Eeeeh, sí, ¿la conoces?
Joder. No paraba de cagarla. Tuve que inventar otra mentira. Con lo mal que se me dan. Es decir, no es que no mienta, que si lo tengo que hacer lo hago, pero lo hago mal. Rematadamente mal.
—Estuve yendo un par de meses a su academia.
—¿En serio? ¿A qué clases?
—A flamenco —solté lo primero que se me ocurrió, y lo más estúpido. Ni pagándome daba yo clases de flamenco.
—Es verdad, que eres medio sevillana. Por un momento pensé que habrías ido a danza del vientre. No te pega nada —se rio divertida ante su idea dejándome bastante mosqueada. ¿Y por qué no me iba a pegar?
—En fin, tenemos que irnos —Celia llevaba un rato tirándole de la manga de la camisa, seducida ante los colores y la música del Ratón Vacilón—. Avísame cuando presentes un libro en Mérida.
—Por descontado.
Me plantó un par de besos en un arrebato de sociabilidad impropio de Annika y se alejó con la niña de la mano mientras yo me quedaba observándolas marchar. Se las veía bien. Entonces recordé algo y la llamé antes de que se perdiera entre la muchedumbre:
—¡Annika!
Se giró expectante.
—Que salga todo bien —dije señalando su vientre a punto de estallar.
—Gracias —en su rostro se dibujó una sonrisa franca—. Tú lo has dicho, que salga y pronto. No aguanto más.
III
Me desperté de buen humor. Había dormido bien, muy bien. La programación del festival no comenzaba hasta las seis de la tarde, de modo que me predispuse a callejear por la ciudad, una de mis aficiones favoritas. Paré en una cafetería cuyo escaparate mostraba unos dulces exquisitos y tras fijar mi atención en un hojaldre de crema, entré dispuesta a devorarlo junto a un café con leche, pero antes recogí un periódico solitario del mostrador con la intención de concedernos un poco de mutua compañía y de engullir los titulares del día junto a mi pastel. Casi me atraganto antes de empezar.
—No puede ser…
Pegué un sorbo al café sin acordarme de soplar como manda la tradición. Me abrasó la boca dejándome la lengua achicharrada y la sensación