Estoy especialmente agradecido con Pablo Andiñach. Sin su amistad este libro permanecería en inglés. Él fue el primero en exhortarme a publicarlo en español y en ofrecerse como traductor principal. Estoy también agradecido con su hija Rosaura quien lo apoyó con la traducción. También tengo que dar gracias a mi hijo Benjamín quien me ayudó con las referencias bibliográficas.
Finalmente, doy gracias por el reconocimiento que Romero ha recibido al ser canonizado en Roma. Solo Dios puede santificar a un ser humano, pero el tardío reconocimiento del regalo de Dios que es Romero corrige el agravio de las décadas de olvido y distorsión de su persona y obra. Claro, por años el pueblo lo llamaba san Romero. La canonización expresa el sentir de la iglesia como pueblo e institución y certifica no solamente las virtudes heroicas y los milagros de san Óscar, sino también su misión y enseñanzas. En fin, al declararlo santo, se canoniza la certeza de su visión teológica.
Fiesta del día de Todos los Santos, 2019.
Introducción
La canción latinoamericana y la teología de la transfiguración Guillermo Cuéllar-Barandiarán
Conocí al arzobispo Romero a mediados de la década ’70, cuando me planté ante su presencia, Era yo un imberbe estudiante de filosofía que se encaminaba hacia una casta profesión, aparte de relucir en el mundillo religioso en virtud de mi destreza musical. Todavía no sé qué de este parco currículo le habrá inducido a convidarme al ruedo de sus colaboradores establecidos.
Con el tiempo, el prelado se vio inquirido a causa de alguna de mis interjecciones cantadas, ya que éstas se difundían a través de la emisora católica y, gracias a ello, se introducían alborozadamente en las celebraciones y el accionar de las regiones diocesanas que bullían –unas más otras menos– con el empuje del Medellín1 postconciliar.
En ese preciso instante, Romero advirtió que a su lado campeaba, no sólo un portavoz de la pastoral juvenil, si no, sobre todo, un decidido trovador cuya creatividad se nutría de la “canción protesta” (o “canción latinoamericana”2 como prefiero apodarla).
Sin pensárselo mucho pues, el arzobispo resolvió estar a la escucha de las novedades de tan inopinado arte. Sobrevinieron así algunas conversaciones ásperas. Monseñor nunca tuvo empacho alguno en enrostrarme, con particular franqueza, ciertos pasajes que yo entonaba frente a multitudes cada vez más entusiastas y numerosas. No obstante, he de reconocer que, en estos careos, él nunca se salió de un marco decoroso. Pero lo más relevante en esta trama seguramente será que… ¡Nunca me mandó a callar!
Claramente no puedo precisar las cavilaciones que habrán pasado por la mente del jerarca metropolitano. Lo cierto es que, en medio de sus reservas, algo hizo que le hallara sentido a mi azaroso oficio melodioso. Probablemente haya sido –pienso ahora– la feroz persecución dictatorial que iba diezmando vertiginosamente a la institución eclesiástica en la tolvanera sociopolítica nacional. Eso fue, quizá, lo que propició momentos deslumbrantes en los que el alto vocero en su púlpito se dejó llevar por el soplo de alguna de mis odas creadas para honrar a los cientos de líderes de base, catequistas, misioneras, monjas, clérigos, que iban cayendo, casi a diario, en aquel período de verdadera tribulación:
«Uno de nuestros compositores populares,3 cantando a la muerte del padre Rafael Palacios, dice esta preciosa frase: «Dios no está en el templo, sino en la comunidad», Homilía del 2 de septiembre de 1979. Óscar Romero: Homilías. Tomo V. San Salvador: UCA Editores, 2008, p. 266.
Romero admitió, aun con reparos, el rol de la faena trovadora en sus dominios, donde recrudecía la represión. Los “Mártires de El Despertar”, por ejemplo, tuvieron su canción. Obsérvese la perífrasis del predicador que alude a las armas gubernativas que masacraron a los 4 jóvenes y al sacerdote en la madrugada del sábado 20 de enero del año 1979:
«… esta comunidad… vive en un mundo donde el pecado está entronizado. Y es la lucha del Reino de Dios una lucha para la que no se necesitan tanquetas ni metralletas… La lucha se bate con guitarras y canciones de Iglesia, se siembra en el corazón y se reforma un mundo…», Homilía del 21 de enero de 1979. Óscar Romero: Homilías. Tomo IV. San Salvador: UCA Editores, 2007, p. 193.
La música –mi música– fue, por consiguiente, el punto de conexión con monseñor Romero.4 Ése fue el “gancho” que tuve con él; un “gancho al hígado”, a decir verdad, que en ocasiones logró desnivelarme. Pero como pude me sostuve mientras creía a pie juntillas que yo estaba en lo correcto, y que era él quien se desubicaba a veces.
Un buen día, sin qué ni para qué, el arzobispo me mandó a componerle un himno al “Divino Salvador del Mundo”, patrono espiritual de nuestra nación. ¡Fue un sablazo! Ahora me doy cuenta de que, con la tal petición, me estaba lanzando un puntiagudo desafío para ponerme a prueba. ¡Claro! ¿Cómo iba a confiarme tan relevante pieza sacra si venía impugnando los versos más expresivos que acoplaba en mis canciones?
La historia es larga, y trae cola; por eso la abrevio puntualizando que, después de rumiarlo durante todo un año, logré, por fin, componerle al buen pastor el cántico que él quería. Recuerdo haber dejado a un lado lo escamado que me sentía, aunque no pude borrar de mi cabeza que el último verso del bregado himno me traería problemas.
Por eso, hasta el sol de hoy, siguen conmoviéndome dos hechos: primero, mi instintiva decisión de ir a entregarle la letra apenas dos días antes de que nos lo arrebataran de modo criminal; y luego, su insólita aprobación que le condujo a presentarla, de modo oficial y sin decir “agua va”, en la que llegaría a ser su última homilía pública:
«Una nota simpática también de nuestra vida diocesana: Que un compositor y poeta nos ha hecho un bonito himno para nuestro «Divino Salvador». Próximamente, lo iremos dando a conocer», Homilía del 23 de marzo de 1980. Óscar Romero. Homilías: Tomo VI. San Salvador: UCA Editores, 2009, p. 445.
He retrotraído esta vivencia5, no por una monomanía de restituir mi sensitiva alma artística, sino porque la bienaventurada peripecia llegó a convertirse –décadas más tarde– en una chispa que encendió destellos reflexivos que iluminaron un objeto de estudio no apreciado durante largo tiempo.6
El magnicidio de Óscar Romero ha espoleado la producción de una abundantísima bibliografía que trata, de modos diversos, en tantas lenguas, perspectivas y géneros, la vida y el legado del arzobispo mártir salvadoreño, recién canonizado por decreto romano.
Divisando esta feraz cosecha –más que variopinta, a menudo, repetitiva7– se podría convenir, por moderación, poner en cuarentena cualquier texto que venga a recargar este maremágnum editorial.
Sin embargo, para no caer en intransigencia, bueno será anteponer un prerrequisito: Toda vez que entregue un conceptuoso planteamiento cuya versada argumentación devele una perspectiva inédita –o no examinada aún en profundidad– en ese caso, dígase amén al radiante ejemplar que venga … ¡y a leer se ha dicho!
Allanado el impasse, me dedico entonces a tratar de justipreciar el contenido que alberga el título de reciente cuño: The Theological Vision of Oscar Romero. Liberation and The Transfiguration of the Poor, el cual tenemos entre manos ya traducido.
La Visión Teológica de Óscar Romero: Liberación y La Transfiguración del Pobre constituye un trabajo del teólogo metodista, Edgardo Colón-Emeric, del cual puedo afirmar, anticipadamente, que salda con creces la condición antedicha.
Baste decir que el libro de Colón-Emeric constituye el segundo tratado8 ¡en cuatro décadas! que se consagra de lleno, de modo sistemático y exhaustivo, al inerme objeto de estudio que antes se dejó insinuado: El develamiento de una teología de genuina factura romeriana. “Esto no es comida de hocicones”, como reza el dicho. Y lo que se expone a continuación ofrece el contexto adecuado, para que pueda vislumbrarse el mérito que entraña la investigación consumada por