Fue al día siguiente, cuando fui a saludar a Santiago, antes de que Carlos, Felipe y yo nos entregáramos a la sesión de café, dominó y Kierkegaard, en que se me reveló la tragedia del minusválido. Felipe Covarrubias había llevado un libro de Emerson, y Orrantia tenía intenciones de aplastarlo con su más pesado Schopenhauer, así que no me importó perder unos minutos con Santiago. Si hubiese sabido lo espantosamente relativos que serían esos “minutos”, probablemente jamás habría osado siquiera saludar a Santiago. Una suerte de trance extático se dibujaba en sus ojos y temí interrumpir alguna cavilación importante, por lo que no entré del todo al cuarto. Giró la cabeza y me invitó a entrar, al igual que el día anterior. Me llamó “Arturo” y lo corregí; él culpó a su mala memoria y no creí que tuviera mayor importancia, hasta que casi de inmediato me volvió a llamar Arturo y pensé que podría estarse burlando. “Estoy maldito”, fue lo que dijo, poco después, sin emoción alguna en las palabras.
Santiago Vergara cargaba con el anatema de la desmedida apreciación del paso del tiempo. Con una pausa en la voz que cada vez me parecía menos producto del histrionismo que del esfuerzo desmesurado, me contó que aproximadamente cuando tenía diecinueve años (mi edad, pensé) se dio cuenta de que tenía una noción muy peculiar del paso del tiempo; no de un modo regular, como la mayoría de las personas, sino minuciosa, detallada. Pudo darse cuenta de que percibía el movimiento y los cambios a un grado microscópico si esforzaba su concentración para ello. Así, comenzó a ejercitar su mente para detectar cambios mínimos en las alteraciones del mundo. Podía observar cada aletear de un colibrí, el momento exacto en que un proyectil destruyera una superficie o el abrir y cerrar de un obturador cinematográfico con la misma facilidad con que antes admiraba un paisaje. Esta cualidad, que podía parecer más bien óptica o auditiva (podía “alargar” la nota de una frecuencia altísima a su composición más grave, podía “pasearse entre las longitudes de onda”, según sus propias palabras) era, en realidad, de naturaleza lúdica. Cuando se dio cuenta de que podía incrustar sus pensamientos entre cada minucia de tiempo fue cuando comenzó su infierno. Pudo percatarse de que su mente, sus ideas, su capacidad de reflexión, se mantenían intactas mientras escudriñaba al máximo cada ciclo.
“Todos pueden entender que el tiempo es divisible. Todos pueden percibir el paso de una hora, de un minuto y hasta, ¿por qué no?, de un segundo”, me dijo con el ánimo de un asceta. “Aun en el más perfecto encierro, aun en la más terrible oscuridad o el más inquietante silencio, la gente puede adivinar el paso del tiempo sólo por el ritmo de su respiración, los latidos del corazón o la práctica de algún movimiento; esto puede ser válido aun si sólo se tiene de referencia el imperceptible murmullo de las ideas al arrastrarse por la trama del pensamiento”. Reparé en sus parpadeos mecánicos, de artefacto medieval. “Excepto yo”, añadió abrumado por su aparente contradicción. “Mi mesura es por completo subjetiva”.
Cuando regresé con Orrantia y Covarrubias, ya habían dejado por la paz la confianza en sí mismo de Emerson y, con algunos cigarrillos sin filtro, disfrutaban de los discos de Sidney Bechet que Covarrubias había aportado a la velada. Orrantia me estudió y declaró perdida la batalla. “¿Impresionante?”, dijo detrás de las elipses góticas del humo de su cigarro. “No me lo trago”, fue lo que atiné a decir. “Ya sabía. Yo tampoco”. Covarrubias no entendía pero no se esforzó por entender. “Mi tío, que está chiflado”, fue lo que agregó Carlos, y me extendió el Matadero cinco.
“Utilicemos como ejemplo los vehículos de Zenón. Si la tortuga avanza diez metros en diez segundos, avanzará un metro por segundo. Del mismo modo, para recorrer un centímetro utilizaría una centésima de segundo. Podríamos internarnos más y más en esta reflexión hasta que el desplazamiento de la tortuga sea nulo; en ese preciso momento en que el tiempo se vuelve indivisible y el mundo se torna intransmutable, es en donde se originan mis tribulaciones”.
No tuve que meditar mucho mi decisión: lo que le ocurría a Santiago Vergara no tenía nada que ver con Billy Pilgrim, aunque la teoría de Vonnegut resultara interesante. Aún así, comprendí que el tormento de Santiago no escapaba de la linealidad del tiempo —para trasponerse a varias dimensiones, como ocurría con Pilgrim—, sino que estribaba precisamente en ella. Una rara sensación de incomodidad me delató en la siguiente sesión de dominó y Orrantia me permitió conversar con Santiago las veces que quise a partir de ese día.
Vergara había nacido en Puebla. Un accidente en la escuela secundaria le paralizó de la cintura para abajo. Además de estos dos sucesos ninguna otra cosa era memorable en la vida de Santiago; si acaso, que su hermana le dio asilo cuando murieron los abuelos de Carlos.
Del mismo modo que un perro puede distinguir un aroma entre mil —cosa que para nosotros los humanos es, no sólo imposible, sino incomprensible— Santiago podía distinguir un microsegundo entre un millón. Cuando descubrió su singular virtud, la extensa trama del tiempo se le mostró como un gran lienzo, digno del más perfecto análisis, así que comenzó a detener su atención en la filigrana de que estaba compuesto cada segundo, cada minuto. El recurso fue gozoso, hasta que perdió el control. “Basta con desear no pensar en algo para estar pensándolo todo el día”, dijo, citando fatalmente a algún ominoso filósofo. Y así fue como comenzó a perderse en la trampa tendida por ese maravilloso laberinto unicelular. El horror se acendró cuando su atención —su propio y monstruoso gólem— le exigió más y más sin que él se lo propusiera. El primer día de su pesadilla perdió tres años en cavilaciones cuando, según sus cálculos, solamente habían transcurrido siete horas y media. “Lloré in vitro cada hora de cada día de ese tiempo de artificio”, dijo sin azoro.
A fuerza de un constante y agotador esfuerzo consiguió —después de un sinfín de lamentables y, ¿por qué no decirlo?, inagotables caídas— distraer su mente con la emulación de ciclos más acordes con el tiempo de los mortales. Golpeaba su mano con periodicidad sobre sus rodillas, rechinaba sus dientes o ladeaba continuamente la cabeza. Así, en un lapso que él supuso de veinte días —dieciocho meses, según su propia cronología— aprendió a escapar de su laberinto. “Sin embargo, el sueño y otras divagaciones me recluyen nuevamente de vez en vez. Es una acrobacia difícil de mantener.”
Pocas en realidad fueron las tardes que invertí en su charla, a veces genial, a veces difícil, siempre inquietante. En ocasiones creí comprender su desdicha más que él mismo, pues en todo momento su ánimo me pareció inmutable. La primera vez que de un segundo a otro me pidió que le recordara el tema de nuestra plática una congoja infinita me invadió. “Estuve perdido”, dijo a guisa de disculpa. La sola idea de que hubiese estado fuera un mes, un año o una década en ese interludio que para mí había sido instantáneo me parecía insoportable. Recuerdo que después de cada visita me prometía a mí mismo no volver a casa de Orrantia.
Me confió alguna vez su inquietud por comenzar a escribir. Quería llevar una bitácora para afianzar su memoria pero nunca se decidió. En sus múltiples y terriblemente azarosas caídas en el hoyo del tiempo había logrado varias proezas, que mencionaba con imperceptible gusto. Había detectado un error en las teorías de M. Guyau, por ejemplo (yo pensé que alguien que vivía en las entrañas del monstruo tenía por fuerza que conocer su misterio); había inventado una lengua basada en el italiano pero con sólo dos vocales y quince consonantes. También había escrito —imaginado— un ciento de novelas, cuentos y obras dramáticas. “Cuando en el lugar a donde uno va no hay libros, hay que inventarse los propios”, afirmaba. No obstante, la totalidad de estas obras se perdió, pues sólo veía su literatura como el pasatiempo necesario —cruel ironía— mientras lograba escapar del encierro. “Ojalá tuviera la memoria de Milton”, se quejó alguna vez.
Cuando mi familia decidió mudarse a Guanajuato, no quise despedirme de él por temor a que me llamara “Arturo” o algo aún menos aproximado. La última vez que charlamos le