Habiendo así buscado establecer que la mansedumbre, en las Escrituras, significa humildad y modestia, ahora observemos cómo esto es confirmado aun más por el contexto, y luego procuraremos determinar la forma en la que tal mansedumbre encuentra expresión. Se debe tener en cuenta, constantemente, que en estas Bienaventuranzas nuestro Señor está describiendo el ordenado desarrollo de la obra de gracia de Dios, a medida que por la experiencia es entendida en el alma. En primer lugar, existe la pobreza de espíritu: un sentido de mi insuficiencia y de no ser nada. Después, hay llanto por mi condición perdida y tristeza por el horror de mis pecados cometidos contra Dios. Lo que le sigue a esto, en el orden de la experiencia espiritual, es la humildad del alma.
Aquel en el que el Espíritu de Dios ha trabajado, produciendo un sentido de necesidad y de ser nada, es traído ahora al polvo ante Dios. Hablando como alguien a quien Dios usó en el ministerio del evangelio, el Apóstol Pablo dijo, “Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Corintios 10:4, 5). Las armas que utilizaban los apóstoles eran las examinantes, condenatorias, humillantes verdades de las Escrituras. Éstas, al ser aplicadas de manera efectiva por el Espíritu, eran poderosas para derribar fortalezas, esto es, los poderosos prejuicios y defensas llenas de auto-justificación en las que se refugian los hombres pecadores. Hoy en día, los resultados son los mismos: orgullosas inventivas o razonamientos —la enemistad de la mente carnal y la oposición de la recientemente regenerada mente en relación a la salvación, es ahora llevada cautiva a la obediencia a Cristo.
Por naturaleza, todo pecador es farisaico, deseando ser justificado por las palabras de la ley. Por naturaleza, todos nosotros heredamos de nuestros primeros padres la tendencia a fabricar para nosotros mismos un cubierta para esconder nuestra vergüenza. Por naturaleza, todo miembro de la raza humana camina en el camino de Caín, quien trató de encontrar aceptación con Dios sobre la base de una ofrenda producida por sus propios trabajos. En una palabra, deseamos obtener el derecho de estar en pie ante Dios sobre la base de los méritos personales; deseamos comprar la salvación con nuestras buenas acciones; estamos ansiosos de ganar el cielo por nuestras obras. El camino de salvación de Dios es demasiado humillante para calzar con la mente carnal, ya que elimina todo los motivos para jactarse. Por lo tanto, es inaceptable para el orgulloso corazón del no regenerado.
El hombre quiere tener una mano en su salvación. Que se le diga que Dios no va a recibir nada de él, que la salvación es únicamente un asunto de la misericordia divina, que la vida eterna es sólo para aquellos que vienen con las manos vacías a recibirla únicamente como un asunto de caridad, es ofensivo para el religioso que se auto-justifica. Pero no tanto para aquel que es pobre en espíritu y para quien llora por su estado vil y miserable. La palabra misma, misericordia, es música para sus oídos. La vida eterna como el regalo gratuito de Dios, calza con su condición afligida por la pobreza. La gracia —el favor soberano de Dios para los que merecen el infierno— ¡es justamente lo que siente que debe tener! Tal persona ya no tiene ninguna intención de justificarse a sí misma ante sus propios ojos; todas sus objeciones altivas contra la benevolencia de Dios, son ahora silenciadas. Está contenta de ser un mendigo y de postrarse en la tierra ante Dios. Antes, como Naamán, se rebeló contra los humillantes términos anunciados por el siervo de Dios; pero ahora, como Naamán al final, está feliz de desmontar de su carro de orgullo y de tomar su lugar en la tierra ante el Señor.
Fue cuando Naamán se postró ante la humillante palabra del siervo de Dios, que fue sanado de su lepra. De la misma manera, cuando el pecador reconoce su falta de valor, se le es mostrado favor divino. Tal persona recibe la bendición divina: “Bienaventurados los mansos”. Hablando anticipadamente a través de Isaías, el Salvador dijo, “me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos” (Isaías 61:1). Y nuevamente está escrito, “Porque Jehová tiene contentamiento en su pueblo; Hermoseará a los humildes con la salvación” (Salmo 149:4).
Mientras que la humildad del alma para postrarse al camino de salvación de Dios es la primera aplicación de la tercera Bienaventuranza, no debe ser limitada tan sólo a esto. La mansedumbre también es un aspecto intrínseco del “fruto del Espíritu” que es forjado en el cristiano y producido a través de él (Gálatas. 5:22, 23). Es aquella calidad de espíritu que se encuentra en alguien que ha sido enseñado a ser apacible a través de la disciplina y el sufrimiento y ha sido llevado a una dulce resignación ante la voluntad de Dios. Al ser ejercitada, es esta gracia en el creyente la que lo lleva a soportar pacientemente insultos y heridas, lo que lo prepara para ser instruido y amonestado por el menos eminente de los santos, esto lo lleva a estimar a los otros como superiores que a sí mismo (Filipenses 2:3), y esto le enseña a atribuir a la soberana gracia de Dios todo lo que es bueno en él.
Por otro lado, la verdadera mansedumbre no es debilidad, una prueba notable de esto es provista en Hechos 16:35-37. Los apóstoles habían sido injustamente golpeados y encarcelados. Al día siguiente, los magistrados dieron órdenes de que los liberaran, pero Pablo dijo a sus agentes, “Vengan ellos mismos a sacarnos”. La mansedumbre dada por Dios puede levantarse por los derechos dados por Dios. Cuando uno de los alguaciles le dio una bofetada a nuestro Señor, Él respondió, “Si he hablado mal, testifica en qué está el mal; y si bien, ¿por qué me golpeas?” (Juan 18:23).
El espíritu de mansedumbre fue perfectamente ejemplificado tan sólo por el Señor Jesucristo, quien era “manso y humilde de corazón”. En Su pueblo, este espíritu bienaventurado fluctúa, a menudo, nublado por el levantamiento de la carne. Se dice de Moisés, “Porque hicieron rebelar a su espíritu, y habló precipitadamente con sus labios” (Salmo 106:33). Ezequiel dice de sí mismo: “Fui en amargura, en la indignación de mi espíritu, pero la mano de Jehová era fuerte sobre mí” (Ezequiel 3:14). De Jonás, luego de su milagrosa liberación, leemos: “Pero Jonás se apesadumbró en extremo, y se enojó” (Jonás 4:1). Incluso el humilde Bernabé se separó de Pablo con un amargo ánimo (Hechos 15:37-39). ¡Qué advertencias son estas! ¡Cuánto más debemos aprender de Cristo!
“Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.” Nuestro Señor estaba aludiendo a, y aplicando, el Salmos 37:11. La promesa pareciera tener tanto un significado literal como espiritual: “Los mansos heredarán la tierra,y se recrearán con abundancia de paz”. Los mansos son aquellos que poseen el mayor goce de las cosas buenas de la vida presente. Liberados de un espíritu avaricioso y codicioso, están satisfechos con las cosas que tienen. “Mejor es lo poco del justo, que las riquezas de muchos pecadores” (Salmo 37:16). El contentamiento de la mente es uno de los frutos de la mansedumbre de espíritu. El orgulloso y el descontentadizo no “heredará la tierra,” a pesar de que quizás sean dueños de muchas hectáreas de ella. El cristiano humilde tiene muchísimo más goce en una casita, que el que tiene un malvado en un palacio. “Mejor es lo poco con el temor de Jehová, que el gran tesoro donde hay turbación” (Proverbios 15:16).
“Los mansos heredarán la tierra.” Como hemos dicho, esta tercera