Así pues, en el Gilgamesh el sexo es el agente civilizador a través del cual Enkidu sale de la animalidad. ¿Qué diantres pasó en las épocas subsiguientes para que las distintas culturas y religiones dejaran de ver el deseo sexual como algo que nos humaniza y empezaran a considerarlo como todo lo contrario? La concupiscencia es ese caballo negro rebelde que el auriga de Platón debe domeñar con el látigo de la razón; la voluptuosidad ha de ser sistemáticamente reprimida y mantenida bajo control por todo el que se precie de tener un mínimo de templanza.
Desde la filosofía de los estoicos a la religión cristiana, se nos ha adoctrinado en que el placer sexual, buscado como un fin en sí mismo, nos degrada y animaliza. Escuchad lo que dice al respecto un teólogo católico: «Ser un esclavo de los instintos en el campo sexual, convierte al ser humano en animal, lo desnaturaliza de su condición de persona libre y de su condición de sujeto autodeterminado». (La cita es de un librito del padre Rodríguez Lebrato, un dominico del norte de León, titulado Junto al erotismo y publicado en 1974; qué es lo que hacía un fraile montañés en pleno destape escribiendo un libro pastoral sobre temas eróticos, eso no me lo preguntéis.) Pero también, lejos de las valoraciones morales y las mojigaterías típicas de los autores religiosos, observamos que una mente tan preclara como la de Freud describió la civilización como un dispositivo represor de los instintos libidinales. Según lo expuesto en El malestar en la cultura (1930), el hombre puede vivir en sociedad tan solo en la medida en que transforma sus impulsos sexuales en energía para el trabajo socialmente útil, condenándose así a una insatisfacción perenne. En Eros y civilización (1955), Herbert Marcuse quiso encontrar una solución a esta maldición que pesa sobre la humanidad y teorizó sobre la posibilidad de desarrollar una civilización viable en la que se minimizara la represión de nuestros instintos sexuales, permitiendo el desarrollo de una sexualidad polimorfa y aumentando así nuestra capacidad de apropiarnos del entorno a través del puro gozo. Esto supone un desafío a las mismas raíces del sistema: el amor descontrolado es lo más subversivo que cabe imaginar. No es de extrañar que Marcuse y sus utopías se convirtieran en todo un referente para los estudiantes californianos de los sesenta y, por supuesto, para los hippies.
Como una esfinge milenaria, Shamhat, meretriz y sacerdotisa, devuelve la sonrisa a los modernos apóstoles del amor libre. Shamhat guardaba entre las piernas el secreto de una civilización en la que el placer, y no su negación, es lo que nos hace más humanos y más libres.
Para leer al Gato Fritz
El cine de animación es un medio dotado, en potencia, de extraordinarias posibilidades expresivas. En manos de autores con imaginación y libertad creativa, la imagen animada podría ser capaz de llevar al séptimo arte por derroteros insospechados. Sin embargo, los «dibujos animados» (ya de por sí esta denominación connota más un género que un puro medio) son presa de un aciago aojamiento que los limita mayoritariamente a la esfera del «cine familiar», eufemismo de «cine ñoño y banal desprovisto de todo elemento que una sociedad puritana consideraría inadecuado para los niños». Estilística y temáticamente, prima un modelo de sumisión al lenguaje de la factoría Disney. Ya Ariel Dorfman y Armand Mattelart nos enseñaron en su lúcido ensayo Para leer al Pato Donald (publicado en Chile en 1972, un año antes del golpe) que el subtexto disneyano no es tan inocente como nos quieren hacer creer. Disney es ante todo corporación multinacional, leviatán mediático que monopoliza la industria de entretenimiento. La «fábrica de sueños» produce, exporta e impone discursos que legitiman y refuerzan las estructuras de dominación prevalecientes en nuestra sociedad.
Por eso hoy quiero reivindicar a Ralph Bakshi (Haifa, 1938), una de las voces insumisas a la dictadura Disney en el mundo de los dibujos animados. Bakshi tuvo al alcance de la mano la posibilidad de redefinir los estándares del cine de animación, pero fue repetidamente boicoteado y zancadilleado por la industria hollywoodiense hasta caer en el malditismo más absoluto. Hoy recorre como un mono de feria las convenciones de friquis de los tebeos, dando charlas de viejo resentido. En sus propias palabras, su intención ha sido, desde los inicios de su carrera, «hacer algo por el cine de animación que no esté impulsado por el afán de hacerte feliz e imbécil». Dicho y hecho: en los años setenta Bakshi dirigió un puñado de largometrajes de animación orientados a un público adulto; o más bien, como dirían los censores de antaño, para mayores con reparos. En su opera prima, haciendo toda una declaración de intenciones, llevó a la gran pantalla al personaje más popular del comic underground americano: el gato Fritz, de Robert Crumb (Fritz the Cat, 1972; en España se le puso el poco afortunado título de El gato caliente). Le siguieron Heavy Traffic (1973) y una atípica joya del cine blaxploitation en dibujos animados, Coonskin (1975), de la que el mismísimo Quentin Tarantino, cinéfago impenitente, se confiesa admirador a ultranza.
Miss America en la barra de un tugurio: fotograma de Coonskin (Ralph Bakshi, 1975)
Bakshi salpica al espectador de rabia, sangre y bilis en cada fotograma de estas sus tres primeras películas, que tienen algo de descarnadas sinfonías urbanas. Hace uso a discreción de técnicas experimentales, tanto en lo visual como en lo narrativo; y, además, Bakshi no se corta un pelo al abordar contenidos políticamente incorrectos: sátira social encarnizada, sexo y violencia hiperbólicos y consumo indiscriminado de todo tipo de drogas, así como delirantes recreaciones animadas de sus efectos (bueno, hay que reconocer que Disney sentó un precedente para esto último en las pesadillas lisérgicas de Dumbo). Como era de prever, la polémica acompañó a estas cintas desde el primer momento. Una tras otra, fueron clasificadas x por la asociación cinematográfica estadounidense, y, por consiguiente, relegadas al infamante y reducido circuito de los cines de pajilleros en Usamérica y de las salas de arte y ensayo en el viejo continente: espacios, en ambos casos, pequeños, oscuros y casi siempre vacíos.
Los policías de la moral no exageraban. Fritz the Cat, Heavy Traffic y Coonskin se pueden considerar, en efecto, pornográficas. En Fritz the Cat, animalitos humanizados y trufados de estupefacientes protagonizan escenas de sexo explícito, doblemente transgresoras al remitir al espectador a un imaginario de raigambre disneyana. En Heavy Traffic y Coonskin se prodigan las caricaturas hipersexualizadas de travestis, chulos y busconas de todos los colores, tamaños y edades. Quien considere que la Jessica Rabbit de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit?, Robert Zemeckis, 1988) es el no va más de la erotización de un personaje femenino en dibujo animado es que no ha conocido a la exuberante Carole, la camarera negra de Heavy Traffic, o a esa desasosegante alegoría de los Estados Unidos que de cuando en cuando aparece en Coonskin: una Miss America que no es Lady Liberty, sino una prostituta tramposa y asesina que se tambalea borracha en la barra de un bar. Decir que estas películas son pornográficas (porque lo son) no implica negarles un raro lirismo, tan desgarrador que, cuando quiere aflorar, atraviesa la costra de agresividad y mala hostia que recubre el discurso visual de Bakshi. Y si no lo creéis, echadle un vistazo a esa escena magistral, parche incongruente en medio de la trama de Coonskin y homenaje a las ilustraciones de George Herriman, que muestra el monólogo de una mujer de Harlem narrando su historia de amor con una cucaracha.
Pero luego, Bakshi, harto de ver tan restringida la distribución de sus películas, trató de suavizar el tono y se pasó al género de la fantasía épica. Su primera obra en esta andadura, Wizards (1977), conserva, en cierta medida, el tono irreverente y el humor vitriólico de sus anteriores propuestas. Sus dos siguientes filmes, caídos en el olvido, son, sin embargo, precursores del imaginario más main-stream del género fantástico de hoy día. Uno es El Señor de los Anillos (Lord of the Rings, 1978), primera adaptación al cine de la obra de Tolkien, algunas de cuyas escenas fueron descaradamente copiadas por Peter Jackson en su sobrevalorada superproducción de 2001. La siguiente creación de Bakshi, en colaboración con el ilustrador Frank Frazetta, fue una olvidable historia de espada y brujería llamada Fuego y hielo (Fire and Ice, 1983). ¿A alguien le resulta familiar?
La muerte de Granero
Hablar de Georges Bataille