Dominica suspiró. Dios le había dado oídos, ojos y un cerebro, y lo menos que esperaría de ella sería que los usara.
—Sea como sea, nos vamos. Y cuando volvamos tomaré los votos.
La hermana Marian la agarró de las manos. A Dominica le encantaba el tacto suave y delicado de sus dedos, gracias a que no tenían que lavar ni arrancar hierbajos. Los de la mano derecha conservaban una rigidez permanente tras pasarse horas y horas escribiendo con la pluma. Desde niña Dominica había envidiado el bultito que la hermana tenía en el dedo corazón, y cada día se frotaba el suyo para que se le pareciera.
—Recuerda, mi niña, que la respuesta de Dios no es siempre la que queremos.
—¿Cómo podría haber otra respuesta? Mi vida está aquí —se sentía feliz y segura en aquel lugar tranquilo y recogido donde podía oír a Dios y fascinarse con los colores que iluminaban sus palabras. Lo único que quería era ser una más de aquella congregación—. Sé leer mejor que la hermana Margaret y escribo mejor que cualquiera, salvo tú.
La hermana Marian suspiró.
—Te vuelves a precipitar, Dominica. No hay ninguna garantía de que Dios te conceda lo que estás buscando.
—Claro que sí. Es la priora la que me preocupa.
La hermana Marian levantó las manos en un gesto de rendición.
—Cuando hayas vivido más, no estarás tan segura de Dios… Vamos a recoger nuestras cosas —se levantó, muy despacio. Sus piernas estaban acostumbradas al escritorio, al igual que sus manos—. Debemos estar listas para partir mañana.
Y cuando regresaran, habiendo entregado el mensaje, Dominica ya no tendría que abandonar aquel lugar, su casa, nunca más.
Lo único que necesitaba era fe. Y voluntad.
—Necesitamos dinero, señoría —la priora se obligó a inclinar la cabeza para presentar su demanda. Nunca le resultaba fácil humillarse ante lord Richard.
Lo había abordado tras el almuerzo, cuando el gran salón seguía atestado de caballeros, escuderos y criados, para que no pudiera rechazarla. Pero el salón ya se había vaciado y lo único que quedaba era el olor del asado. El estómago le rugió de hambre.
—¿Para qué, priora? —preguntó Richard mientras se repantigaba en el asiento y se sacudía la cera de las uñas—. Creía que las monjas no se preocupaban por los asuntos terrenales.
La priora se preguntó si mostraría la misma falta de respeto con todas las solicitudes que recibía.
—Para cubrir los gastos de comida, tinta y de la peregrinación anual, señoría.
—Son tiempos difíciles —cruzó las piernas y se examinó atentamente el pie.
—Vuestro padre fue un gran mecenas del trabajo que desempeñamos en el priorato —le recordó ella. Los tapices del difunto conde seguían adornando el gran salón de los Readington, aunque todo parecía mucho más frío desde su muerte. La priora lamentaba profundamente su pérdida, sobre todo cuando miraba a su segundo vástago, estrecho de hombros, nariz aguileña, pelo negro y piel cetrina—. Prometió ayudarnos a copiar la palabra de Dios.
—Mi padre está muerto.
—Por eso acudo a vos.
—Como ya sabéis, vuestra petición debería ir dirigida a mi hermano. Y eso es imposible en estos momentos.
—Rezamos por él todos los días. ¿Ha mejorado su salud, señoría?
Lord Richard intentó disimular su sonrisa con una expresión grave.
—Yo de vos me daría prisa en confesarlo, aunque siempre hay esperanza… —se rio por lo bajo—. Ese mercenario va a hacer de peregrino por él.
—¿Os referís al caballero que lo rescató del campo de batalla? —todo el pueblo conocía la historia, y algunos hasta se atrevían a blasfemar llamándolo «El Salvador».
Lord Richard se echó hacia atrás en la silla.
—Si creéis lo que cuenta… No se puede confiar en un hombre que lucha por dinero en vez de por lealtad.
Lord Richard no era el más apropiado para emitir una crítica semejante, ya que se las había arreglado para no ir a la guerra en suelo francés.
—Un caballero sin tierra ha de hacer lo que pueda. Los caminos del Señor son inescrutables.
Los labios de lord Richard se curvaron en una fea sonrisa.
—¿En serio? Bueno, pues espero que vuestras oraciones y la peregrinación del mercenario ablanden el corazón de santa Larina y le hagan curar a mi hermano… ¿Quién va a hacer la peregrinación este año? —le preguntó en tono aburrido.
—La hermana Marian —vaciló un instante—. Y Dominica.
Lord Richard se incorporó, apoyó los dos pies en el suelo y clavó su mirada en la priora por vez primera.
—¿La pequeña escriba? ¿Es lo bastante mayor para viajar?
¿Acaso todo el mundo sabía que la chica podía leer y escribir? Dios no quisiera que Dominica le hubiera hablado a lord Richard de sus ideas heréticas.
—Tiene diecisiete años, milord.
—¿Es virgen? —preguntó él arrugando la nariz.
La priora se irguió en toda su estatura.
—¿Tan baja opinión tenéis de mi congregación?
—Lo tomaré por un sí… ¿Y qué busca ella con esta peregrinación?
La priora juntó las manos y pensó que tal vez podría valerse de la curiosidad del conde.
—Quiere ingresar en la orden y busca una señal de la aprobación de Dios.
—¿No cuenta con vuestra aprobación?
—No.
—Entonces tenemos algo en común… —dijo con un siniestro brillo en sus ojos oscuros—. Mi hermano está convencido de que ese Garren es una especie de santo después de que le salvara la vida. Quiero hacerle ver el verdadero truhan que es.
La priora esperó a oír su proposición, convencida de que no iba a gustarle. Ya sabía qué clase de persona era lord Richard, y seguro que también lo sabía su hermano.
—Ofrecedle dinero a ese Garren a cambio de seducir a la pequeña virgen. Parece dispuesto a hacer lo que sea por unas monedas. Y cuando ella lo acuse, ambos tendremos lo que queremos.
—Milord, no puedo…
—No queréis que la chica se convierta en monja. Y cuando Garren sea deshonrado, a William no le quedará más remedio que echarlo —hizo una pausa, sonriente—. Siempre que viva lo suficiente, claro. En caso contrario, yo seré el legítimo conde de Readington y tendré algunas tareas que encomendarle a la chica… —su mueca no dejaba lugar a dudas sobre el lugar donde habrían de desarrollarse esas tareas—. No temáis, priora. Aún podrá haceros la colada, en sus ratos libres.
—¿Cómo podéis sugerir algo así, milord? —preguntó ella, horrorizada. Y aún más horrorizada por atreverse a considerarlo.
Pero tenía veinte vidas a su cargo, además de la de Dominica. Y cuando el conde muriera, el destino de todas ellas estaría en manos de lord Richard.
—Si aceptáis, quizá pueda brindaros el apoyo que necesitáis… y un generoso incentivo para que el mercenario cometa su pecado.
La priora le había advertido a Dominica que no se metiera en líos si quería volver al priorato a ordenarse. Aquella estratagema impediría que pudiera tomar los votos… justamente por lo que ella había rezado. Tal vez Dios estuviera respondiendo a sus oraciones.
—Estoy