La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Robert Louis Stevenson
Издательство: Bookwire
Серия: Clásicos
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786074574920
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semana más, es lo mejor para todos, pero, sin duda, otro ataque puede acabar con él.

      La marca negra

      Hacia el mediodía me acerqué a la habitación del capitán, llevándole un refresco y medicinas. Se encontraba casi en el mismo estado en que lo habíamos dejado, aunque trató de incorporarse, pero su debilidad fue más grande que sus deseos.

      —Jim —me dijo—, tú eres la única persona en quien puedo confiar aquí, y bien sabes que siempre me porté bien contigo. Ni un mes he dejado de darte tus cuatro peniques de plata. Ahora ya me ves, compañero, da pena verme, no tengo ánimos y estoy solo. Escucha, Jim, tráeme un cortadillo de ron… Vamos, camarada, ¿me lo traerás?

      —El doctor… —intenté decirle.

      Pero él rompió en juramentos y maldiciones contra el doctor con una voz que, aún apagada, no había perdido su vieja energía.

      —Los médicos son todos unos farsantes —voceó—, y el suyo, ése, ¿qué sabe de hombres de mar? Con estos ojos he visto tierras que abrasaban como la brea hirviendo, a mis compañeros caer muertos como moscas con el vómito negro y he visto la tierra moverse como la mar sacudida por terremotos… ¿Qué sabe el médico? Y te digo una cosa: fue el ron el que me hizo vivir. Él ha sido mi comida y mi agua, somos como marido y mujer. Y si me lo quitas ahora, seré como un barco del que ya no queda más que un madero, que las olas entregan a la playa. Mi maldición caerá sobre ti, Jim, y sobre ese médico charlatán —y de nuevo prorrumpió en una sarta de juramentos—. Fíjate, Jim, en el temblor de mis dedos —continuó ya con un tono de súplica—. No se están quietos. No he bebido una gota en todo el santo día. Te digo que ese médico es un farsante. Si no echo un trago de ron, Jim, empezaré a tener visiones. Ya casi las tengo. Estoy viendo al viejo Flint allí en el rincón, detrás tuyo; y si empiezo a tener visiones, con la mala vida que he llevado, se me va a aparecer hasta Caín. El médico dijo que un vaso no me haría daño. Te daré una moneda de oro, si me traes un cortadillo, Jim.

      Iba excitándose cada vez más y yo me alarmé a causa de mi padre, que había empeorado y necesitaba toda la quietud posible; además, las instrucciones del doctor habían sido terminantes, y también me sentía ofendido en cierta forma por el soborno que me proponía.

      —No quiero su dinero —le dije—, sino el que le debe a mi padre. Le traeré un vaso, sólo uno.

      Cuando se lo traje, lo cogió ávidamente y lo bebió de un trago.

      —Ah —suspiró—. Ya me siento mejor, no cabe duda. Y ahora, muchacho, ¿cuánto tiempo dijo el doctor que debía estar en esta condenada litera?

      —Una semana, por lo menos —le contesté.

      —¡Truenos! —exclamó—. ¡Una semana! Eso no puede ser. Para entonces ya me habrían pillado y me marcarían con «La Negra». Ahora mismo deben andar ya por ahí esos canallas husmeando mis huellas, gentuza que no han sabido guardar lo suyo y quieren poner sus garras en lo que es de otro. ¿Tú crees que eso es de hombres de mar? Yo he sido un espíritu precavido, nunca gasté mis buenos dineros ni los he perdido por ahí. Pero voy a estar más avizor que un timonel en su guardia. No les tengo miedo. Largaré velas y volveré a escapar.

      Conforme me hablaba, iba tratando de incorporarse en la cama, aunque con mucha dificultad; se aferró a mi hombro clavándome los dedos con tal fuerza, que casi me hizo gritar de dolor, e intentó mover sus piernas, pero eran como un peso muerto. El vigor de sus palabras contrastaba lastimosamente con la apagada voz que las pronunciaba. Logró sentarse en el borde de la cama.

      —Ese médico me ha matado —murmuró—. Me zumban los oídos. Recuéstame.

      Pero antes de que pudiera ayudarlo se desplomó sobre el lecho permaneciendo un rato en silencio.

      —Jim —dijo al rato—, ¿te fijaste bien en ese marino?

      —¿Perro negro? —pregunté.

      —Ah… Perro negro —dijo él—. Es un tipo de cuidado, pero aun son peores los que lo enviaron. Escucha, si yo no puedo escapar, si ésos consiguen marcarme con «La Negra», acuérdate de que lo que andan buscando es mi viejo cofre. Coge un caballo. ¿Sabes montar, no? Bien, pues entonces, monta y corre… ¡sí, hazlo!, avisa a ese maldito médico tuyo y dile que junte a todos, que venga con un juez y con agentes… Dile que puede atraparlos a todos, aquí, a bordo del «Almirante Benbow»…, toda la tripulación del viejo Flint, todos… lo que queda de ella. Yo era el segundo de a bordo, el primero después de Flint, y soy el único que conoce dónde está lo que buscan. Me lo confió en Savannah, cuando se estaba muriendo, lo mismo que hago yo ahora contigo. Pero tú no abrirás el pico. Solamente si consiguen pescarme, si me marcan con «La Negra», o si vieras otra vez a Perro negro, o a un marino con una sola pierna, Jim… Ese sobre todo.

      —Pero ¿qué es la Marca Negra, capitán? —pregunté.

      —Es un aviso, compañero. Ya la verás, si me marcan. Pero ahora tú abre bien los ojos, Jim, y te juro por mi honor que iremos a partes iguales —Todavía siguió divagando durante un rato, su voz fue debilitándose, y, cuando le hice beber su medicina, que tomó como un niño, me dijo—: Si ha habido un marino con necesidad de estas drogas, ése soy yo… —y se durmió profundamente.

      No sé qué hubiera hecho yo de resolverse bien todos los acontecimientos; quizá le habría contado al doctor aquella historia, porque sentía miedo de que, si el capitán se recobraba, pudiera olvidar su promesa y tratara de liberarse de mí. Mas sucedió que aquella misma noche mi padre murió repentinamente, lo que hizo que dejaran de tener importancia las demás preocupaciones. El dolor que nos embargaba, las visitas de nuestros vecinos, la preparación del funeral y atender al mismo tiempo a todos los quehaceres de la hostería me mantuvieron tan ocupado, que apenas tuve pensamientos para el capitán y aún menos para sus intrigas.

      A la mañana siguiente lo vi bajar al comedor, y comió como de costumbre, aunque poco, pero me temo que sí bebió más ron del que solía, pues él mismo se encargó de servirse a su gusto y con tal aire amenazador y tales bufidos, que ninguno de los presentes osó recriminarlo. La noche antes del funeral estaba tan borracho como siempre y no respetó el duelo que nos acongojaba, sino que le escuchamos cantar su odiosa y vieja canción marinera. Aunque aún se le veía muy débil, todos lo temíamos, y tampoco estaba el doctor, quien después de la muerte de mi padre había tenido que acudir a un enfermo a muchas millas de distancia. Ya he dicho cuán débil parecía el capitán, y a lo largo de la noche incluso pareció ir apagándose lentamente aún más. Subía y bajaba las escaleras con mucha fatiga, iba de una habitación a la otra y de vez en cuando asomaba las narices a la puerta como para oler el mar, luego volvía apoyándose en los muros y respirando trabajosamente como el que sube por una montaña. No parecía reparar en mí y creo firmemente que se había olvidado por completo de sus confidencias. Su temperamento, veleidoso, más fuerte que su falta de vigor, le arrastraba a violentas actitudes, y no era más tranquilizadora su costumbre de desenvainar su largo cuchillo, cuando más ebrio estaba, y ponerlo delante de él sobre la mesa. Pero, a pesar de todo, no prestaba mucha atención a la gente y parecía sumido en sus meditaciones e incluso como perdido en ellas. De pronto, con gran asombro nuestro, empezó a cantar una canción que jamás le habíamos escuchado, una especie de canción de amor campesina, que debía recordarle su juventud antes de hacerse a la mar.

      Así siguieron las cosas hasta un día después del funeral, cuando a eso de las tres de una tarde cerrada por la más helada niebla, al asomarse a la puerta, vi lejos en el camino a alguien que se acercaba despacio. Sin duda se trataba de un ciego, porque iba tanteando el suelo con un palo y llevaba un gran parche verde, que le tapaba los ojos y la nariz; caminaba encorvado como por la edad o el cansancio y se cubría con un enorme capote de marino, viejo y desastrado, con una capucha que le daba un aspecto deforme. En mi vida había visto yo una figura más siniestra. Cuando llegó ante la hostería, se detuvo y, alzando una voz que parecía salir de un muerto, habló como dirigiéndose a la niebla que lo envolvía:

      —¿No habrá un alma piadosa que le diga a este pobre ciego que ha perdido