–¿En qué trabajaba yo? –le preguntó a la enfermera, medio asustada, porque no lograba acordarse de nada–. ¿Cómo podía ir a trabajar cuando acababa de tener un hijo?
–Eso es lo que me han dicho –la informó Jane–. Pero ya te lo explicará tu marido. Dentro de poco vendrá. Es evidente que te quiere mucho, porque no ha abandonado el hospital en ningún momento.
–Yo no le he pedido que me cuide.
–Es posible que no, pero si te pones en su lugar, entenderás que está tan asustado como tú.
–¿Por qué puede estar asustado? Él me conoce.
–Tienes razón, pero está casado con una mujer que no lo conoce a él. Lo tratas como si fuera un extraño porque no te acuerdas. ¿Cómo te encontrarías tú si la situación fuera al contrario?
Diana se mordió el labio y volvió la cabeza hacia la pared. Sintió un dolor en la parte de atrás, donde se había dado el golpe. No quería que Jane le dijera que Cal Rawlins también estaba sufriendo.
–Si quieres estar acompañada le diré a alguna de las auxiliares que venga a hablar contigo, o a leerte lo que quieras.
–No, creo que prefiero estar sola por ahora.
–Voy a ver a un par de pacientes y enseguida vuelvo.
–Gracias –trató de no llorar–. Siento mucho estar comportándome de esta manera.
–El hecho de que te estés disculpando quiere decir que eres una mujer buena de corazón y sensible. Y las personas cariñosas no hacen daño a nadie intencionadamente.
Cuando la enfermera cerró la puerta, Diana se tocó la tripa. Estaba lisa y suave como la seda. No había señales de que le hubieran hecho una cesárea.
De pronto se le pasó por la cabeza que a lo mejor ella no había dado a luz a aquel niño.
¿Lo habría adoptado?
Nadie le había dicho nada. ¿Qué estaba ocurriendo?
Por primera vez desde que había llegado al hospital sintió deseos inmensos de hablar con ese señor Rawlins. Parecía que era la única persona capaz de darle las respuestas que ella necesitaba.
El problema era que no sabía si se podía fiar de alguien a quien no conocía.
Cal acababa de entrar en su casa por ropa para Diana, cuando el teléfono móvil sonó. Lo sacó del bolsillo y se lo puso en el oído.
–¿Roman?
–Te dije que te iba a llamar cuando descubriera algo.
–Bien, cuéntame.
–He encontrado una nota en uno de los bolsillos del vestido que llevaba puesto Diana cuando ingresó en el hospital. La nota dice:
Estimada Diana,
Mi novio y yo lo hemos hablado y hemos decidido dar el niño porque nosotros no podemos cuidar de él. Un amigo me ha contado que deseas tener hijos y que tu marido y tú sois personas muy buenas y que seríais los padres perfectos. Me dijo que incluso ya habíais preparado una habitación para el niño que no pudiste tener. Por eso te lo doy a ti y a nadie más. Por favor, cuida de él y ámalo. Ojalá yo pudiera, pero no puedo. Te pediré un solo favor más, llévalo a la iglesia cuando empiece a tener uso de razón. Muchas gracias. Cuando sea mayor dile que sus padres siempre intentaron quererlo y cuidarlo.
La franqueza de la carta de aquella madre arrasaron los ojos de Cal. Quería a su bebé. Había que tener mucho valor y coraje para hacer lo que ella había hecho. Aquella nota debía haber roto el corazón de Diana.
–Es increíble, Roman.
–Sin duda. En cuanto Diana vio el estado en el que estaba el niño se fue corriendo al hospital.
–Si Diana leyera esa nota, a lo mejor podría empezar a recordar.
–Puede. Pero antes de entregártela tendré que llamar a la policía y comunicárselo. Esa nota os exime a Diana y a ti de cualquier acto ilegal.
Roman y Cal sin haber hablado de ello pensaban lo mismo. Los dos sabían que ante las autoridades y a pesar del accidente que había sufrido, Diana podría haber sido sospechosa de haber conseguido por medios ilegales al bebé.
Un poco más aliviado por aquella información que esclarecía un poco el misterio, Cal decidió concentrarse en Diana.
–Iré al hospital a contarles todo esto.
–Muy bien. Yo lo que voy a hacer es tratar de localizar a la madre del niño. No estoy muy convencido de que su novio sepa lo que ha hecho. La madre tiene que conocer a alguien de la agencia. De otra manera no sabría los deseos de Diana de tener un hijo. La chica parece que es muy joven. Seguro que ni siquiera fue al hospital a dar a luz, pero por si acaso llamaré a todos los hospitales. Me gustaría encontrarla. Hay ayudas para las madres sin recursos.
–¿Y si no aparece?
–En ese caso el bebé tendrá que ir a un centro de acogida y esperar a que alguien lo adopte.
–¿Y si…?
–Sé lo que vas a decir, Cal. Es mejor hacer bien las cosas. Hay veces que las madres se arrepienten de sus decisiones y vuelven por sus hijos. Y en este caso, la madre sabe dónde ir. Y lo último que quieren unos padres adoptivos es que aparezca la madre natural del bebé en su puerta. Pero estamos adelantando acontecimientos. Lo único que te puedo decir es que no te puedo garantizar nada.
–Ya lo sé. Pero si alguien puede hacer lo imposible, ese alguien eres tú, Roman. Te agradezco lo que estás haciendo.
–No me lo agradezcas. Ahora vete a ver a Diana. Te llamaré más tarde.
–Hasta luego.
Minutos más tarde Cal llegaba al hospital con alguna ropa para Diana y otros efectos personales, como una foto del día en que se casaron. Con la esperanza de evocar en ella algún recuerdo, también había llevado la novela que estaba leyendo.
Mientras iba para el hosptial, Cal llamó a su secretaria, la señora West. Después de informarla de lo que le había ocurrido a Diana, le dijo que no iba a ir a trabajar en unos días, que se encargara ella de todo y que lo llamara al móvil si tenía algún problema.
Cuando llegó al hospital, aparcó el coche y entró, rezando para que Diana hubiera empezado a recordar algo más.
Su primer impulso fue entrar en la habitación sin llamar. Pero el médico le había dicho que era mejor tratarla como a una hermana. Llamó a la puerta.
–¿Sí?
–¿Diana? Soy Cal. ¿Puedo entrar?
–Un momento, por favor.
La Diana que él conocía no lo habría hecho esperar. La Diana de hacía tan solo seis horas lo habría recibido con los brazos abiertos, estuviera como estuviera.
Apretó los dientes al darse cuenta de que no había ocurrido el milagro que había esperado que ocurriera.
–Tranquila, puedo esperar.
Transcurrió lo que para él fue una eternidad antes de decirle que entrara.
–Entra ya.
Cal entró en la habitación y cerró la puerta. Se sentía como si fuera un intruso.
Era su esposa y ni siquiera se atrevía a tocarla, ni a abrazarla.
No podía creerse que aquello le estuviera ocurriendo a él. Su mujer estaba en la cama, con las sábanas hasta la barbilla, con cara de asustada, nerviosa.
–Te he traído algo de ropa y un libro.