El clínico, por supuesto, puede tratarlo de manera diferente y no olvidar nunca la singularidad del paciente, pero para el paradigma médico la enfermedad consiste en una entidad biológica universal que se traduce por una serie de signos clínicos. Este modelo se instituye más allá de cualquier referencia social, más allá del suelo, más allá de la historia. La enfermedad y las heridas por lo tanto dan cuenta de una historia natural y de una biología instalada en la naturaleza. Por el contrario, para la antropología médica, la medicina es una práctica cultural con sus formas específicas de interpretar y tratar las afecciones y los síntomas (Engel, 1977; Good, 1998; Laplantine, 1992; Le Breton, 2008a y b; Pizza, 2005), se basa en una visión propia del ser humano, de su cuerpo, implica una representación del mundo, aunque esta última esté comprometida con un marco de verificaciones, racionalizaciones, efectividad, etc. No es una verdad en acción por múltiples razones, la más trivial es que un médico no es la medicina, y que además el tratamiento de un paciente despierta innumerables variables capaces de influenciar enormemente la relación y la patología misma, en su naturaleza y su evolución. Igualmente, lo doloroso no es el dolor, etc. Otros médicos demandan paradigmas y cuidados de otro orden (Le Breton, 2008a).
En la biomedicina rivalizan dos enfoques del dolor, muy diferentes por sus consecuencias para los pacientes. La teoría de la especificidad es una representación hegemónica de larga data que considera que una causa induce una enfermedad o un dolor proporcional a una lesión, por medio de un aparato neurológico apropiado (Melzack, Wall, 1989, 129 sq.). Descartes, en 1664, describe el mecanismo del dolor como un sistema nervioso que conecta la piel y el cerebro. Según esa teoría, una llama sobre la piel estimularía los nervios y detonaría la reacción del cerebro, igual que cuando un hombre tira de la cuerda al pie de la torre, suena la campana en el campanario. Esta teoría puramente fisiológica, heredera del dualismo, corresponde a un enfoque médico que oscurece todo interés, por lo demás accesorio, por la palabra y la historia singular del enfermo para indagar los mecanismos corporales puestos en juego en la enfermedad. De este modo cada dolor tendría una causa específica y le correspondería con una eventual modalidad terapéutica. Como muchas representaciones médicas que no toman en cuenta a la persona salvo aislada en un conjunto de cuestiones fisiológicas, esta teoría de la especificidad se enfrentó con muchas anomalías que la medicina carga en la cuenta de un “resto” todavía a dilucidar. Por otra parte, debido a lo impersonal de la sensación neurológica, la intensidad del dolor debería ser proporcional a la lesión, cosa que la experiencia contradice, sin que haya una explicación de esta anomalía.
A la inversa, la teoría de la puerta enunciada en 1965 por Melzack y Wall revela la noción de un dolor puramente sensorial y transmitido en línea recta al cerebro. La experiencia dolorosa está sujeta a diferentes dimensiones, donde los datos neurológicos se integran con los datos cognitivos y afectivos y se entrelazan con la experiencia pasada del enfermo. Melzack y Wall restauran el anthropos y ya no conciben el dolor como un fenómeno impersonal y estrictamente neurológico; las puertas se abren o se cierran a lo largo del trayecto nervioso, mecanismos de diferentes órdenes influyen en el mensaje doloroso matizando el sentimiento. Es “el individuo entero”, como dijo anteriormente René Leriche (1937, 401), quien lo siente, con todo el espesor de su historia personal, y no solamente como un mero organismo reducido a su biología. En consecuencia, la acción contra el dolor deja de ser esencialmente quirúrgica o farmacológica, no basta que actúe sobre las actividades fisiológicas sino que movilice otros recursos invitando al paciente a contribuir a su curación. En otros términos, el grado de sufrimiento está ciertamente modulado por las intervenciones médicas, pero también por los procedimientos del significado basados en la palabra o en las técnicas del cuerpo como la imaginería mental, la sofrología, la hipnosis, la relajación, el yoga, etc. Si bien la percepción del dolor está determinada por los datos que mezclan la fisiología y la psicología, la tarea del médico o del enfermo no es sólo actuar sobre un mecanismo que sería el único responsable de la sensación dolorosa, sino movilizar los recursos individuales multiplicando los medios para identificar los más eficaces.
No se puede pensar en ninguna panacea frente a la multiplicidad de datos implicados en cada dolor. Melzack y Wall pregonan entonces el uso racional de tratamientos conjuntos y el trabajo multidisciplinario (1989, 236). Concluyen su obra afirmando: “Aprendimos a aceptar que el dolor no se produce por la simple activación de un solo sistema específico de señalización, sino que está sujeto a una serie de controles que actúan en el contexto de un sistema nervioso integrado completo. Entonces deviene necesario combinar los recursos disponibles, para permitir al sistema nervioso encaminarse hacia un modus operandi normal y libre de dolor” (242). La teoría de la puerta ha expandido considerablemente la gama de recursos para el alivio del dolor; es en gran medida la teoría de referencia de los médicos implicados en los centros del dolor, aunque la teoría de la especificidad continúa siendo el eje de la práctica médica contemporánea.7
El dolor borra toda dualidad entre la fisiología y la conciencia, el cuerpo y el alma, lo físico y lo psicológico, lo orgánico y lo psicológico, muestra el entrecruzamiento de estas dimensiones separadas únicamente por una larga tradición metafísica de nuestras sociedades occidentales (Le Breton, 2008a y b). No es el de un organismo, no se esconde en un fragmento del cuerpo o en un tramo nervioso, el dolor marca al individuo y desborda en su relación con el mundo, entonces es sufrimiento. Antes del significado, el dolor no existe porque entonces habría que concebirlo como un fenómeno puramente nervioso sin el individuo para experimentarlo. No existe una medida en común entre el grado de alteración de un órgano o de una función y el grado de dolor sentido, el dolor no es la traducción matemática de una lesión sino un significado, es decir que es un sufrimiento, se lo siente según las pautas de interpretación inherentes al individuo. El ser humano no es su cerebro sino lo que él hace de su pensamiento y su existencia por medio de su historia personal. Acerca de esto, la definición de la IASP (International Association for the Study of Pain) borra toda ambigüedad, supera el dualismo postulando al dolor como una experiencia sensorial y emocionalmente desagradable asociada a una lesión de los tejidos real o potencial, o descripto en términos que evocan tal lesión. Esta definición insiste sobre la sensación del sujeto, adopta su punto de vista y valora su palabra. El dolor no es sólo una sensación sino también emoción que permite que surja la cuestión del significado, y más allá está la percepción, es decir la actividad de descifrarse uno mismo y no el rastreo de una alteración somática (Le Breton, 2006).
Tratándose de la condición humana, la cuestión del dolor no se agota en la afección corporal. No es sólo una historia del sistema nervioso. No es un objeto natural que puede ser aislado. La identificación de sus “causas” por la medicina o el practicante tradicional se apoya en una interpretación fundada en una disciplina de pensamiento y una observación clínica que sólo cubre parcialmente lo referente al paciente que lo sufre. Pero esta es la primera tarea, “objetivar” el mal para poder aprehenderlo y elaborar un discurso sobre él. La concepción de un dolor puramente sensorial fundado en una organicidad “objetiva”, detectable únicamente por medio de los exámenes y el diagnóstico, remite a una ideología racionalista temible para el paciente que cae en manos de esos médicos. No hay dolor “objetivo” comprobado por el examen médico y sentido más o menos por los pacientes según sus filtros sociales, culturales o personales, sino un dolor singular percibido y marcado por la alquimia entre la historia individual y el grado del daño. La persona que sufre es la única que conoce la dimensión de su aflicción, sólo él es presa de la tortura, el dolor no se verifica, se siente (Le Breton, 2004), impacta con una fuerza particular al individuo que lo siente. G. Canguilhem lo dijo con fuerza: “Más que recibirlo o sufrirlo, el hombre hace su dolor como hace una enfermedad o como hace su duelo” (Canguilhem, 1966, 56-7). Entre la sensación y la emoción, está la percepción, es decir un movimiento de reflexividad y de sentido