La noche antes de la reunión, Phil me llamó a su privado.
—Querida, estamos a punto de hacer historia. Mañana a las cinco de la mañana crearemos una nube energética a través de la mente colectiva de todos los invitados. A las diez de la mañana seremos héroes. Te acabo de mandar un correo con nuestros contactos de prensa, para que en cuanto termine la reunión les llames y programes entrevistas…
Yo ya estaba decidida. Hacía días que había armado mi plan, y también era perfecto. Asentí como si me encantara la idea y le serví un último café. Se lo tomó sin darse cuenta del refractil ofteno que vertí en la taza antes de dársela.
Mientras él se quedaba dormido, tomé su celular, salí de su privado y cerré por fuera con doble llave. Bajé el switch de la electricidad y abandoné la oficina. También cerré la puerta de afuera con doble llave. No había forma de que él pudiera salir para estar a tiempo en la reunión, incluso si despertaba antes de lo previsto. Tiré el teléfono de Phil en un basurero afuera del metro. Luego fui al lugar que había conseguido para la reunión y pegué en las puertas los carteles que imprimí temprano en la oficina: HUBO UN ERROR EN LOS CÁLCULOS: SE POSPONE LA REUNIÓN.
Ya que estuve lejos de ahí le llamé a Toño. Fuimos a un centro comercial, me compré un vestido de marca y unos zapatos cucos. Luego nos metimos al cine y lo invité a cenar en nuestro restaurante favorito. De ahí nos fuimos a su departamento. Reímos, vimos tele, hicimos el amor. Me quedé dormida en sus brazos.
Desperté hace rato, cuando sonó mi celular. No tuve que mirar la pantalla para saber que era Phil. Tomé el aparato y vi la hora: 4:55.
Lo puse en silencio y me volví a acomodar en los brazos de Toño.
—¿No le vas a contestar al loco de tu jefe? ¡Se va a acabar el mundo!
—Sí. Que se acabe —le respondí y le di un beso. Se quedó dormido de inmediato.
Acaban de dar las cinco. Se me cierran los ojos y por primera vez en mucho tiempo, mientras todo empieza a disolverse, me siento tranquila.
Típico
Típico: Despiertas en un hospital, conectado a mil máquinas, y no te acuerdas de cómo llegaste ahí. Gracias a la sabiduría que proporciona estar más de ocho horas diarias frente a la tele, supones que sufriste un accidente. Buscas el timbre para llamar a la enfermera, quien —te imaginas: es lo típico— será joven y guapa, amable y tierna. Llorará sólo de verte (se habrá enamorado de ti durante las largas noches de cuidados intensivos) y te contará del incidente que no recuerdas: de la niñita que rescataste de un ataque terrorista o del presidente al que no arrolló una hummer porque lo empujaste justo a tiempo.
Pero —típico— la enfermera nunca llega.
Sólo cuando te has cansado de esperar te das cuenta de que hay demasiado silencio. Así que te quitas los cables que te cubren y te levantas, muy despacio. Sales del cuarto, caminas por los pasillos desiertos, encuentras un cadáver y luego otro y otro y otro, todos con el cráneo destrozado, y sólo entonces intuyes que algo anda realmente mal. Típico.
Así que buscas un pantalón y unos tenis, te los pones y sales a la calle que, típico, está llena de muertos redivivos, lentos y rígidos pero implacables, que no te quitan la mirada de encima y que comienzan a caminar directamente hacia ti.
Sientes miedo. No es para menos: hay cadáveres con el rostro destrozado, con fracturas expuestas, con caudas de intestinos polvorientos. Pero te repones del susto y te dispones a huir de ellos, porque piensas que los dejarás atrás. La parte ardua no puede ser ahora. Será más bien cuando —típico— hayas encontrado a una jovencita viva y solitaria, necesitada de amor y compañía.
Y corres.
Y te siguen.
Y te alcanzan.
Mientras destrozan tu cuerpo sientes dolor pero es más fuerte el enojo, más la tristeza, y más (todavía) la desilusión.
Típico, sólo ahora te das cuenta: todas las historias de zombis tienen miles de extras, y tú no eres más que uno
de ellos.
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