Nos queda por hablar del tercer elemento: la apertura a lo universal. Tanto la cultura clásica como la fe cristiana poseen características universales. El latino Terencio había afirmado: Homo sum. Humani nihil a me alienum puto («Soy hombre. Nada de lo humano me es ajeno»)[1], y san Pablo escribía a los cristianos de Galacia que «ya no hay judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28-29). Por otro lado, no hay que olvidar que, etimológicamente, en su raíz griega, católico significa universal.
Si las dos raíces principales que forman la cultura italiana poseen en su propio seno elementos de apertura a lo universal, la misma posición geográfica de Italia ayudó a transformarla en un lugar de encuentro de pueblos y tradiciones diversas, y en un puente entre culturas. Los puertos del Adriático se abren al Oriente —pensemos en la Venecia de Marco Polo—, y los del Tirreno al Occidente; los Alpes no impidieron los contactos continuos con el Imperio germánico y con Francia; Sicilia es un microcosmos donde pasaron muchos pueblos que dejaron sus huellas en la historia, el arte y la manera de ser de los insulares.
Si estas son las bases de la identidad cultural italiana —lo clásico, lo cristiano, la apertura a lo universal—, los frutos artísticos de su tradición están a la vista de todos. La arquitectura romana, románica, gótica, bizantina, renacentista, barroca, neoclásica, modernista, vanguardista, muestra ejemplos a lo largo de la península de una gran belleza y originalidad. La pintura y la escultura italianas ofrecen nombres que van desde Cimabue y Giotto hasta De Chirico y Modigliani, pasando por fra Angélico, Botticelli, Rafael, Leonardo, Miguel Ángel, Tiziano, Caravaggio, Veronese y un largo etcétera. También la música ocupa un lugar importante en esta tradición, desde Vivaldi y Palestrina hasta las grandes óperas de Donizetti, Verdi y Puccini.
Nos queda por hablar de la literatura, objeto más directo del presente libro. Además de los grandes clásicos latinos —Ovidio, Horacio y Virgilio, entre los más destacados—, la historia de la literatura está poblada de nombres famosos: Dante, Petrarca, Tasso, Ariosto, Goldoni, Foscolo, Manzoni… La lista sería casi infinita, hasta llegar a nuestros días.
Teniendo en cuenta tanta riqueza cultural, es comprensible que Italia haya sido meta de peregrinaciones religiosas para visitar la tumba de los apóstoles, y de excursiones culturales para descubrir las raíces de la tradición occidental. El viaggio in Italia se convirtió en una moda en los siglos XVIII y XIX, pero no olvidemos que los dos grandes literatos de finales del siglo XVI y principios del XVII, Shakespeare y Cervantes, ya sueñan con Italia y ubican muchas de sus historias en la península. Recordemos nada menos la historia romántica por excelencia, Romeo y Julieta, que transcurre entre calles, plazas y balcones de Verona, o varias de las narraciones cortas de Cervantes, como El curioso impertinente, insertada en Don Quijote de la Mancha.
Goethe, Stendhal, Andersen, Dickens y tantos otros realizaron su viaje, y dejaron sus memorias plasmadas en libros leídos por enteras generaciones[2]. Por tratarse de una obra literaria, me gustaría traer a colación el viaje que realiza uno de los personajes más simpáticos de la literatura cervantina: el licenciado Vidriera. En la novela ejemplar que lleva su nombre, Tomás Rodaja —que después se llamará el licenciado Vidriera— nos cuenta las impresiones de su viaje, empezando por Génova. El texto es un poco largo, pero vale la pena releerlo:
Admiráronle al buen Tomás los rubios cabellos de las genovesas, y la gentileza y gallarda disposición de los hombres; la admirable belleza de la ciudad, que en aquellas peñas parece que tiene las casas engastadas como diamantes en oro. Otro día se desembarcaron todas las compañías que habían de ir al Piamonte; pero no quiso Tomás hacer este viaje, sino irse desde allí por tierra a Roma y a Nápoles, como lo hizo, quedando de volver por la gran Venecia y por Loreto a Milán y al Piamonte, donde dijo don Diego de Valdivia que le hallaría si ya no los hubiesen llevado a Flandes, según se decía.
Despidióse Tomás del capitán de allí a dos días, y en cinco llegó a Florencia, habiendo visto primero a Luca, ciudad pequeña, pero muy bien hecha, y en la que, mejor que en otras partes de Italia, son bien vistos y agasajados los españoles. Contentóle Florencia en estremo, así por su agradable asiento como por su limpieza, sumptuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella cuatro días, y luego se partió a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza; y, así como por las uñas del león se viene en conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma por sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes; por su famoso y santo río, que siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura; por sus puentes, por sus vías, que parece que se están mirando unas a otras, que con sólo el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo: la vía Apia, la Flaminia, la Julia, con otras de este jaez. Pues no le admiraba menos la división de sus montes dentro de sí misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró, y notó y puso en su punto. Y, habiendo andado la estación de las siete iglesias, y confesádose con un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles; y, por ser tiempo de mutación, malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de Roma, como hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la admiración que traía de haber visto a Roma añadió la que le causó ver a Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa y aun de todo el mundo.
Desde allí se fue a Sicilia, y vio a Palermo, y después a Mesina; de Palermo le pareció bien el asiento y belleza, y de Mesina, el puerto, y de toda la isla, la abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia. Volvióse a Nápoles y a Roma, y de allí fue a Nuestra Señora de Loreto, en cuyo santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las inumerables mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios, por intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron y no entendieron todos los cielos, y todos los ángeles y todos los moradores de las moradas sempiternas[3].
Desde allí, embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que, a no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor por todas las partes del orbe se estiende, dando causa de acreditar más esta verdad la máquina de su famoso Arsenal, que